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El diario de un Tirano

Si aún después de perderlo todo, la vida te da otra oportunidad de recobrarlo ¿La tomarías? O ¿La dejarías pasar? Nacido en un tiempo olvidado, de padres desconocidos y abandonado a su suerte en un lugar a lo que él llama: El laberinto. Años, talvez siglos de intentos por escapar han dado como resultado a una mente templada por la soledad, un cuerpo desarrollado para el combate, una agilidad inigualable, pero con una personalidad perversa. Luego de lograr escapar de su pesadilla, juró a los cielos vengarse de aquellos que lo encerraron en ese infernal lugar, con la única ayuda que logró hacerse en el laberinto: sus habilidades que desafían el equilibrio universal.

JFL · War
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El inyar había culminado, pero por la noche, cerca de la caverna se sentía un frío que helaba los huesos, debiendo estar cerca unos de otros para apoyarse con el calor de sus cuerpos.

—No podemos avanzar más —dijo la mujer al acercar las manos al fuego de la fogata—. Ayer Zinon encontró dos podridos vagando por los senderos profundos.

—Debemos —dijo el enano—, el corazón de la tierra habla con nosotros, alegría, y comenta que hay tesoros en lo profundo, mucha alegría.

—Nos estaría mandando a morir, señor —dijo la mujer con forzada deferencia.

—No deseo muerte, hembra, empatía, pero debemos avanzar aún más. Cuando lo encontremos entenderás que fue la decisión correcta, certeza.

La mujer suspiró, asintiendo de mala gana, y se levantó, abrigándose con la capa de piel de lobo recién adquirida.

—Si solo prefiriera enfrentarme a él —suspiró.

El alba desplegaba su majestuosidad en el firmamento, pintando con tonos vivos los alrededores. El Sol se erigía con parsimonia, triunfando sobre las tinieblas del albor. Los rayos de luz se desplazaban con la fuerza de una legión, eliminando sin piedad las sombras que se atrevían a oponerse a su paso. Un nuevo día iniciaba, pero consigo se anudaban los peligros y las incertidumbres de una tierra implacable y feroz. En la distancia, las criaturas residentes del bosque afirmaban su espera, al acecho en las penumbras con la perspicacia y la prudencia inherente a cada raza. Nada era seguro, ningún hecho estaba asegurado, y cada alborada se convertía en una ocasión para sobrevivir o sucumbir, para aquellos que se aventuraban a vivir fuera del dominio del Barlok Orion.

—Abriremos un nuevo camino —dijo Ita, la mujer en el frente.

—¿Cuál de ellos? —preguntó un hombre, acompañado de una banda de tela sucia que cubría su frente.

—El de los podridos —respondió, sin disposición para mentir.

—Por los Sagrados —suspiró otro hombre—, esos malditos enanos nos quieren ver muertos.

—Por favor, Raspak —dijo Ita—, evita esos comentarios, o tendremos problemas con los antar.

—Concuerdo con Ita, de nada nos servirá arriesgar nuestras vidas allá dentro si los antar le mencionan al Barlok que los despreciamos.

Raspak bajó el rostro, afirmando con la cabeza, no tenía los testículos para enfrentarse nuevamente a ese terrible hombre, todavía podía verlo en malos sueños, causando que su despertar fuera abrupto y mojado.

—Haremos lo que hemos venido a hacer —dijo Zinon, el veterano—, y pidamos a los Sagrados que al menos no nos atrapen vivos.

∆∆∆

El silencio descendió sobre la estancia como una espesa niebla, al deslizarse por la puerta la figura del hombre alto, cuyo porte imponente y majestuoso hacía temblar el corazón de aquellos que osaban mirarle directamente a los ojos. Todos, con un gesto casi involuntario de tragar saliva, inhalar aire y desviar la mirada, se volvieron hacia el recién llegado, quién se movía con paso firme y tranquilo.

Una de las mujeres del séquito rompió filas, quedándose al pie de la puerta, con una postura firme, en alerta.

—Carne —dijo al sentarse.

La mujer que había avanzado para acomodar su silla asintió, ordenando con la mirada a las demás sirvientas sobre la encomienda dada.

—Pan dulce —dijo el niño de mirada severa.

—Dos piernas de gallina y fruta —dijo la de cabello platinado, sentándose con una elegancia todavía sin perfeccionar.

—Carne —dijo la alta mujer de tez negra, aunque con cierta reticencia a sentarse, actitud habitual en cada comida que compartía con el joven soberano.

—Yo no quiero nada, gracias. —Nina sonrió, rechazando con amabilidad. Los recuerdos del año anterior todavía presentes en su mente le entregaban imágenes totalmente distintas a las ahora vívidas, y sintió que el presente era mejor, más cálido y brillante para su gente.

—Señora, tres asientos de distancia —dijo Lork de inmediato, recordando la amonestación que había recibido sobre el mismo asunto en una ocasión previa.

—Oh, lo siento —dijo Nina al levantarse con una expresión apenada, deslizándose dos sillas de distancia.

—Puedes sentarte donde quieras —dijo Orion con indiferencia.

—Gracias —asintió con calma y una resplandeciente sonrisa—, pero soy su subordinada, y quiero respetar los rangos.

—Como prefieras.

Pronto la mesa se vio repleta de exquisitos platillos, que inundaron el comedor de un fragante olor a carne y especias.

