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Segundo cuaderno de notas

A la orilla del mar, tan cerca que podría parecer que allí mismo rompían las olas, crecía una hilera de más de veinte enormes cerezos silvestres de tronco negruzco. Cada abril, cuando comenzaba el curso, los cerezos abrían sus espléndidas flores, junto con las hojas nuevas de color verde pardo y apariencia húmeda, que se recortaban contra el azul del mar. Después caían los pétalos como una tormenta de nieve, se esparcían sobre el agua, se quedaban flotando como pálidas incrustaciones de nácar y volvían a la arena. Esa playa era la zona de recreo de la escuela secundaria donde estudiaba, en la región de Tohoku. Pese a que no había preparado como era debido el examen de ingreso, logré que me aceptaran. La gorra y los botones del uniforme lucían como emblema una flor de cerezo estilizada.

Cerca de la escuela se encontraba la casa de unos parientes lejanos. Esta fue una de las razones por las que mi padre había elegido esta escuela de los cerezos junto al mar. Yo quedé a cargo de esta familia, cuya casa estaba tan próxima que, incluso saliendo después de oír la campana matinal, podía llegar a tiempo a clase. Era un estudiante bastante perezoso; sin embargo, mi bufonería hizo que cayera bien a mis compañeros.

Por primera vez, vivía en un lugar distinto a mi vieja casa natal, y se me hacía mucho más agradable. Quizá en parte se debiera a que había perfeccionado mi bufonería y ya no me costaba prácticamente esfuerzo alguno; pero también influía el cambio de hacerlo ante parientes o extraños, en el propio lugar o en otro distinto. La diferencia de representar en ambos lugares sería significativa hasta para un genio o el propio Jesucristo. Para un actor, el escenario más duro es el teatro de su propia ciudad. Imagino que, incluso para alguien con talento, es imposible hacer una buena actuación ante todos los parientes reunidos en una sala. Pero yo lo conseguí y, además, con notable éxito. Con tal experiencia, era imposible fallar en un lugar ajeno.

Quizá, en el fondo de mi corazón, se había incrementado el miedo ante el ser humano, pero era capaz de representar el papel elegido con creciente soltura. En el aula, podía hacer que todos se rieran en cualquier momento y, aunque el maestro se quejaba de que sólo sería posible dar una buena clase si yo no estuviera, lo cierto es que tenía que colocarse la mano ante la boca para ocultar que se le escapaba la risa. Hasta podía hacer estallar en carcajadas al instructor de prácticas militares, que tenía una estentórea voz de bárbaro.

Cuando ya empezaba a relajarme, convencido de haber logrado la identidad deseada, recibí una puñalada por la espalda. Como suele acontecer, el agresor era el más debilucho de la clase, de rostro pálido e hinchado, y vestido con ropas tan holgadas como un antiguo cortesano, prueba irrefutable de que las había heredado de su padre o de algún hermano. Para redondear, era un desastre en todos los estudios y tan torpe en ejercicios militares o gimnasia que todos lo tenían casi por un perfecto idiota. Hasta yo no me di cuenta de la necesidad de estar alerta contra él.

Cierto día, a la hora de gimnasia, ese muchacho —creo recordar que se llamaba Takeichi—, ese tal Takeichi, estaba observando cómo hacíamos ejercicios en las barras. Con la expresión de tratar de hacerlo lo mejor posible, me lancé a la barra con un grito. Pero pasé de largo y caí sentado en la arena con un sonoro golpetazo. Era un fallo premeditado, pero todos se murieron de risa y yo me levanté con una sonrisa compungida, sacudiéndome la arena de los pantalones. Fue entonces cuando Takeichi se me acercó por la espalda y me dijo en voz muy baja: «Lo has hecho a propósito».

Me quedé temblando. Si alguien hubiera podido darse cuenta de que fallé a propósito, nunca se me hubiera ocurrido que fuera Takeichi, precisamente. Durante unos momentos, me pareció que el mundo había quedado envuelto en las llamas del infierno y tuve que hacer un gran esfuerzo para no dar un grito enloquecido.

Pasé los días siguientes sumido en la inquietud y el miedo. En la superficie continuaba, como siempre, haciendo reír con mi infeliz bufonería; pero, de repente, se me escapaban unos suspiros sofocados. Hiciera lo que hiciese, Takeichi descubría mis intenciones; seguro que pronto me pondría en evidencia ante toda la escuela. Sólo de pensarlo, se me cubría la frente de sudor y me ponía a echar miradas a mi alrededor con la extraña expresión de un loco. No me hubiera separado de Takeichi desde la mañana hasta la noche, para asegurarme de que no divulgara mi secreto. Pensé en consagrarle mi tiempo, a fin de convencerle de que mi bufonería no era forzada sino genuina; si fueran las cosas bien, me convertiría en su mejor amigo; pero, si fuera imposible, no me quedaría más remedio que rezar para que muriera. Por supuesto, no deseaba matarle. En toda mi vida, muchas veces he deseado ser asesinado, aunque ni una sola he pensado en quitar la vida a nadie. Será porque, al contrario, deseo hacer felices a las demás personas.

Para ganarme a Takeichi, opté por la amable sonrisa cristiana, con el cuello inclinado treinta grados a la izquierda, y por rodearle levemente los escuálidos hombros hablándole con fingida dulzura cuando le invitaba a mi casa. Pero él se quedaba siempre callado, con una expresión indefinida. Cierto día, creo recordar que fue a principios de verano, comenzó a llover a cántaros después de que se terminaran las clases. Los compañeros parecían no saber cómo arreglárselas para volver a casa. Como la mía estaba muy cerca, me dispuse a llegar en una corrida. Entonces, junto a la estantería del calzado, vi a Takeichi que estaba de pie con aspecto decaído y le propuse que me acompañara a casa, que le prestaría un paraguas. Como vacilaba, le tomé de la mano y salimos corriendo bajo la lluvia. Al llegar, le pedí a mi tía que secase nuestras chaquetas y así logré llevármelo a mi habitación, en la primera planta.

