Amaris se alejó del grupo, tratando de encontrar al joven que frecuentaba sus sueños, y que, ahora, gracias a una posible intervención divina podía volver a ver y estar a su lado. No estaba muerto, eso era una bendición, tanto como una incógnita, de la cual retrasaba pregunta para que la realidad no la golpeara en caso de que todo lo vivido los últimos días fuera tan solo una ilusión, creada por su psique dañada.
Continuó caminando, en busca de esa particular silueta, el sueño comenzó a devorar su atención, pero su voluntad era más fuerte, permitiendo que los bostezos fueran breves e infrecuentes.
—Me he recuperado lo suficiente para hacer un sello de contención —Escuchó una voz profunda y grave en las cercanías—, pero dudo que sea tan poderoso como para aislar la energía de muerte...
Se acercó al sonido, que luego de ascender por la no tan inclinada pendiente se hizo con las identidades de los presentes, quiénes habían olvidado su invitación a la charla de grupo. Y ahí estaba él, de pie, con un porte rígido, firme, y una mirada tranquila, que ocultaba una pesada carga que ella no podía descifrar. El joven volteó y la miró, hizo una mueca parecida a una sonrisa, y con sus ojos declaró su aparición al macho y la dama que lo acompañaban.
—Señora Amaris —saludó Meriel, de forma simple y respetuosa—. Es una sorpresa tener su compañía.
—Parece que los he molestado —dijo, fingiendo la culpa que mostraba su rostro.
Ollin y la pelirroja observaron de inmediato al joven, que parecía ajeno a la situación.
—Señor —dijo Meriel con tono quedo.
Gustavo le miró, sin cambiar de expresión, volviéndose en el segundo siguiente a la maga.
—Si es posible, dama Amaris, le pido con total respeto que regrese al campamento —dijo, manteniendo las comisuras alzadas—. Nos uniremos a usted tan pronto como culminemos con nuestra... tarea.
Amaris dudó al enfrentarse a esos bellos ojos cafés, que parecían haberse olvidado de ella. Inspiró con profundidad, resuelta a rechazar la petición, pero su cabeza actuó antes, asintiendo con una calma que solo se atribuía a los ancianos.
—Espera, humana —dijo Ollin al verle marcharse—. Tú prácticas las artes mágicas, ¿no es así?
—Sí —respondió ella, girando únicamente su cabeza.
—Perfecto —dijo de inmediato—, me servirás de Recarga. Ven aquí y empecemos —apremió, pero el ceño fruncido en el rostro de la bella dama persistió.
—¿Es necesario? —preguntó Gustavo.
Meriel guardó silencio, ocultando para ella los sentimientos encontrados que ahora mismo experimentaba.
—Certeza no tengo, pero si una mejor oportunidad de al menos debilitar el dolor que sientes.
—Puedo seguir soportando.
—Maldito necio —gritó furioso—, entiendo que ustedes amen hacerse los fuertes, pero de nada te servirá desperdiciar tu energía mental en soportar el inmenso dolor que sé que padeces. Solo estás alargando el sufrimiento y el tiempo de tu recuperación, tanto de ti, como del Lobo Elemental.
Gustavo suspiró al aceptar sus palabras, que multiplicaron su fuerza al perder su atención en el pequeño animal en el abrazo de Ollin. Meriel se resistió a intervenir por el tono maleducado ocupado para dirigirse a su joven señor, por la sencilla razón de que concordaba con el alto individuo, pues su corazón ya no soportaba verle sufrir en silencio.
—¿Estás enfermo? —preguntó Amaris al acercarse, con sus ojos brillando de preocupación, y su labio inferior entrando y saliendo de su boca al quedarse en suspenso.
—Está muriendo —dijo Ollin con tono serio. Acomodó el mechón de su patilla, que escondió detrás de su oreja.
Meriel tragó saliva al recibir la noticia, si bien no era una sorpresa el diagnóstico por las terribles secuelas que había presenciado en el cuerpo de su señor, su mente jamás había asimilado idea semejante, ni cerca de un destino tan fatídico, siempre había creído que era alguien fuerte, resistente a la propia muerte. Amaris se perdió en su interior, sonriendo como si negara la realidad.
—Eso no es verdad —dijo, con una sonrisa tan marcada que desaparecieron sus ojos.
—No, no lo es —afirmó Gustavo, tranquilizando a ambas damas con su solemne mirada, quienes sintieron como si los dioses mismos hubieran bajado de los cielos para devolverles el alma.
—Tal vez en cuerpo no, pero si en esencia y mente. —Masajeó su cuello, y tronó su espalda al hacer sus hombros hacia atrás—. Cuando el dios Carnatk tome control de tu cuerpo, nada quedará de tu ser verdadero. —Le miró, enfocando toda su presencia en los ojos cafés del joven—. No has sido el primero, pero posiblemente si serás el último.
—Eso no pasará —dijo, mientras desviaba su atención a sus manos, que habían sido poseídas por las de la maga—. Estoy bien.
—¿Cómo ayudo? —preguntó, ignorando la afirmación de su amado.
—Despeja tu mente y abre tu núcleo. Forma cinco vínculos libres, y no permitas que tu elemento afín se integre con ellos.
—¿Vínculos libres?
—¿Sabes conectarte con la esencia del todo? —preguntó, intrigado por la respuesta.
Amaris le miró, confundida, al tiempo que le brindaba la misma expresión a su amado, quién negó con la cabeza, ignorante a la pregunta.
—No —dijo, tentada a dar una respuesta más elaborada para salvaguardar su ego, pero la salud de su amor fue más importante, desechando su arrogancia para tomar una postura más humilde.
