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Epílogo: El hielo de la reina

El rugido bravío del último alterado retumbó en toda la sala y lo devolvió al campo de batalla. Sus lóbregos ojos los vieron por una pequeña porción de tiempo, pero con rapidez rodaron hasta la última persona que se encontraba ausente de la lucha, que solo era un espectador. Sin perder más tiempo, se precipitó en la dirección de la princesa Hilianis que se había alejado de su madre por su propia obra para defenderla. La reina intentó traerla de vuelta. Pero la espada clavada en su vientre empezó a arder como fuego y no pudo hacerlo.

Hercus intentó correr, pero cayó de rodillas al sentir el quemón invisible en su abdomen y vomitó sangre. El impacto de ese monstruo había estrujado sus intestinos y había acrecentado sus malestares. Mas, se recompuso de inmediato, sin importarle el dolor que sentía. Sus ojos azules se cristalizaron ante su sufrimiento. Apretó los dientes y apenas logró colocarse sobre sus pies, pero ese ya le había sacado una enorme ventaja. Su corazón estremeció su pecho con agitación. Sus pulmones trataban con desespero de recibir el poco aire que entraba por su nariz. No, no tenía oportunidad de alcanzarlo. La joven rubia de ojos verdes quedaría aplastada por la embestida del monstruo y él no podía detenerlo. Debía usar su magia de oscuridad, aunque le costara la vida. Extendió su brazo, como si pudiera tocarlo, e hizo aparecer un muro de oscuridad en el que el monstruo se estrelló. La sombra era tan firme como un muro. Ni siquiera sabía cómo había hecho eso. Solo había sido un frenético impulso en su desaparición al no llegar.

Luego, la oscuridad lo arropó y Hercus se transportó al frente de la princesa y desapareció la pared negra.

—¿Se encuentra bien, princesa Hilianis? —preguntó Hercus con voz ronca y alterada.

—Sí. Gracias a ti.

—Yo me encargaré —dijo Hercus con templanza.

Su vista se volvió borrosa por un instante, debido a su desgaste. Estaba por desfallecer por su cansancio. Pero no solo era so. No estaba acostumbrado a usar magia y eso lo mareaba y lo debilitaba más. Como si su consumo de energía fuera mayor. Mantenerse en pie ya era todo un logro. Le dolía la cabeza y el piso temblaba a su alrededor. Aquel monstruo emprendió carrera contra él. Hercus sostuvo combate con el mutado, por instinto, casi sin verlo y perdiendo su vigor. La espada de cristal había quedado clavada en el suelo, luego de matar a uno. No entendía cómo hacerlo, solo tenía la idea y la esperanza de que podía lograrlo. Dio un salto hacia atrás, apoyándose en el piso y se transportó, flotando boca abajo sobre el monstruo. Extendió su brazo, manteniendo su mirada fija en la nuca del mutado. Así la espada de cristal fue cubierta por una la oscuridad y apareció de nuevo su agarre. Entonces, la sujetó con amabas manos e intentó apuñalar la parte trasera del cuello, pero la brillante hoja mágico se quebró justo al impacto, como un vidrio al caerse. Eso no era para nada bueno. Los ojos de Hercus se abrieron al verlo. La piel de ese ser monstruoso se había vuelto tan resistente que, incluso, uno de las armas de su soberana no habían sido capaz de matarlo. Por haber fallado en acabarlos al mismo tiempo, la piel del último se había endurecido lo suficiente para que el temple de la cuchilla no le hiciera nada. Se dio la vuelta mientras le lanzaba un feroz golpe que logró esquivar, pero con su otra mano ya estaba listo para volver a arremeter.

Hercus cruzó sus brazos para amortiguar su puño, pero era demasiado fuerte, provocando que saliera impulsado hacia atrás. Cerró uno de sus ojos debido al tremendo dolor que hacía temblar sus extremidades; era como si recibiera el golpe directo de un gran martillo. Si alguien normal o sin entrenamiento lo hubiera recibido, ya tendría todos los huesos rotos. Volteó la mirada hasta donde estaba su majestad Hileane. Si ella estuviera en plenitud de salud, ya habrían acabado con esa terrible bestia; con su escarcha, ya sería una estatua gélida y, con sus pinchos, solo quebrados pedazos de hielo adornarían el piso de la sala real. Respiró de manera intermitente para llenar pulmones, agitados. Volvió a concentrarse en el desfigurado enemigo. Se agachó esquivando su fuerte golpe, dio un brinco y chocó su codo en su mejilla. Se giró y estando de espaldas, la mitad del cuerpo de la bestia se congeló. Miró a la reina, la cual tenía su mano extendida hacia el monstruo. Así que no desaprovechó la oportunidad, se arrojó encima de él y con sus brazos apretó el cuello, haciendo que sus pies abandonaran el suelo. Mientras que sus piernas lo rodeaban por el dorso.