En esa casa vivían mi tía, que había pasado de los cincuenta, una prima de unos treinta años, con gafas, alta y de aspecto enfermizo —se había casado, pero regresó a su hogar materno— y otra que había terminado la escuela secundaria poco tiempo atrás. No se parecía en nada a su hermana, ya que era bajita y con un rostro redondo. En la planta baja de la casa había una pequeña papelería, que también vendía algunos artículos de deporte. Sin embargo, la fuente principal de ingresos de la familia eran las rentas de seis viviendas que había dejado mi fallecido tío.

—Me duelen los oídos —dijo Takeichi, de pie en mi habitación.

—¿Será porque te entró agua con la lluvia?

Cuando eché una mirada, ambas orejas mostraban síntomas de una espantosa otorrea. Tenían tanto pus que parecía estar a punto de desbordarse por los lóbulos.

—¡Qué barbaridad! ¡Con razón te duele! —exclamé, exagerando a propósito, y añadí con palabras bondadosas como las de una mujer—: Perdona que te haya arrastrado a venir bajo esa lluvia.

Bajé para buscar algodón y alcohol. Entonces acomodé la cabeza de Takeichi sobre mis rodillas y le desinfecté los oídos con esmero. Ni él se dio cuenta de que todo era un montaje hipócrita.

—Seguro que muchas mujeres se enamorarán de ti —dijo con la cabeza en mi regazo.

Fue un cumplido vacío, pero resultó una profecía diabólica, como nunca hubiera podido imaginar ese Takeichi. Que se enamoraran de mí o que yo me enamorara de ellas… Qué impresión tan vulgar y burlesca me producían estas palabras; mas, al mismo tiempo, cuánta complacencia. Por más solemne que fuera el momento, al aparecer alguna de esas palabras, se desmoronaban los templos de la melancolía y quedaba un sentimiento de vacío. Aunque, curiosamente, si se reemplazara la expresión «el problema de que se enamorasen de uno» por la más literaria de «la inquietud de ser amado», los templos de la melancolía se podrían mantener a salvo.

Takeichi me obsequió con el estúpido elogio de que «muchas mujeres se enamorarían de mí» porque tuve la amabilidad de limpiar el pus de sus oídos. En ese momento, me ruboricé y me limité a sonreír en silencio, aunque ya tenía una leve idea de que podría tener razón. Pero usar esa expresión causaba un efecto simplón de galancillo de teatro, muy distinto de mis premoniciones.

A mí siempre me costó mucho menos entender a los hombres que a esa clase de ser humano llamado mujer. En mi casa, las mujeres siempre fueron más numerosas que los hombres; lo mismo ocurría entre mis parientes cercanos, y también fue una mujer la sirvienta del delito. Cuando era pequeño solía jugar sólo con niñas, pero no creo exagerar si digo que me relacionaba con ellas con la cautela de quien anda sobre una fina capa de hielo. No podía entenderlas. Andaba totalmente a oscuras en lo que a ellas se refería y, a veces, como si hubiera pisado la cola de un tigre, terminaba con penosas heridas. Al contrario de lo que sucede con las causadas por el látigo de un hombre, esas heridas eran profundas y dolorosas, como si de una hemorragia interna se tratase, y resultaban muy difíciles de curar.

Las mujeres me atraían hacia ellas, sólo para dejarme tirado después. Cuando había gente delante me trataban con desprecio y frialdad, sólo para abrazarme con pasión al quedarnos solos. También me di cuenta de que las mujeres duermen con tanta profundidad como si estuvieran muertas; me pregunto si no viven para dormir. Estas y otras observaciones las hice siendo un niño, llegando a la conclusión de que parecen una raza totalmente distinta de los hombres. Y lo más raro es que estos seres incomprensibles, con los que hay que andarse con tiento, siempre me han protegido. No he dicho «enamorarse de mí» o «amarme». Esto no se correspondería con la realidad. Quizá sea más exacto decir que «me han protegido».

Además, me siento más cómodo haciendo las bufonerías ante mujeres. Los hombres no van a reír mucho tiempo de mis representaciones. Sé que, si con el entusiasmo del momento se me va la mano, la cosa terminará mal; por eso, pongo extremo cuidado con parar en el punto justo. Pero las mujeres no conocen la moderación. Por más que prolongue mi bufonería, me piden más y más hasta dejarme agotado. Hay que ver cómo se ríen. Está claro que las mujeres saben disfrutar de los placeres más que los hombres.

Las hermanas de la casa donde vivía cuando estudiaba secundaria solían visitarme a mi habitación en sus ratos libres. Cada vez que llamaban me daban un sobresalto considerable.

—¿Estás estudiando?

—No, qué va —decía con una sonrisa, cerrando el libro—. ¿Sabéis qué? Hoy en la escuela, el maestro de geografía, apodado Kombo…

Y me lanzaba a contar historias divertidas, sin relación alguna con lo que tenía en la mente.

Cierta noche, ambas vinieron a mi habitación y, después de hacerme representar mis bufonerías un buen rato, la menor me dijo:

—Yochan, pruébate las gafas.

—¿Para qué?

—Tanto da, pruébatelas. Anda, toma las gafas de Anesa[7].

Solían hablar con brusquedad, como si dieran una orden. El bufón se puso dócilmente las gafas. Enseguida, las dos se comenzaron a morir de risa.

—¡Pero si es igualito a Harold Lloyd! ¡Idéntico!

En esa época, este actor extranjero tenía mucho éxito en Japón.

—Señoras y caballeros —comencé, levantándome y alzando una mano para saludar—, quisiera agradecer a mis admiradores japoneses…

Las hermanas se desternillaban. A partir de ese día, siempre que llegaba una película de Harold Lloyd al cine local la iba a ver y estudiaba en secreto sus expresiones.

Una tarde de otoño, cuando estaba leyendo en la cama, Anesa entró veloz como un pájaro a mi habitación y se dejó caer llorando sobre el edredón.

