Rayven se dirigió a una habitación al otro lado del castillo, lejos de donde dormía Angélica. Él no quería escuchar su respiración, oler su aroma, ni siquiera pensar en que ella estuviese cerca de él. No quería preguntarse por qué ella lucía de esa manera y por qué vino aquí, de todos los lugares.
—¿Por qué?
La mujer debió haber perdido la razón. Él podría matarla aquí y nadie lo sabría. No es que les importara la hija de un traidor.
Ningún humano se había atrevido a escalar la colina y llegar a su castillo. Por eso le gustaba este lugar. Podía estar completamente solo, lejos de todos, pero eso ya no era así.
Se fue a sentar en un rincón del cuarto oscuro, tratando de pensar en cualquier otra cosa. Intentando distraerse. Se sentía como si se estuviera asfixiando en su propia casa. No podía soportar más esta tortura, así que volvió a hacer lo que había estado haciendo antes.
Sacó sus garras ya que no tenía su daga consigo, y luego comenzó a desgarrar su rostro.
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