Un feroz y terrible rugido ocupó toda la sala, mientras empezaba a moverse violencia, tratando de zafarse de él. El monstruo, en sus arrebatados intentos, lo estrelló contra una de las columnas, pero ni así logró desprenderlo de su dorso; solo hizo robustecer su aprisionado agarrón. Golpeó la parte detrás de sus rodillas, haciendo que el alterado quedara hincado y pisando sus piernas, evitando que se pusiera de nuevo en pie. Llevó una de sus manos hasta un lado de su mandíbula y la otra hacia el lado contrario de su cabeza. Estaba tan cansado que cada parte él le dolía. Observó a todos en la sala. Se centró en su amada y venerada reina que estaba sentada en el piso. Utilizó sus últimas energías y vigor para hacer un movimiento final. Debía acabarlo o esa horrenda criatura los mataría a todos. Tensó los músculos y gritó con desesperación. Así, un crujido se escuchó y el terrible enemigo, por fin, cayó sin vida sobre el piso; le había torcido el cuello y luego le arrancó con la cabeza, solo con su fuerza bruta. No podía ser herido por armas, pero no podía resistirse ante su mayor virtud. Se tumbó sobre el suelo, con la mirada hacia el techo. Inhaló y exhaló de forma jadeante, para recuperar un poco el aire. Pero no tenía tiempo que perder. Había quedado solo en la batalla final y los demás se habían vuelto observadores.

Hercus se puso de pie y caminó algunos pasos, mareado y sin poder mantener bien el equilibrio. Desapareció por la oscuridad que recorría sus venas y apareció al lado de su majestad.

—Quítame esto —dijo la reina Hileane, señalando la espada larga que tenía atravesada en el vientre.

Hercus asintió de inmediato. Agarró la empuñadura de la espada y la sacó con lentitud, sintiendo él, como el arma invisible también era arrancado de su ser. La monarca no emitió ni el más mínimo quejido e hizo sellar sus heridas con su escarcha. Su mirada borrosa, pronto se fue calmando. Vio el precioso rostro de su soberana. Observó un collar que tenía puesto. Lo sostuvo en sus manos y lo sacó del vestido. Entonces, contempló que eran las dos sortijas de matrimonio con la que se había casado con Heris. La había perdido cuando fue desterrado. Pero ella las guardaba. ¿Qué era lo que había hecho? ¿Qué era lo que había pasado con sus padres y con su hermano? Aún había mucho que desconocía y estaba seguro de que su alteza real le mostraría la verdad de lo que había sucedido aquel día de la tragedia en el que todo se había convertido en un caos y había comenzado su contienda contra ella. Herick estaba vivió. ¿Dónde estaba?

Hercus volvió su vista hacia esos ojos plateados, brillantes, tan hechizantes, tan hermoso. Desde que la había conocido, entendía que no podía desear ni tener a la reina como una amante, como su mujer. Eso era algo impensable para un campesino como él. ¿Tener un romance con alguien de la realeza y desposar a la soberana que era la bruja más afamada, temida y majestuosa de la profecía? Su sueño era protegerla y servirle con lealtad, solo eso, había un limite de respeto y reverencia hacia su alteza real. Pero, ¿qué debía hacer ahora? ¿Cómo sucederían las cosas? Había tenido una relación secreta con su majestad, incluso, se habían casado. Aunque no fuera valido por usar otra identidad. Todo lo que estaba pasando colocaba en juicio sus ideales y su propia existencia. La reina Hileane era la mujer que estaba en lo más alto, como una estrella en el firmamento. ¿Cómo un plebeyo podría soñar con tanta grandeza? Eso era imposible. Nunca nadie de marca negrea podía aspirar tan arriba, ni en sus sueños. Mas, sus sentimientos eran algo muy difícil de controlar.