—Me vas a ayudar, ¿verdad, Yochan? ¿A que sí? Nos marcharemos juntos de esta casa, ¿vale? Ayúdame, ayúdame, por favor —dijo con desespero, poniéndose a llorar de nuevo.

No era la primera vez que una mujer se mostraba así conmigo. Por eso, no me asusté ante las palabras exaltadas de Anesa; más bien me aburrió su vacuidad y falta de sustancia. Me levanté, tomé un caqui de encima del escritorio, lo pelé y le di un pedazo.

—¿No tienes algún libro interesante para prestarme? —dijo, comiéndose el caqui entre sollozos.

Saqué de mi estantería Soy un gato, de Natsume Soseki.

—Gracias por el caqui —dijo, sonriendo un poco avergonzada, y salió de la habitación.

No ha sido sólo con Anesa. Comprender los sentimientos de cualquier mujer es más complicado y desagradable que estudiar las emociones de una lombriz. Según mi experiencia, que viene de cuando era niño, cuando una mujer se pone a llorar de repente, lo mejor es ofrecerle algún dulce y enseguida mejora su humor.

Su hermana menor, Secchan, solía traer a sus amigas a mi habitación y, como era mi costumbre, me ocupaba de divertirlas a todas por igual. Cuando se marchaban, Secchan las criticaba sin falta diciendo que no eran buenas muchachas y que tuviera cuidado. Si era así, ¿por qué se molestaba en invitarlas? En todo caso, a causa de ella mis visitantes eran casi siempre mujeres.

Sin embargo, esto no significa que se hubiera comenzado a cumplir el elogio de Takeichi de que las mujeres se enamorarían de mí. Ni mucho menos. Yo no era más que el Harold Lloyd de Tohoku. Las palabras ignorantes de Takeichi, esa profecía horrible, todavía tardarían bastantes años en cumplirse, tomando vida de una forma desafortunada.

Takeichi me hizo otro regalo valioso.

—Mira, ¡el retrato de un fantasma! —exclamó un día, mostrándome una lámina de colores al entrar en mi habitación.

«¿Qué es esto?», pensé. En ese momento me estaba mostrando el camino de escape, como supe muchos años después. Yo conocía la imagen. No se trataba más que del conocido autorretrato de Van Gogh. Cuando era pequeño, la escuela impresionista francesa estaba muy de moda en Japón. Nuestro aprendizaje de arte occidental solía comenzar por esos trabajos. Incluso una escuela secundaria de provincias tenía reproducciones de cuadros de Van Gogh, Gauguin, Cézanne y Renoir, entre otros. Yo había visto muchas de estas pinturas. Conocía bastantes obras de Van Gogh y recuerdo haber encontrado interesante el uso tan vivo de los colores; pero nunca se me pasó por la cabeza que fueran pinturas de fantasmas.

—¿Qué te parecen estas? ¿También son fantasmas? —dije, mostrándole un libro de láminas de Modigliani, con mujeres desnudas de piel bronceada, que acababa de sacar de mi estantería.

Takeichi abrió los ojos admirado.

—¡Anda! Parecen los caballos del infierno.

—Ya. O sea que fantasmas…

—Me gustaría dibujar a fantasmas como estos.

Las personas que temen a otros seres humanos desean ver espectros de apariencia todavía más horrible; las que son nerviosas y se asustan con facilidad, rezan para que la tormenta sea lo más violenta posible; y ciertos pintores, que han sufrido a causa de unos fantasmas llamados seres humanos, acaban creyendo en cosas fantásticas y viendo espectros en pleno día, en medio de la naturaleza. Pero ellos no se dedican a engañar con bufonerías, se esfuerzan en pintar exactamente lo que vieron. Tal como dijo Takeichi, pintaron «cuadros de fantasmas», ni más ni menos. Entonces supe que esos fantasmas serían mis amigos de ahora en adelante. Me excité tanto que apenas pude contener las lágrimas.

—Yo también voy a pintar. Pintaré cuadros de fantasmas, de caballos del infierno —dije a Takeichi, bajando mucho la voz sin saber por qué.

Desde la escuela primaria, me gustó tanto pintar como mirar cuadros. Pero las pinturas nunca obtuvieron un reconocimiento similar al de mis historietas. Lo cierto es que no tenía la menor confianza en las opiniones de los seres humanos y, en lo que a mí respecta, las historietas eran una de mis bufonadas para saludar al público. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria, los dibujos encantaban a mis maestros, pero a mí no me interesaban en absoluto.

Sólo me esforcé con las pinturas —los dibujos eran otra cosa— e intenté crear mi propio estilo, por infantil que fuera. Los libros de la escuela con dibujos para copiar eran de lo más aburrido; las pinturas de los maestros, desastrosas; y yo me vi obligado a buscar como pude una forma de expresión.

Cuando comencé la escuela secundaria, ya tenía los útiles necesarios para pintar al óleo. Intenté copiar las obras impresionistas, pero el resultado fueron pinturas tan muertas como figuras recortables, y me di cuenta de que seguir por este camino sería un error. Vaya tontería y falta de criterio el intentar mostrar un objeto hermoso con esa belleza. Los maestros eran capaces de plasmar la belleza en objetos de lo más trivial e incluso encontraban interesante describir algo tan feo que causara náuseas por el puro placer de expresarse, sin preocuparse de la opinión ajena. Después de que Takeichi me iniciara de un modo tan primitivo en el secreto de la pintura, me dediqué a pintar autorretratos, cuidando de que no los vieran mis visitantes femeninas.

Mis cuadros eran tan lúgubres que casi me dejaban helado a mí mismo. En ellos estaba plasmada mi verdadera naturaleza, que mantenía escondida en lo más profundo de mi corazón. En la superficie me reía alegremente y hacía reír a los demás; pero, en realidad, era así de sombrío. Como no había nada que hacer, en secreto afirmaba esta naturaleza. Sin embargo, aparte de Takeichi, no se los mostré a nadie. Si alguien descubriese mi lobreguez tras la máscara de bufón, seguro que comenzaría una estrecha vigilancia. Por otra parte, existía el peligro de que no reconocieran mi verdadera naturaleza y lo tomaran como una bufonada más, lo que causaría grandes risotadas. Esto sería lo más horrible que pudiera suceder. Y así, cada vez que terminaba un cuadro, me apresuraba a esconderlo en el fondo del armario.