—Habrá tiempo en el futuro para enseñarte —dijo al retirar su atención de la señorita—, pero ahora mismo lo único que requiero de ti es que apartes. —Acarició al pequeño lobo custodiado en su regazo al volver la mirada a su compañero humano—. Deshazte de la túnica.
—Lo siento —dijo Amaris.
—No pasa nada —respondió Gustavo con una expresión calma.
Inspiró profundo, relajando la mordedura que por mucho tiempo le había ayudado a soportar. Afirmó, observando una vez más a Amaris, quién le regresó la mirada, una muy tierna y apasionada. Su corazón respondió con una aceleración involuntaria, pero su mente rápidamente negó el sentimiento al recordar a esa hermosa muchacha que lo esperaba en México. Meriel lo ayudó a retirarse la túnica, aún con su objeción. Su brazo derecho, cubierto por decenas de retazos de tela hizo que Amaris se cubriera la boca y parte de la nariz, sin percatarse que aquella acción había molestado a la pelirroja, y herido al joven que por necedad se obligaba a no mostrar sus emociones en público. Las venas negras que escalaban a su cuello se hicieron visibles, lo mismo que las de su axila, que traspasaban su camisa blanquecina.
—Todavía puedes marcharte —aconsejó el muchacho.
—Prefiero quedarme —respondió, nerviosa por la intensa y desconocida energía que se guardaba en la extremidad de su amado.
—Seguidora —dijo. Meriel se acercó y con sumo cuidado se hizo con Wityer, que descansaba en una manta de tela suave y cálida—. Retira las telas.
Gustavo comenzó quitando el retazo del hombro, descubriendo la negrura de la piel, al igual que el polvo necrótico que se apartaba al suelo al ser golpeado por la fricción causada. Amaris inspiró profundo al ver tan terrorífica escena, su corazón latió con fuerza, amenazando con dejar su cuerpo por el dolor presente. Ignoraba lo sucedido, las causas y las consecuencias de tan fatal herida, pero por alguna razón comprendía los sentimientos de preocupación de la guerrera, así como su angustia.
Pronto retiró la segunda, y tercera, acercándose al sitio que podía provocar las lágrimas y el vómito de los más débiles. El hueso de su antebrazo era claro, pero su alrededor era tan oscuro como la noche. Había líneas negras que lo atrapaban, con un palpitar errático que no correspondía al ejercido por su músculo cardiovascular. Amaris gimió, atrapando su lamento en su boca gracias a la intervención de su mano. Atrajo sin querer a la tela un trozo de piel negra, que se desprendía de su antebrazo con lentitud. Sus ojos se humedecieron, pero soportó, lo hizo, no podía hacer nada más que soportar, y al menos, eso lo hacía bien. Se quitó el guante de cuero negro, que apestaba a los mil infiernos, sus dedos blancos, en los huesos literalmente, con falto de uñas y piel.
—¡Por el Altísimo! —dijo al apartar la mirada, con las lágrimas resbalando sus pálidas mejillas.
—Haz el favor de callarte, señora —dijo Meriel, consciente del dolor que podría causarle a su señor.
Amaris le miró, sin enojo o arrogancia, no tenía palabras de aliento, en realidad la voz no salía, solo sonidos agudos cortados, que expresaban muy bien su sentir.
—Cada día estás peor —dijo Ollin, con la mirada intensa, desprovista de empatía.
—No pienso lo mismo.
—Extiende el brazo.
Hizo lo pedido, y al conocer el proceso absorbió la energía de muerte remanente en su cuerpo, conteniéndola con sumo cuidado para evitar la desgracia. Ollin comenzó a dibujar en el aire los sellos, a centímetros de su brazo, tan rápido que le costó seguirlo con la mirada. Era un experto, su consumo energético fue mínimo, su dibujo preciso y su control sublime. Las gotas de sudor comenzaron a aparecer alrededor de su frente, resbalando por sus enfocados ojos, que por momentos parecían querer salir de sus cuencas.
A los pocos minutos terminó por dibujar el último, el quinto y el más importante. Ahí estaban los cinco, flotando alrededor del brazo, desprendiendo energía antigua, pura, y sin elementos imbuidos.
Gustavo asintió, consciente de lo que estaba por venir.
—Buena actitud —dijo al recuperar un poco el aliento.
Activó los cinco sellos en simultáneo. Gustavo apretó ambos puños, abriendo los ojos por lo difícil que le resultaba seguir conteniendo la energía de muerte, como el dolor producido por la presión de los sellos. Sus ojos titiritaron de negro y rojo, mientras las venas de su frente y cuello sobresalían por el esfuerzo. Sus encías sangraron por apretar los dientes con gran fuerza, forzando a que los gritos se ahogaran antes de salir.
Pasaron los segundos, y por fin después de tanto sufrimiento, todo volvió a la normalidad.
—Siete u ocho lunas como mucho —dijo Ollin con tono agotado y decepcionado por su propio rendimiento—. Después de eso no creo que los sellos soporten. Tal vez para entonces pueda entrenar un poco a la humana. Pero no pude disminuir tu dolor, lo lamento.
—Muchas gracias —dijo al recuperar el aliento. Tranquilizó su respiración, y ocultó nuevamente su mano en el guante de cuero negro, para de inmediato hacer uso de los retazos de tela limpios guardados en su bolsa de almacenamiento que le ayudarían a cubrir la totalidad de su brazo.
Amaris lo ayudó a envolver los últimos dos trozos de tela, con cuidado y delicadeza. Notó sus lágrimas, como la preocupación en sus ojos.
—Me disculpo por mi inutilidad.
—No te preocupes. Estoy bien. —Fue lo único que logró decir.