«Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad». Publicada por primera vez en 1948, «Indigno de ser humano» es una de las novelas más célebres de la literatura japonesa contemporánea. Su polémico y brillante autor, Osamu Dazai, incorporó numerosos episodios de su turbulenta vida a los tres cuadernos que conforman esta novela y que narran, en primera persona y de forma descarnada, el progresivo declive como ser humano de Yozo, joven estudiante de provincias que lleva una vida disoluta en Tokio. Repudiado por su familia tras un intento de suicidio e incapaz de vivir en armonía con sus hipócritas semejantes, Yozo malvive como dibujante de historietas y subsiste gracias a la ayuda de mujeres que se enamoran de él pese a su alcoholismo y adicción a la morfina. Sin embargo, tras el despiadado retrato que Yozo hace de su vida, Dazai cambia repentinamente de punto de vista y nos muestra, mediante la voz de una de las mujeres con las que Yozo convivió, una semblanza muy distinta del trágico protagonista de esta perturbadora historia. «Indigno de ser humano» se ha convertido, con el paso de los años, en una de las obras más populares de la literatura japonesa, superando los diez millones de ejemplares vendidos desde su primera publicación en 1948.
Vi tres fotografías de aquel hombre. La primera podría decirse que era de su infancia, tendría unos diez años. Estaba rodeado de un gran número de mujeres —imagino que serían sus hermanas y primas—, de pie, a la orilla de un estanque de jardín, vestido con un hakama[1] de rayas ralas. Tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda unos treinta grados y mostraba una desagradable sonrisa. ¿Desagradable? Tal vez las personas poco sensibles a los asuntos de belleza comentarían con indiferencia: «¡Qué niño tan gracioso!».
Aunque, de hecho, era suficientemente «gracioso» como para que este vago cumplido dirigido al rostro del niño no pareciera fuera de lugar, alguien con sólo un poco de sentido estético exclamaría: «¡Qué niño tan horrible!» a la primera mirada y quizá apartaría de un manotazo la fotografía con repugnancia, como quien ahuyenta una oruga.
Desde luego, cuanto más se mirase el rostro sonriente del niño, más producía una indescriptible impresión siniestra. En realidad, no era un rostro sonriente. El niño no sonreía en absoluto. Una prueba era que tenía los puños apretados. Nadie puede sonreír con los puños cerrados con fuerza. Era un mono. El rostro sonriente de un mono, todo arrugado. Era un rostro tan raro que daban ganas de exclamar: «¡Qué chiquillo tan arrugado!»; tan repugnante que revolvía el estómago. Jamás he visto a un niño con una expresión tan extraña.
El rostro en la segunda fotografía era tan diferente que causaba sorpresa. Era de la época de estudiante. No se podía apreciar si de secundaria o ya estaba en la universidad, pero era un muchacho extraordinariamente apuesto. Mas, de nuevo, acontecía algo extraño: no daba la impresión de tratarse de un ser vivo. Iba vestido con un uniforme, de cuyo bolsillo delantero asomaba un pañuelo blanco, y estaba sentado en un sillón de mimbre con las piernas cruzadas. También sonreía, pero esta vez no era el rostro arrugado de un mono sino que mostraba una sonrisa inteligente. Sin embargo, era distinta a la sonrisa de un ser humano. ¿Cómo decirlo? Le faltaba el peso de la sangre, la aspereza de la vida. No producía el efecto de tener sustancia; no tenía ni el peso de un pájaro, apenas el de una pluma. Era una simple hoja de papel blanco con una sonrisa por completo artificial. Utilizar los adjetivos pedante, frívolo, falso, sería poco. Y, por supuesto, tampoco servía el término dandismo. No obstante, mirándolo bien, este guapo estudiante producía una sensación horripilante, de mal agüero. Nunca he visto a un muchacho tan bien parecido con un aspecto tan peculiar.
La última fotografía era la más horrible de todas. No se podía adivinar su edad, aunque parecía tener algunas canas. Estaba en una habitación muy deteriorada; se veía con claridad que la pared se estaba desmoronando en tres lugares. Esta vez no sonreía, ni tampoco tenía expresión alguna. Sentado en una esquina, se calentaba las manos en un pequeño brasero. La fotografía producía la impresión lúgubre de que estaba muriendo. Era espeluznante. Y no sólo esto. El tamaño del rostro en la imagen me permitió observar sus facciones con detalle; la frente era normal y sus arrugas también, así como las cejas, los ojos, la nariz y la barbilla. Aaah…, no era sólo que el rostro no tuviera expresión; tampoco producía ningún tipo de impresión. No poseía características propias. Al cerrar los ojos después de ver la fotografía, el rostro desaparecía de mi memoria. Podía recordar la pared y el pequeño brasero; pero la impresión del rostro se había borrado y no había manera de recordarla. Nunca podría pintarse un retrato de él. Tampoco hacerse una caricatura. Ni siquiera existiría la satisfacción de, al abrir los ojos, poder exclamar: «¡Ah, era así el rostro!». Para expresarlo de la forma más extrema, al abrir los ojos y observarlo de nuevo, tampoco conseguía reconocerlo. Me resultaba fastidioso, irritante hasta el punto de hacerme apartar la mirada.
Incluso una máscara de muerte sería más expresiva y causaría más impresión. Me pregunté si el colocar la cabeza de un caballo de carga sobre un cuerpo humano produciría una sensación tal. En fin, mirarlo me provocaba un escalofrío de repugnancia. Nunca hasta entonces había visto un rostro humano tan extraño.