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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasy
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A través del ojo humano

Gustavo asintió con cortesía a los soldados que con inquisición miraban a su grupo, preparándose mentalmente para el peor escenario, pero siempre dispuesto a tomar el sendero del diálogo, en lugar de el de los puños, acto muy opuesto al que tuvo que hacer frente hace unos pocos segundos.

—No son estúpidos —dijo Ollin sin cambio en su expresión—, están conscientes de tu fuerza, y entienden que en una pelea frontal tienes la ventaja.

Meriel asintió, gustosa de escuchar el halago del alto hombre.

—Aunque eso no significa que no te darán problemas más adelante —continuó, pero sin preocuparse realmente por la amenaza que los hombres planteaban.

—Ojalá lo hagan —dijo Primius con una sonrisa aviesa, que no fue notada por la abultada capucha.

Las nubes grises que hasta entonces habían mostrado misericordia maldijeron con gruñidos pesados, liberando de sus abundantes cuerpos la llovizna presagiada, que amenazaba con convertirse en el supremo aguacero.

—Podemos protegernos en ese establo —señaló Amaris, sintiendo un repentino escalofrío a causa de la fuerte ráfaga de aire que golpeó la zona.

—Hay una posada aquí cerca —dijo Primius al recordar—, grande y cómoda.

—Pues muestra el camino, Primius —apremió Gustavo, al tiempo que protegía de la lluvia a Wityer—, antes que la tormenta empeore.

El sombrío expríncipe asintió, tomando la delantera en la cáfila.

—Algo caliente y cómodo, es lo único que pido —musitó Amaris, sintiendo la necesidad de tumbarse en algo suave, para descansar la espalda que le gritaba de dolor.

El grupo logró vislumbrar al alto edificio de dos pisos a unos cien pasos, de lo que parecía estar construido de piedra y madera, y aunque no era el único presente, si era el más singular.

—Maldita sea. —Tronó la boca, pero se exigió a mantener la calma.

No eran los soldados apostados por ambos flancos de la entrada de la posada lo que le disgustaba, ni el campamento provisional de lo que parecían ser una centena de hombres a cubierto por tiendas de pieles, no, era la bandera de la casa de los Ronsi, el maldito emblema que ondeaba con entusiasmo cada que el viento golpeaba la gruesa tela roja colocada en el centro del campamento.

—Tal vez lo mejor será encontrar otro lugar —dijo Amaris, con la decepción plasmada en sus ojos.

Meriel y Xinia asintieron, coincidiendo con la sabiduría de la maga.

—Puedo controlarme —dijo Primius con un tono grave, y con los dientes apretados, sus manos tenían un ligero temblor, que calmó al percibirlo.

—No, no puedes. —Le miró la pelirroja con seriedad, causando que el joven expríncipe bajara la cabeza con amargura.

«Puedo controlarme, puedo hacerlo», pensó el expríncipe, pero cuando fue interceptado por la mirada de su nuevo señor, la voluntad para replicar desapareció.

—Tiene razón la señorita Amaris, será mejor hospedarse en un lugar alternativo. —Barrió la zona, encontrándose con un tugurio de madera y paja, con un bello durmiente a dos pasos de sus puertas, que mantenía sus nalgas al aire libre.

—El del problema es Primius —dijo Meriel sin tacto, ganándose la atención del expríncipe y la de Gustavo—. Mi señor, por favor, permítame custodiarlo, así usted y los demás no tendrán que dormir en un agujero como ese.

—No, Meriel, no lo permitiré —negó al instante—, pero tienes razón, no es necesario que todos nos abstengamos de hospedarnos en la posada. Por lo que yo seré quien lo cuide.

—No soy un puto cachorro —musitó Primius, desganado.

—Pero, mi señor...

—No lo va a permitir, Meriel —intervino Xinia con tranquilidad—, la terquedad ya lo ha dominado. —Le miró con una sonrisa, y él la devolvió, agradecido con el servicio de su compañera.

Amaris se mordió el labio por la difícil disyuntiva, quería objetar su decisión, pero intuía que si tomaba ese camino comenzaría una discusión, y su plan para enamorarlo nuevamente recaía en mantener la armonía, pero, por el otro lado, sentía en el fondo de su corazón que ese lugar no era bueno para su amado, sintiendo que si le permitía entrar, ya no lo podría recuperar.

