La noche del concurso dejó una marca indeleble en mi memoria. Al salir del escenario, la adrenalina seguía fluyendo por mis venas. A pesar de la presión, de la competencia y del miedo al juicio, nos habíamos entregado a nuestra música ya la conexión que habíamos forjado. Las luces, el sonido, los aplausos, todo se sentía como un sueño. Sin embargo, al regresar a la realidad, el sentimiento de ansiedad volvió.
La semana siguiente se convirtió en un torbellino de emociones. Todos en la escuela hablaban del concurso, y nuestras redes sociales estaban inundadas de mensajes y comentarios. La banda había ganado una buena cantidad de seguidores y, aunque me encantaba ver el reconocimiento que recibimos, el temor al fracaso seguía acechando en mi mente.
Un lunes por la tarde, mientras estábamos ensayando en la sala de música, la noticia que tanto temíamos llegó. Luis, con su habitual entusiasmo, entró con una gran sonrisa.
—¡Chicos! ¡Hemos llegado a la final del concurso! —anunció, agitando un papel con una lista de las bandas seleccionadas.
El aire se llenó de alegría y júbilo. Todos comenzaron a celebrar, pero en el fondo de mi mente, la presión se hacía más fuerte. La final se celebraría en un auditorio más grande, y eso significaba que habría más ojos sobre nosotros. A pesar de la felicidad que sentía por el logro, no podía evitar que la ansiedad se apoderara de mí.
Ana, percibiendo mi inquietud, se acercó y me susurró: —No te preocupes. Estamos en esto juntos. Recuerda lo que dijimos: hagamos esto por la música y por nosotros, no por ganar.
Su apoyo me tranquiliza, pero aún así, las noches antes de la final están llenas de insomnio y nervios. Las horas de ensayo se intensifican, y aunque la música se siente más fuerte, el peso de las expectativas también crece. El día de la final, mi estómago está hecho un nudo, y apenas puedo comer.
Al llegar al auditorio, la magnitud del evento me golpea. La sala está llena, con luces brillantes y un ambiente electrizante. Mientras esperamos nuestro turno, puedo sentir la ansiedad en el aire. Otros músicos, igual de nerviosos, también se están preparando para subir al escenario.
Cuando finalmente es nuestro turno, nos reunimos en un círculo de nuevo. Con la mano de Ana en la mía, siento una oleada de calma. —Recordemos por qué estamos aquí —digo, intentando inspirar confianza en todos.
-¡Si! ¡Por la música! —responde Luis, levantando su guitarra.
Al subir al escenario, la multitud estalla en aplausos. Las luces se enfocan en nosotros, y por un breve instante, me olvido de todo lo que hay fuera de ese momento. Comenzamos a tocar, y en la primera nota, todo encaja. La música nos envuelve, y la conexión entre nosotros y el público es palpable.
A medida que avanzamos en nuestra presentación, cada acorde se siente como una parte de nosotros. La energía es contagiosa, y la multitud responde con entusiasmo. Al final, con una explosión de aplausos, nos inclinamos, sintiendo que hemos dejado todo en el escenario una vez más.
Después de nuestra actuación, llega el momento de la verdad. Los jueces deliberan, y la tensión en el aire es casi insoportable. La sala está llena de murmullos, y puedo ver a otros competidores con el mismo nerviosismo en sus rostros.
Finalmente, uno de los jueces se acerca al micrófono, y el silencio se apodera de la sala. —Hemos visto actuaciones increíbles, pero el premio va a la banda que nos ha dejado sin palabras... ¡A la Banda de Samuel y Ana!
La ovación que sigue a esa declaración es ensordecedora. Mis piernas flaquean por un momento mientras la realidad se asienta. Nos miramos, incrédulos, y luego, entre abrazos y risas, subimos al escenario a recibir nuestro premio.
La emoción es indescriptible. No solo hemos ganado un concurso; Hemos validado nuestras historias y nuestra música. Al mirar a Ana, veo su rostro iluminado por la felicidad, y en ese instante, sé que este es solo el comienzo.