Desde luego, en la clase de dibujo nunca mostré mi «estilo espectral» y continué pintando como hasta ahora las cosas bonitas como tales con la pertinente mediocridad.

Sólo podía mostrar a Takeichi, y lo hacía como lo más natural, mi carácter sensible. Cuando vio mis primeros autorretratos, me elogió muchísimo. Al mostrarle dos o tres de mis cuadros de fantasmas, hizo su segunda profecía: «Serás un gran pintor».

Cuando me marché a Tokio, llevaba grabadas en la cabeza las dos profecías del bobalicón de Takeichi: que las mujeres se enamorarían de mí y que sería un gran pintor.

Quería entrar en una escuela de arte, pero mi padre me puso en una escuela superior con la intención de convertirme en un funcionario. Como ya estaba decidido y yo no estaba acostumbrado a llevar la contraria, obedecí sin preocuparme demasiado. Me había ordenado que hiciera el examen en el cuarto año, uno antes de terminar el colegio, y así lo hice. En realidad, estaba ya más que harto de mi escuela junto al mar con los cerezos. Como aprobé, entré en la escuela de Tokio sin terminar el quinto año. Enseguida tuve la oportunidad de experimentar la vida en un dormitorio estudiantil, aunque la suciedad y la violencia me resultaron insoportables. Ahí no estaba la cosa para bufonerías. Conseguí que un médico me diagnosticara una dolencia pulmonar y me trasladé a la residencia de mi padre en Sakuragicho, en el barrio de Ueno. Tenía claro que nunca me hubiera podido acostumbrar a esa vida. Me causaba escalofríos oír acerca del ardor y el orgullo de la juventud, y, en cuanto al espíritu estudiantil, era algo que no iba conmigo en absoluto. Tanto las aulas como el dormitorio eran escenario de los deseos sexuales más retorcidos. Aquello era un vertedero donde no servían para nada mis habituales actuaciones de bufón.

Cuando no había sesiones en el parlamento, mi padre no pasaba más que una o dos semanas al mes en la casa. En su ausencia, tan sólo quedábamos tres personas en la gran residencia: una pareja de ancianos que se ocupaban de todo y yo.

Por mi parte, faltaba bastante a clase, aunque no porque me dedicara a conocer los lugares famosos de Tokio —parece que acabaré por no visitar nunca el santuario de Meiji, la estatua de Masashige Kusunoki o las tumbas de los cuarenta y siete samuráis—, sino que me pasaba el día entero en casa, leyendo o pintando.

Cuando mi padre estaba en Tokio, cada mañana me apresuraba a la escuela, aunque a veces iba a una clase de pintura del maestro Shintaro Yasuda, en Sendagicho, del barrio de Hongo. Me solía pasar hasta tres o cuatro horas practicando dibujo. Lo cierto es que iba a clase como simple oyente desde que dejé el dormitorio. Quizá se tratase tan sólo de envidia, pero, en todo caso, nunca tuve un sentimiento definido de pertenecer al mundo estudiantil. Desde la escuela primaria y secundaria a la superior, jamás comprendí el amor por la propia escuela, y ni una sola vez me tomé la molestia de aprenderme el himno.

Al poco tiempo de estudiar pintura, uno de mis compañeros me hizo conocer el alcohol, el tabaco, las prostitutas, las casas de empeño y el pensamiento de izquierda. Parece una combinación un poco rara, pero así aconteció en realidad.

Este compañero se llamaba Masao Horiki. Había nacido en Shitamachi, la zona castiza de Tokio, y era seis años mayor que yo. Se había graduado en una escuela de arte, pero como no tenía taller en casa iba regularmente a la clase para continuar aprendiendo pintura occidental.

Nos conocíamos de vista y no habíamos hablado ni una sola vez cuando cierto día me dijo:

—Oye, ¿me prestas cinco yenes?

Me quedé tan turbado que se los pasé sin más.

—¡Estupendo! Vamos a tomar una copa. Hoy invito yo.

No podía negarme. Me llevó a un café en Horaicho, cerca del taller de pintura. Este fue el principio de nuestra amistad.

—Ya hace tiempo que me había fijado en ti. Eso, eso. Esta sonrisa tímida tuya es característica de los artistas prometedores. Bueno, vamos a brindar por nuestro encuentro. ¡Salud! Eh, Kinu —dijo, dirigiéndose a la camarera—, ¿no te parece guapo el muchacho? Pero no te vayas a enamorar de él. Desde que llegó al taller de pintura, por desgracia he pasado a ser el segundo más guapo de la clase.

Horiki tenía un rostro moreno de facciones regulares y, lo que era muy poco habitual en un estudiante de pintura, vestía un traje muy decente con una corbata discreta, y llevaba fijador en el cabello dividido en el centro por una raya impecable.

Como el lugar no me era familiar, al principio no hacía más que cruzar y descruzar los brazos, entre sonrisas ciertamente tímidas, pero después de dos o tres vasos de cerveza comencé a sentirme muy ligero, con una curiosa sensación de liberación.

—¿Sabes? Había estado pensando en matricularme en una escuela de arte y… —comencé, pero él me cortó enseguida.

—¡Ni se te ocurra! No sirve para nada. Las escuelas son de lo más inútil. Nuestros maestros deben ser la naturaleza y nuestros sentimientos respecto a ella.

A decir verdad, sus opiniones no me merecieron ningún respeto. Se me ocurrió que podría ser un imbécil y sus cuadros una birria, pero sería un buen compañero de diversión. Era la primera vez en la vida que me topaba con un habitante urbano de vida licenciosa. Aunque él y yo éramos completamente distintos, nos parecíamos mucho en que estábamos muy alejados de la vida cotidiana de los seres humanos. Pero lo que nos diferenciaba mucho era que Horiki no tenía conciencia de la farsa, ni se daba cuenta de la miseria que conllevaba.