—¿Podrías llevarte a Wityer? —preguntó al ver al alto e imponente Ollin, quién asintió sin dudar, aceptando al peludo amigo— ¿Cuánto tiempo nos queda? —Bajó la voz al mirar la tranquila expresión del Ancestral, experimentando una pesada opresión en su pecho.

—Unos soles más —Observó a Wityer con gentileza y calidez—, no sé cuantos, pero no muchos. Su estado es crítico, pero la piedra todavía tiene el efecto de retrasarlo, así que guarda tu preocupación, humano, acelerar las cosas podrían ser más perjudiciales que benéficas.

—Gracias —suspiró, liberando un poco de la angustia encadenada a su corazón.

—No le provoques problemas a nuestro señor —advirtió la pelirroja, recia y dominante.

—¿Cuándo lo he hecho? —respondió Primius con sorna.

—Cuídelo por favor, Su Señoría.

El expríncipe alzó su capucha por un momento al escuchar el suplicante susurro, y por un segundo su aura y comportamiento regio volvió al ver a la bella mujer de cabello negro, sintiendo la necesidad de tomar en serio su solicitud.

—Lo haré —dijo con solemnidad, mientras su antiguo yo abandonaba su ser—, pero, omita los títulos, maga Amaris, hábleme como anteriormente lo había hecho, así será mejor para ambos.

—Claro.

Primius observó como la silueta de la arcana dama se retiraba para volver al lado de su nuevo señor. Era un ignorante sobre la extraña relación que poseían, y aunque curioso, prefirió mantenerse al margen, al menos por el momento. Se colocó la capucha y se acercó al lado de Gustavo al recibir la orden.

—Partiremos la mañana del siguiente día —dijo Gustavo al detener la marcha y hacerse con la atención de los presentes—. Si tienen la posibilidad de comprar vituallas, háganlo, la carne seca que poseo se está agotando, y estoy convencido de que nuestro próximo destino estará alejado de algún pueblo, o lugar civilizado, por lo que será mejor estar preparado.

—Me encargaré de ello —dijo Xinia.

Gustavo asintió, y con una expresión tranquila se despidió del grupo, separándose del sendero poco definido con la compañía de Primius.

—Espera aquí —dijo Gustavo al saltar del caballo—, iré a solicitar asilo para los caballos. —Le entregó las riendas—. Tal vez tengan espacio en su almacén trasero.

—Estoy seguro de que ya estará lleno de soldados borrachos.

Gustavo ignoró el comentario. Tocó la rústica puerta de madera, que lo trasladó a un ruidoso y poco iluminado recinto, repleto de hombres con miradas desorientadas, inquisitivas o salvajes, y fue uno de estos individuos que se detuvo frente a él, observándole hacia abajo con sorna y arrogancia.

—Con permiso —dijo Gustavo al pasar a su lado, mientras limpiaba su rostro y cabellos con la ayuda de una tela recién extraída de su bolsa de cuero.

El hombre endureció el entrecejo, confundido por las extrañas palabras, siendo su respuesta interrumpida por la desaparición del joven, se volvió a ambos flancos en su búsqueda, pero parecía que había desaparecido.

—Buenas tardes, señor —dijo al llegar a la barra y observar al larguirucho y pálido hombre detrás, que terminó su acción de servir la jarra de alcohol.

—No me importa si estás con los Ronsi, o los Natdiel, pagarás lo mismo por los servicios —expresó al entregar el jarrón al muchacho pelirrojo a su lado, que sin dudar colocó un pedazo cuadrado de metal cobrizo en el mostrador.

—Claro, señor —asintió, imperturbable a la mala actitud del tabernero—, pero no estoy aquí para consumir sus preciados bienes. En realidad —El alto y flacucho sujeto detrás de la barra detuvo su acción, intrigado por la singular actitud del joven—, me gustaría solicitarle un lugar seco para que dos de mis caballos pasen la noche. Puedo pagar una respetuosa cantidad. —Abrió su palma, dejando a la vista el opaco brillo de la moneda dorada.

El encargado observó con tentación aquella hermosa moneda, pero su atención fue robada por la silueta del solemne jovenzuelo, sintiéndose en una encrucijada por la probable trampa.

—¿Me darás una moneda dorada por permitir que tus caballos pasen la noche en mi depósito?

—Sí.