—Escuché decir a mi hermano que los nuevos esclavos están descontentos. Tengo entendido que algunos dejaron a sus familias. —Su mirada rozó la preocupación por un breve segundo, pero se reincorporó al pensar en lo bueno que había sido Orion con su gente, incluido los esclavos. Para su corazón, no existía un mejor lugar que el territorio de su señor, y aquel pensamiento influyó para menospreciar a los incitadores.

—Sí, Astra me lo mencionó hace un par de días —dijo Orion, engullendo un pedazo de pan caliente—, pero ya se acostumbrarán.

—Podrías matarlos —dijo Lork con la boca llena—. Yo lo haría...

—No, niño —repuso con una mirada severa—, matarlos no es la solución. Los necesito para hacer prosperar estas tierras, y ellos me necesitan para sobrevivir. Si mato alguno, tendré que matarlos a todos para evitar en el futuro una revuelta.

Nina le pasó el paño blanco al niño, y le pidió con la mirada que se limpiará. Lork obedeció, sonriendo con timidez.

—Puede...

Los escandalosos susurros forzaron a Orion a levantarse con brusquedad, llevando su atención a la puerta principal.

—¿Qué sucede? —preguntó al volver su atención a la entrada, la mueca de disgusto acompañaba su rostro, como la fiera mirada.

—Es está mujer... —respondió Alir de inmediato, observando con mala cara a la delgada mujer de cabello castaño.

—Señor Barlok —dijo con total humildad, con una pizca de súplica y dolor—, por favor, por los Sagrados, déjeme ver a mi hija. Sé que usted la tiene.

—Eres una esclava, madre de Itkar, no tienes ningún derecho a hacerme peticiones. —Le miró, apenas percibiendo el paño blanco que inteligentemente había ocupado para cubrir la marca de esclavo debajo de su hombro derecho.

Se levantó de forma imponente, la silla sacudió el comedor con un estruendoso sonido agudo por el rozamiento de la losa, y se acercó, a paso calmo, sin emoción en su semblante.

Alir, recibiendo la muda orden de su señor, tomó de la nuca al hombre que hacía de custodio, obligándole a postrarse de rodillas con la fuerza de su agarre.

—Solo pido lealtad, es lo único que les he pedido. —Con la ayuda de su habilidad [Espadas Danzantes], una espada ilusoria apareció y se desvaneció por su monstruosa velocidad, notándola nuevamente cuando atravesó el pecho del hombre arrodillado—. ¿Qué tanto es eso?

Alir le soltó, dejando que cayera al suelo como un muñeco sucio. Su expresión se mantenía seria, pero su corazón palpitaba con tal fuerza que pensó erróneamente que se saldría de su pecho.

—Me debes la vida mujer de tantas veces que te la he perdonado —Se dirigió a la fémina madura, colocándose frente a ella—, pero hoy me obligaste a matar a quién cuidaba de ti porque lo influenciaste con tu cuerpo. —Otra espada apareció—. Es el último subordinado que mato por tu culpa, la próxima espada —El arma ilusoria se asentó en su cuello—, se dirigirá a tus hijos, y luego a ti. Ahora, vuelve a pedirme algo.

La mujer se arrodilló, cubierta en lágrimas y con el corazón destrozado, había creído que podría, se había engañado que todavía era lo suficientemente atractiva para seducirlo, quería ver de nuevo a su hija, tenerla a su lado, pero olvidó que quién la tenía en sus manos era el mismo monstruo que en una noche había convertido su hogar en un lugar de muerte.

—Le daré tus saludos. —Se volvió a la mesa, cancelando su habilidad—. Llévala de vuelta a su cuarto, y dile a Astra que busqué mejores hombres para custodiarla. Tú, limpia esto.

—Sí, Trela D'icaya.

—Sí, amo.

Volvió a su asiento, indiferente a las miradas aterradas de las sirvientas.

—La señorita Tara nunca fue mala conmigo —dijo Nina, interrumpiendo sus siguientes palabras por la severa mirada del soberano.

—Buena carne. —Arrojó el plato al frente, teniendo como contenido únicamente huesos—. Nina —Se limpió los dientes con la lengua y los labios con un trapo blanco, una costumbre recién adquirida al estudiar la ingiera de alimentos de Fira—, prometí traerte a Itkar, y lo haré. La forma no es importante.

Nina asintió con calma, bajando su mirada al no poder contradecir su determinación, pero sus ojos no engañaban a nadie, la frialdad e intención asesina se proyectaron en ambos orbes al instante que su soberano hizo la mención del de apellido Horson. Lo odiaba con tal devoción que ansiaba el momento para tenerlo frente a ella.

—Señor Orion, por favor, déjeme hablar a mí con Astra —dijo Fira, no era tonta, había entendido entre líneas la advertencia de su soberano, conocía a su hermano y sus hobbies, por lo que ya sentía apropiado que era tiempo de encontrarle una mujer para que formara una familia, y así forzarle a dejar sus escapadas nocturnas.

—Claro. —Se levantó, despidiéndose de la mesa.

Su séquito le imitó, la mayoría había culminado, salvo por Mujina, quién seguía mordiendo una enorme pieza de carne.

—¿Cuando me enseñarás esas habilidades? —preguntó Lork, y Fira se sorprendió al verle sonreír, casi podía asegurar que parecía un niño de verdad.

—Cuándo dejes de quejarte en los entrenamientos.