Lo despreciaba porque sólo vivía para divertirse, y sólo me relacionaba con él como compañero de diversión. A veces me avergonzaba de su amistad, pero me dejé llevar por él y, al final, resulté derrotado.

Al principio pensaba que Horiki era un buen tipo, un tipo fuera de lo común.

Hasta yo, que tenía tanto miedo a la gente, pude relajarme por completo con ese buen guía de Tokio. Lo cierto es que yendo solo cuando me subía al tranvía me daba miedo el cobrador, al entrar al teatro Kabukiza me atemorizaban las acomodadoras alineadas a ambos lados de la escalera alfombrada de la entrada principal, si me encontraba en un restaurante, me crispaban los nervios los camareros que andaban por detrás de mí, pendientes de llevarse los platos vacíos. Pero lo que más me horrorizaba era pagar alguna cuenta. Mi torpeza al entregar el dinero después de comprar algo no estaba causada por la tacañería. Me sentía tan nervioso y avergonzado y me entraba tal pánico que me mareaba, el mundo se oscurecía y me sentía medio a punto de perder la razón. Ni soñar en regatear si hasta me olvidaba de recoger el cambio y, con frecuencia, de llevarme lo que había comprado. Estaba claro que no podía moverme solo por Tokio, de modo que no me quedaba más remedio que pasarme días enteros holgazaneando en casa.

Cuando entregaba mi monedero a Horiki y salíamos a pasear juntos, mi compañero no sólo hacía gala de una gran habilidad para regatear, quizá como buen aficionado a divertirse, sino que sabía sacar el máximo partido al mínimo de dinero. Sin gastar en taxi, ideaba combinaciones de tren, autobús y hasta barcazas de vapor para llevarnos en muy poco tiempo a nuestro destino. Por ejemplo, si después de pasar la noche con una prostituta nos deteníamos en alguna posada y, después de tomar un buen baño, desayunábamos tofu hervido con sake, con poco dinero podíamos disfrutar de una sensación de lujo; esto supuso para mí una valiosa educación práctica. También me enseñó que el arroz con carne o las brochetas de pollo que vendían en los puestos callejeros eran una forma económica de alimentarse bien, y que para emborracharse rápidamente lo mejor era el denkibran[8]. En suma, yo me sentía muy tranquilo con él, convencido de que no tenía que preocuparme en absoluto por el importe de nuestras cuentas.

Otra cosa que era de agradecer en la relación con Horiki era que le importaba un bledo lo que pensara su interlocutor al lanzarse en un torrente apasionado —aunque quizá su pasión real fuera hacerle caso omiso al otro— de charla superficial que podía continuar durante horas; aunque, cuando nos invadía el cansancio después de andar juntos, por lo menos no existía el menor riesgo de que se produjeran silencios incómodos. Cuando trataba con la gente, le tenía horror a esos silencios. Yo era callado por naturaleza, pero no me quedaba más remedio que recurrir al desesperado recurso de mis bufonerías. Ahora, el imbécil de Horiki había adoptado el papel de bufón sin darse cuenta, por lo que yo me limitaba a escucharlo en silencio, y de vez en cuando decía: «¡No puede ser!», riéndome.

Pronto comprendí que el alcohol, el tabaco y las prostitutas eran un método excelente para librarme del miedo a los seres humanos, aunque fuese sólo por un momento. Y llegué a la conclusión de que para conseguir esos momentos valdría la pena vender hasta la última de mis posesiones.

Las prostitutas no me parecían personas ni mujeres, más bien me daban la impresión de seres idiotas o locos; por eso, me sentía muy a salvo en su compañía y podía dormir profundamente. Daba hasta pena ver que no tenían ni un ápice de avaricia. Al parecer, sentían que tenía algo en común con ellas porque siempre me trataron con una amabilidad espontánea que no me agobiaba. Una amabilidad sin segundas intenciones, sin fines de negocio, hacia una persona que quizá no volverían a ver. En estas prostitutas idiotas o locas alguna noche vi una aureola de Virgen María.

Pero iba allí para escapar del miedo a los seres humanos, para descansar aunque fuese sólo una noche y, mientras me divertía con esas prostitutas con las que «tenía algo en común», antes de que me diera cuenta había adquirido un cierto aspecto repugnante del que no podía librarme, una especie de inesperado fruto de mi forma de vivir, que poco a poco se hizo visible hasta que el propio Horiki me lo hizo notar, dejándome estupefacto y disgustado. Lo cierto es que había aprendido sobre las mujeres a través de las prostitutas, el aprendizaje más duro pero también el más efectivo, y desprendía un «olor de seductor». Las mujeres —no sólo las prostitutas— lo olían instintivamente y se me acercaban. Este aire obsceno y poco honorable, era mucho más evidente que el solaz que me había aportado la experiencia.

Horiki me lo comentó como un cumplido a medias, pero a mí me produjo una sensación opresiva. Por ejemplo, recuerdo que la camarera de un café me envió una carta infantil; también, la hija veinteañera del general que vivía junto a mi casa de Sakuragicho, cada mañana, a la hora que iba a la escuela, aparecía toda arreglada por su portal, entrando y saliendo sin que pareciera que tuviera nada especial que hacer; cuando iba a comer carne, incluso sin que yo dijera una palabra, la mujer del restaurante…; y en el kiosco donde compraba tabaco, la muchacha colocó en la caja junto con el paquete…; y la mujer sentada a mi lado en el teatro Kabukiza…; asimismo cierta noche que había bebido y me quedé dormido en el tranvía…; también la carta inesperada de aquella pariente en el campo revelando su obsesión…; o la muchacha desconocida que en mi ausencia me dejó una muñeca cosida a mano… Mi actitud fue pasiva en extremo, de forma que estos fragmentos no se convirtieron en ninguna historia. Pero no podía negar que era cierto, y no se trataba de una broma absurda, que algo en mí despertaba en las mujeres el deseo de amar. Pero que me lo hiciera notar alguien como Horiki me produjo un malestar parecido a la humillación y, al mismo tiempo, me hizo perder de repente mi interés por las prostitutas.

