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Capítulo 88: Entre Mármol y Misterios

El trío inmortal avanzó por las calles de Ostia, sus pasos resonando suavemente en los adoquines mientras sus ojos absorbían los matices de la vida que se desplegaba a su alrededor. La ciudad, aunque no tan grandiosa como la Roma de la que tanto habían oído hablar, poseía su propio encanto y bullicio, una mezcla de lo mundano y lo maravilloso.

Las tiendas a lo largo de las calles ofrecían una variedad de mercancías, desde tejidos finos y joyas hasta frutas frescas y especias exóticas. Los vendedores proclamaban la calidad de sus productos con voces fuertes y persuasivas, mientras que los compradores regateaban con igual fervor.

Adrian observó a los humanos a su alrededor, sus vidas efímeras parpadeando como llamas titilantes en la inmensidad de su existencia eterna. Había una belleza en su transitoriedad, una chispa de lo divino en sus alegrías y tragedias cotidianas.

Clio, con su cabello oscuro fluyendo suavemente detrás de ella, se detuvo para observar a una anciana que vendía flores, sus dedos arrugados acariciando delicadamente los pétalos mientras susurra palabras suaves a cada brote y capullo. Había una ternura en sus ojos que hablaba de años de cuidado y devoción, y por un momento, Clio se encontró sumida en una reflexión silenciosa.

Lysandra, por otro lado, se sintió atraída por un grupo de niños que jugaban en una plaza cercana, sus risas y gritos de deleite creando una melodía que desafiaba las preocupaciones y penas del mundo adulto. Sus ojos, que habían visto siglos pasar, se suavizaron al observar la inocencia y la alegría desenfrenada que se desplegaba ante ella.

Mientras continuaban su camino, las estructuras a su alrededor comenzaban a cambiar, volviéndose más grandiosas y opulentas a medida que se acercaban a la vía Appia, la carretera que los llevaría directamente al corazón de Roma. La piedra y el mármol se alzaban en estructuras majestuosas, y la presencia de la riqueza y el poder era palpable en el aire.

Adrian, Clio y Lysandra se detuvieron en la entrada de la vía, sus ojos fijos en el camino que se extendía ante ellos. Roma, con sus promesas y misterios, los esperaba, y aunque la eternidad les había enseñado la paciencia, había una anticipación palpable entre ellos.

Con un asentimiento silencioso, Adrian lideró el camino, sus pasos firmes y decididos mientras se adentraban en la vía Appia. Los árboles a ambos lados del camino creaban un dosel de sombras y luz, y a lo lejos, podían ver las primeras señales de la grandiosidad de Roma.

Clio y Lysandra siguieron, sus figuras gráciles moviéndose con una elegancia que hablaba tanto de su naturaleza sobrenatural como de su nobleza inherente. Aunque el mundo a su alrededor había cambiado, su vínculo, forjado a través de los siglos, permanecía inquebrantable.

Y así, los tres inmortales, cada uno cargado con sus propios secretos y anhelos, avanzaron hacia la ciudad eterna, inconscientes de cómo sus destinos se entrelazarían con los de la creciente República Romana, tejiendo una tapeztría de sombras y luz en la vasta expanse de la historia.