—Es un trato muchacho —sonrió con alegría, y tocó su pecho en juramento.

Gustavo afirmó con calma, estando a punto de darle la mano para firmar el trato, acto no percibido por el encargado.

—Mis caballos están afuera, si puede mandar a alguien para que los guíe a su depósito, estaré agradecido —Colocó la moneda en el mostrador.

El hombre gordo a su izquierda despertó de su borrachera al ver tan preciosa riqueza, pero cuando terminó su parpadeó frunció el ceño, pues la pequeña pieza dorada ya no estaba presente, creyendo que todo había sido una hermosa ilusión.

—Ahora mismo, mi señor —dijo con respeto—. ¡Luan! ¡Luan! —gritó, mientras arrojaba de vez en vez una sonrisa al solemne joven—. Maldita sea niña, apresúrate.

Una pequeña jovencita se aproximó a la barra, de rizos rubios y largos, con unas pecas tan marcadas que resaltaban demasiado en su pálida piel, de labios gruesos y dientes chuecos, al igual que uno de sus ojos, que parecía siempre estar viendo a la izquierda.

—Ve afuera por los caballos del señor —ordenó—, y llévalos al depósito, aliméntalos y dales agua. Vamos, muchacha, que el señor espera.

—Sí, padre.

—Gracias. —Le sonrió a Luan, una sonrisa que la dama no supo cómo interpretar—. ¿Tiene algo para calmar el hambre? —Se volvió nuevamente hacia el tabernero.

—Solo pan y alcohol, mi señor, aunque podría conseguirle algo de carne si me da tiempo.

—Estaré muy agradecido. —Se burló de sí mismo al observar la confusa mirada del encargado, una expresión a la que ya estaba acostumbrado—. Sí, por favor, consígame carne.

—Por supuesto, mi señor —asintió al recuperarse—. Hay una mesa desocupada junto al pilar de en medio, si gusta puede esperar ahí.

—Gracias.

—Alguien se ha orinado —musitó Primius al llegar junto a Gustavo—, creo que fue ese gordo a tu lado.

—Ven, vayamos a sentarnos —ignoró el comentario, deteniendo su media vuelta al encontrarse cara a cara con una muchacha de su altura, de senos grandes que rozaron su pecho y coleta al hombro—. Me disculpo.

La joven le sonrió de forma coqueta, volviendo a su camino un segundo después.

—Nada mal —dijo Primius con una gran sonrisa al ver las grandes caderas de la muchacha, que movían de modo exótico.

—Un cambio demasiado extraño de personalidad —dijo Gustavo al negar con la cabeza y suspirar. Tomó asiento en el taburete, vislumbrando de reojo a los recios hombres radicados por los flancos en sus respectivas mesas, que observaban con interés a la nueva pareja.

—Me concedió la libertad —Se sentó en el segundo taburete, tentado a quitarse la capucha, para al final desistir—, y prometí caminar su sendero, señor, pero jamás volveré a vivir sometido a los designios de otra persona. Soy Primius y actuaré como tal, el otro ya ha muerto... señor.

—Sé quién quieras ser, solo no te sobrepases.

—Agradezco que lo entienda, señor. Ahora, si me permite, le invitaré unas buenas jarras del más asqueroso y barato alcohol del recinto.

—No bebo —dijo al verlo levantarse.

—¿Qué? —Volvió al asiento— ¡Por los Antiguos! Entonces, ¡¿cómo mierda lidias con eso?! ¿No los escuchas?

—Baja la voz y evita las malas palabras. —Su mirada se tornó seria—. Podría inhibir las voces ahogándome con el alcohol, los recuerdos, y mis propios sentimientos, pero al pasar el efecto, solo quedará un Gustavo resentido con la vida, agresivo y sin control, que destruirá todo a su alrededor —Se mordió los labios, sufriendo el intenso dolor por la imagen de un hombre delgado, chaparro y de bigote, que le sonreía con cariño a un pequeño niño, que ignoraba por completo el mundo—, como a los que lo quieren. No, Primius, no tomaré ese sendero, prefiero hacer frente a la maldición de la muerte con mi propia voluntad y lucidez, que dejarme vencer y ser un maldito cobarde.

El expríncipe abrió un par de veces la boca, pero las palabras no lograron salir.

«Cobarde, eh. Sí, creo que es lo apropiado».