La cargó en sus brazos y se puso en pie. La observaba con fijeza e intensidad. Mucho tiempo la había sentido distante e imposible de alcanzar. Había sido su enemiga y la mujer que más había querido matar. Pero eso había cambiado. Ahora, protegería a su majestad Hileane de todo y de todos los que se levantaran en su contra, como al inicio, como su verdadero sentir y voluntad hacia ella de protegerla de cualquier mal que quisiera dañarla.

—Mi reina —dijo Hercus con anhelo y afecto por su alteza real. Su monarca era la persona que más veneraba, respetaba, admiraba. Pero, también era la mujer de la que estaba enamorado y a la que amaba. Custodiaría a su bruja profecía. Era un designio sobrenatural que él hubiera nacido solo para protegerla. Detalló aquellos labios rojos, pálidos. Entre todas sus afrentas, ¿sería mucho robarle un beso a su majestuosa y poderosa monarca? Sí, lo era. Suspiró con resignación—. Mi gran señora, Hileane. Yo estoy a su servicio.

—Mi guardián —dijo su majestad con voz neutra. Abrazó la nuca de él y se afianzó en las extremidades de su joven guerrero, que la cargaban con agrado y vigor—. Hercus de Glories, mi campeón.

En ese instante entró la guardia real a la sala del trono por todos los accesos del lugar. Sus pasos resonaban como pesuñas de caballos arrebatados. Los arqueros se replegaron en los balcones internos, prepararon sus arcos y apuntaron a los miembros de la marcha sangrienta vestidos de negro que, aún quedaban en pie: Lis, Warren, Godos, Arcier y Darlene. Ellos se juntaron alrededor de Hercus y la princesa, en posición defensiva. Pero estaban siendo rodeados y morirían. Lady Zelara irrumpió por la enorme puerta principal, acompañada de sus mejores soldados. Desenfundaron sus lanzas, espadas y señalaron a Hercus. Era la elite de Glories, encargada de custodiar a la realeza y ellos estaban exhaustos.

—Todos los que han intentado asesinar y que lastimaron a nuestra soberana, deben morir —dijo Lady Zelara, que enfocaba como ese guerrero llamado Hercus había vuelto del exilio y ahora cargaba a su poderosa y magnánima señora.

Lady Zelara estaba ardiendo en rabia. Eso era algo que no iba a permitir y que no toleraría tal falta de respeto contra su suprema monarca. Un plebeyo de marca negra, nunca podría tocar, ni aspirar a estar con una reina de símbolo morado, y menos, si era tan perfecto y poderosa como su majestad Hileane.

Los leones empezaron a rugir de forma potente. Los búhos y las lechuzas iniciaron su tétrico ulular, como un canto que auguraba el inicio del mal.

Hercus acomodó a su gran señora Hileane en sus brazos. Si estaba con ella, podría estar seguro de que todo estaría bien. El hielo de la reina siempre lo había salvado en momentos críticos. Esto no era el final. Sabía que, apenas era el inicio de su historia. Así, dos arqueros dispararon sus flechas, uno se incrustó en la espalda de él y otra en el reverso de su pierna. Apretó los dientes y exhaló para controlar su respiración. Quiso mantenerse de pie. Sin embargo, dejó caer su rodilla derecha en el piso de cristal y luego puso la otra. Estaba a punto de perder la consciencia. Sus manos y su cara estaban cubiertas de sangre negra. El mundo a su alrededor se volvió distante y todo se quedó en silencio. Recordó que su dolor también se reflejaba en su majestad y no quería que ella sufriera. El manto de muerte lo volvió a rondar.

—¡No disparen! —exclamó la princesa Hilianis, colocándose al frente de ellos.

—¡Nooo…! —gritó Hercus, con su voz como si fuera un trueno que retumbó en la sala del trono—. ¡Nooo…!

Ese había sido su último aliento. Sus parpados le pesaban. Cerró sus ojos y su entendimiento abrigado por las sombras al quedarse en oscuridad. Pero los arqueros que tenían el tiro limpio soltaron sus saetas.

Entonces, una lluvia de flechas se dirigía a Hercus y sus compañeros, solo ellos debían morir. Sin saber que, el dolor, el sufrimiento, el alma, el corazón y la vida del guerrero ahora estaba vinculado a la de la reina Hileane. La muerte de Hercus, también significaba el deceso de la magnánima y poderosa bruja de la profecía. El tiempo se detuvo ante el ataque y varias perspectivas se lograron contemplar.

Continuará…

Saga: Cuento de hielo, sangre y oscuridad. PARTE I.