Cierto día, Horiki, haciendo ostentación de «modernidad» —tratándose de él no se podía pensar de otra forma—, me llevó a una reunión secreta del Partido Comunista; no lo recuerdo bien, pero creo que se llamaba «Asociación de Lectura». Para Horiki, quizá este encuentro clandestino no fuese más que uno de los sitios para conocer en Tokio. Me presentaron a los compañeros y me obligaron a comprar un panfleto y después escuché la conferencia que dio un hombre joven, horriblemente feo, sobre economía marxista. Me dio la impresión de que todo lo que dijo era obvio; pero, incluso estando de acuerdo, supe que algo más incomprensible y horrible se escondía en el alma humana. No se trataba sólo de ambición ni de vanidad, ni tampoco de una mezcla de deseo sexual y avaricia; no lo entendía ni yo mismo; pero sentía que la sociedad humana no era sólo economía, sino que en el fondo acechaba algo misterioso. Esto me atemorizaba, pero aprobaba el materialismo con la misma naturalidad que el agua se nivela. Aunque este no me podía librar de mi temor por el ser humano y no me producía la esperanzada alegría de una persona ante la vista de las hojas que acababan de brotar.

Incluso así, continué participando en las reuniones, en las que los compañeros, con expresiones graves, discutían teorías tan elementales como que uno más uno son dos. Me parecían ridículos a más no poder, de modo que me esforcé en hacer algunas de mis habituales bufonadas para que se relajasen un poco. Poco a poco, logré librarlas de su ambiente opresivo y me acabé convirtiendo en un miembro tan popular que me llegaron a considerar imprescindible.

Quizás en su simplicidad creían que yo era tan simple como ellos: un compañero optimista y alegre; pero, si así lo pensaban, les estaba engañando por completo. Para empezar, yo no era su compañero. Sin embargo, no faltaba a ninguna reunión y les obsequiaba con mi bufonería. Lo hacía porque me caían bien. Me eran simpáticos. Pero esto no suponía que sintiera por ellos un afecto nacido a través de Marx.

La irracionalidad… Me producía un cierto placer. Mejor dicho, me hacía sentir cómodo. El seguir las normas establecidas me parecía mucho más temible —me parecía que había en eso algo tremendamente poderoso—, era un mecanismo incomprensible; no podía continuar sentado en esa habitación fría y sin ventanas. Fuera se extendía el océano de la irracionalidad, y lanzarme a nadar en sus aguas hasta morir se me hacía más placentero.

Existe la palabra «marginados», que denota a los infelices, a los fracasados y a los descarriados en la sociedad humana; pero yo creo que lo soy desde el momento en que nací. Por eso, cuando me cruzo con alguien calificado de «marginado», de inmediato siento afecto por él. Un afecto que llena todo mi cuerpo de un arrobamiento de ternura.

También existe el término «conciencia de delincuente». Al estar en la sociedad humana, toda la vida he sufrido de esta conciencia; pero ha sido mi fiel compañera, como una esposa en tiempos de pobreza, y ambos hemos compartido nuestras miserables diversiones. Puede que esta haya sido mi actitud en la vida.

Asimismo, la gente habla del «sentimiento de culpabilidad». En mi caso, me poseyó desde que era un bebé y, con el tiempo, en lugar de curarse se hizo más profundo, penetrándome hasta los huesos. Pero, incluso si se podía decir que mi sufrimiento por las noches era el de un infierno de infinitas torturas, pronto se me hizo más querido que mi propia sangre y carne. Y me llegó a parecer la expresión de ese sentimiento de culpabilidad vivo o quizá su murmullo afectuoso.

Para un hombre en estas circunstancias, el ambiente de un movimiento clandestino suponía una extraña tranquilidad, una sensación de bienestar; en suma, más que los objetivos del grupo político, podría decir que me atrajo su ambiente. Para Horiki, sólo se trató de una burla estúpida, ya que asistió tan sólo a una reunión, aquella en que me llevó para presentarme, escudándose en la torpe ocurrencia de que el marxismo debía estudiar no sólo el aspecto de la producción sino también el del consumo. Y como nunca más se acercó a las reuniones, acabamos compartiendo tan sólo el aspecto del consumo.

Volviendo la vista atrás, recuerdo que había marxistas de todas clases. Algunos, como Horiki, se autocalificaban así para vanagloriarse de «modernidad», mientras que el olor de la irracionalidad atrajo a otros de los que nos sentábamos en las reuniones, como fue mi caso. Si los auténticos marxistas hubiesen descubierto los motivos de Horiki y míos, se hubieran enfurecido mucho y, tratándonos de viles traidores, nos hubiesen echado sin contemplaciones.

Sin embargo, ninguno de los dos fue expulsado y, yo en particular, me podía comportar de una forma mucho más «saludable» en esa sociedad irracional que entre caballeros racionales. Como me consideraban un compañero prometedor, me encargaron diversas «misiones secretas», que más bien daban risa. Por mi parte, no rechacé hacerme cargo de ninguna de esas misiones, aceptándolas con tal naturalidad que ni los «perros» —así llamaban los compañeros a la policía— jamás sospecharon de mí ni se les ocurrió interrogarme. Riéndome y haciendo reír a los demás, cumplí todos los encargos al pie de la letra. Los participantes en ese movimiento eran tan precavidos y pasaban tantos nervios que eran como una mala imitación de una novela detectivesca. Las misiones que me encargaban eran de lo más anodino, pero ellos no cesaban de comentar su alto grado de peligro. En esos días, pensaba afiliarme al partido y no me preocupaba en lo más mínimo el riesgo de acabar en la cárcel. Pensaba que esa vida podría ser más llevadera que el temor horrible que experimentaba en la «vida real» en la sociedad de los hombres, que me hacía pasar las noches en un infierno de insomnio.

Incluso cuando mi padre se encontraba en la casa de Sakuragicho, debido a sus ocupaciones sociales o en el parlamento, solían pasar tres o cuatro días sin que nos cruzásemos. Sin embargo, su presencia me resultaba opresiva y me producía temor, de forma que pensé en buscarme una pensión. Pero antes de que tuviera oportunidad de hablar sobre el asunto, el anciano que se ocupaba de la casa me informó de que mi padre tenía intención de venderla.

Faltaba poco para que se completara su periodo de posesión del escaño en el parlamento y, sin duda, por diversas razones, no quería presentar de nuevo su candidatura; además, pensaba construir un lugar de retiro en nuestra región. Como no le tenía apego alguno a Tokio, imagino que llegó a la conclusión de que no valía la pena mantener abierta una residencia de tal envergadura para mí, un simple estudiante. No sé qué pensaría mi padre, el caso es que vendió la casa en un abrir y cerrar de ojos, y yo me tuve que instalar en una oscura habitación de cierta pensión llamada Senyukan, en Morikawa, en el barrio de Hongo. Muy pronto comenzaron mis apuros económicos.

Cada mes mi padre me daba una asignación fija, que desaparecía en dos o tres días; pero en casa siempre había tabaco, sake, queso y fruta. En cuanto a material de escritorio y ropa, acostumbraba a comprar en las tiendas del vecindario, donde mi padre era cliente y lo cargaban en su cuenta. Podía invitar a Horiki a soba[9] o tendon[10] en los restaurantes vecinos y marcharme sin una palabra.

De súbito, me encontré viviendo solo en una pensión, obligado a adaptarme a la asignación mensual. Vaya apuro. Pero, como era de esperar, el dinero desaparecía en dos o tres días, y yo me volvía loco de desesperación. Entonces tenía que enviar telegramas para pedir dinero a mi padre, a mi hermano mayor y a mi hermana mayor por turnos; cartas detalladas —consistentes en pura ficción y bufonadas, ya que me parecía conveniente hacer reír a quien le pedía un favor— y, además, por mediación de Horiki me hice asiduo de las casas de empeños. Pese a todo, siempre andaba corto de dinero.

Para colmo, no podía vivir en aquella pensión lúgubre, donde no conocía a nadie. Si me quedaba allí solo sentado, me embargaba el temor de que alguien me atacaría en cualquier momento o me pegaría un tiro; de modo que salía rápidamente a la calle y me iba a echar una mano en el movimiento clandestino o me juntaba con Horiki para hacer la ronda de locales que servían sake barato. Había abandonado casi por completo la escuela y las clases de pintura. Dos años más tarde intenté suicidarme con una mujer casada mayor que yo. Allí comenzaron las complicaciones.

No asistía a clases ni abría un libro pero, por alguna razón desconocida, siempre me las arreglaba de algún modo en los exámenes, de forma que pude seguir engañando a mi familia. Sin embargo, mis faltas de asistencia molestaron a la escuela, que envió un informe confidencial a mi padre. Entonces, en lugar de mi padre, mi hermano más mayor me escribió una carta de amonestación muy larga y severa. Pero a mí lo que me atormentaba era el dinero, además de las muchas misiones difíciles que me estaba encargando el grupo clandestino, hasta el punto de que ya no me las podía tomar medio en broma. Me habían nombrado líder del movimiento estudiantil marxista de los distritos centrales de Tokio —Hongo, Koishikawa, Shiraya y Kanda— y debía correr de un lado para otro para establecer «contactos» y, habiendo oído sobre la posibilidad de un levantamiento armado, llevaba en el bolsillo del impermeable una pequeña navaja. Al recordarla, me parece que era tan frágil que no bastaba ni para sacarle punta a un lápiz.

Deseaba más que nada tomar sake hasta quedar profundamente dormido, pero no tenía dinero para hacerlo. El grupo —al que, creo recordar, llamábamos P en nuestro lenguaje clandestino, por ser la inicial de «partido»— me encargaba tantas tareas que no tenía tiempo ni de tomar un respiro, lo que resultaba un verdadero exceso para mi constitución física enfermiza. Al principio, ayudaba porque me fascinaba su irracionalidad, pero mi situación era una consecuencia imprevista de mi broma. Cuando estaba agobiado de trabajo, sin poder reprimir mi irritación, me daban ganas de decirle a la gente del P que yo no tenía nada que ver con todo eso y que se lo pidiesen a uno de los suyos. Decidí escapar; pero, como no me parecía bien, opté por matarme.

En aquel entonces, tres mujeres estaban particularmente interesadas por mí. Una de ellas era la hija del dueño de la pensión donde me alojaba. Cuando regresaba exhausto de alguna tarea del movimiento y me acostaba sin tener ni ánimos para comer, ella me visitaba sin falta con papel de escribir y una pluma en la mano. «Con permiso, abajo mis hermanos pequeños hacen mucho ruido y no me puedo concentrar», decía, sentándose a mi escritorio, donde se pasaba una hora o más escribiendo.

Podría haberle hecho caso omiso y dormirme, pero era evidente que la muchacha esperaba que le hablase, de modo que, manifestándose mi habitual costumbre de hacer un servicio y a pesar de no tener el menor deseo de conversación, me acostaba boca abajo y encendía un cigarrillo.

—¿Sabes? Hay hombres que calientan el agua del baño con las cartas de amor que les envían las mujeres —comencé.

—¡Qué horror! ¿Te refieres a ti mismo, verdad?

—Bueno, calenté la leche y me la tomé.

—¡Qué honor para ella! Que te la tomaras…

Pensando que por qué no se marchaba de una vez, imaginé que su carta estaría llena de letras sueltas sin sentido.

—Anda, ¡muéstramela! —le pedí, aunque, en realidad, no me interesaba verla ni aunque me fuera la vida en ello.

Mientras decía: «¡Ay, no! ¡Ay, no!», su expresión satisfecha era tan horripilante, que acabó con cualquier posible interés. Entonces se me ocurrió que le podía hacer un encargo.

—Perdona, ¿te podrías acercar a la farmacia en la calle de la estación para comprarme un frasco de Calmotín? Estoy agotado, con la cara ardiendo y no voy a conseguir dormirme. ¿Serías tan amable? En cuanto al dinero…

—Por eso, no te preocupes.

Se levantó contenta. No hay que andarse con remilgos en encargar algo a una mujer; al contrario, sé muy bien por experiencia que les encanta que un hombre les pida alguna cosa.

La otra mujer era una «compañera» que estudiaba para maestra. Con ella, quisiera o no, por el asunto de la militancia tenía que encontrarme cada día. Después de las reuniones, esa mujer siempre se me pegaba y, además, me traía regalos. «Quiero que me consideres como a tu verdadera hermana mayor», me decía. Yo le respondía: «Desde luego», con una leve sonrisa, temblando entero. Me daba miedo causar su enojo, de modo que hacía lo posible para disimular; pero cada vez tuve que complacer más a esa mujer fea y desagradable. Aceptaba sus regalos —todos de pésimo gusto, de los que me libraba pasándoselos al viejo del puesto de yakitori[11] y a otra gente— con expresión contenta y le hacía alguna broma para que se riese. Cierta noche de verano, como no había forma de sacármela de encima, le di un beso. Entonces ella, excitada de un modo vergonzoso, llamó un taxi y me llevó a la habitación que el movimiento alquilaba en secreto, un lugar estrecho con aspecto de oficina, y pasamos unas horas de locura hasta que amaneció. «Vaya una hermana mayor», me dije con una sonrisa amarga.

Cada día era inevitable encontrarse con la muchacha de la pensión y la «compañera», por lo que no podía usar el recurso de esquivarlas como había hecho hasta ahora con otras mujeres. Sin darme cuenta y empujado por mi habitual inseguridad, acabé haciendo lo posible para congraciarme con ambas, como si tuviera una deuda con ellas.

En esa misma época, recibí los favores de una camarera de uno de esos grandes cafés de Ginza. Tras sólo un encuentro, me sentí tan agradecido a ella que casi no podía moverme de preocupación y temores vacíos. Entonces ya podía tomar un tren o ir al teatro Kabukiza sin que me llevara Horiki. Vestido con un kimono de seda chispeada, incluso me atrevía a entrar solo a un café.

Hasta cierto punto, logré acostumbrarme a fingir descaro. En el fondo del corazón no había perdido ni un ápice de miedo al aplomo y la violencia de los humanos; mas, aunque sin dejar de sentir ese miedo y ese sufrimiento, en la superficie me había acostumbrado poco a poco a saludar mirando a la cara… ¡No! ¡Esto no es cierto! No podía hablar con alguien sin mostrar con dolorosas sonrisas la bufonería de mi derrota.

Por lo menos, había adquirido la habilidad de tartamudear algunas frases convencionales, ¿sería como resultado de mis actividades en el grupo clandestino? ¿O gracias a las mujeres? ¿Quizá al alcohol? Pero me parece que, sobre todo, se debió a la falta de dinero. Fuera a donde fuese, me perseguía esa sensación de temor. Se me ocurrió que si entrase en alguno de los grandes cafés, abarrotados de clientes bebidos, camareras y mozos, mezclándome con ellos mi corazón perseguido sin tregua podría tranquilizarse.

De modo que me metí en un gran café del elegante barrio de Ginza con sólo diez yenes en el bolsillo. «Te advierto que sólo llevo diez yenes», le dije sonriendo a la camarera que se me acercó. «No te preocupes», repuso con acento de Kansai[12]. A mí, que estaba temblando de miedo, estas palabras me calmaron de una forma extraña. Y no era porque ya no debía preocuparme por el dinero. Me dio la impresión de que estando junto a ella no había nada que temer.

Mientras tomaba sake, me sentía tan relajado que ni tenía que representar mis bufonerías. Bebiendo en silencio, no ocultaba mi verdadero carácter, callado y sombrío. «¿Te apetece?» me preguntó, sirviéndome algunos aperitivos. Yo negué con la cabeza. «¿Sólo sake? Entonces yo también tomaré».

Era una noche fría de otoño. Tal como me había propuesto Tsuneko —creo que así se llamaba, aunque mis recuerdos son vagos y no puedo estar seguro; soy capaz hasta de olvidar el nombre de alguien con quien hice un pacto de suicidio— la esperé en un puesto callejero de sushi. Ese sushi era malísimo. Es curioso que, aunque pueda olvidar el nombre de ella, recuerdo a la perfección lo repugnante que era el sushi, así como el rostro del hombre que lo preparaba, parecido al de una serpiente aodaisho y con el cabello cortado al rape. El viejo no hacía más que volverse de acá para allá, intentando dar la engañosa impresión de destreza en la preparación del sushi. Me parece verlo ahora mismo. Años después, en unas tres ocasiones, vi en el tren un rostro que me resultaba familiar y, después de romperme la cabeza, llegué a la conclusión de que se parecía al hombre del puesto de sushi y sonreí amargamente. Mientras que me cuesta recordar el nombre y el rostro de aquella mujer, recuerdo tan bien el del hombre del puesto de sushi que lo podría dibujar. Sin duda, esto demuestra lo horrible que era ese sushi, que me enfrió el cuerpo y me llenó de malestar. Incluso las veces que alguien me ha llevado a un buen restaurante de sushi, nunca he comido realmente a gusto. Mientras la esperaba, me decía que la bola de arroz era demasiado gruesa. ¿Por qué no la hacía más o menos del tamaño de la medida del pulgar?

Tsuneko tenía alquilada una habitación en la primera planta de la casa de un carpintero. Allí me encontraba tomando té, tendido en el suelo de tatami, con la mejilla apoyada en la palma de la mano como si me doliera una muela y sin disimular en lo más mínimo mi sombrío estado de ánimo. Parecía que a ella no le disgustaba mi actitud. Daba la sensación de estar completamente aislada, como un árbol seco azotado por el frío viento en el que danzaran las hojas muertas.

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