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24 de Octubre (Ecos del pasado, 3)

El silbador protestó, ya visiblemente molesto. Y tal vez, un poco borracho.

—¿Qué vas a decirle que no le podamos decir nosotros, eh? ¿Pretendes escondernos algo?

—William, tú sabes lo que va a pasar. Es inevitable. ¿Tú y tu compañero pretenden quedar como testigos de algo de lo que después van a tener que dar MUCHAS explicaciones? Más aún, contigo. Soltarías todo a la primera a cualquier interrogador del MI6 que se te pusiera adelante.

El inglés acusó el golpe a su moral.

—Cuando quieres, eres un maldito cabrón, medio yanqui.

—Preferiría no pelear en la última reunión de los acólitos, William. Porque eso es lo que es esto. Es la última vez que vamos a estar reunidos. Y lo sabes.

—¡Por Dios, consíganse un hotel ustedes dos! —tronó la voz del jefe, ya algo envalentonado por el alcohol—. ¿Podrían dejar de pelear por un momento?

—Disculpa si herí la sensibilidad de tu compatriota, Walther —siguió Smith—. Pero no creo haber dicho ninguna mentira. Ya no somos de utilidad para nadie, vamos a tener que escondernos por un tiempo… y creo que hasta vas a tener que deshacerte de tu amado Rover Vitèsse. ¿Es necesario que nos digamos adiós de esta manera? ¿Permitiendo que esta chica mitológica vaya a una misión suicida a medio mundo de distancia?

Walther y el "medio yanqui" se miraron fijamente por unos segundos. La impasibilidad de Smith contrastaba con las mejillas y la nariz enrojecidas del que, hasta ahora, había sido el jefe. Pero parecía haber un acuerdo no escrito entre ambos. La mirada no era de odio o de imposición. Era la de unos colegas, casi amigos, que querían resolver las cosas de manera pacífica, por última vez.

—De acuerdo, William. Bajemos a un pub a brindar por la abuelita. Y que este medio yanqui se eche toda la culpa encima si quiere.

—Será un honor, Walther —asintió Smith—. Al fin entendiste de lo que se trata esto.

Antes de que pudiera decir algo, el americano me dirigió la mirada. Tenía el índice cruzado sobre los labios. Por alguna razón, le hice caso. No deseaba importunar más a ninguno de aquellos hombres.

Esperé a que los dos ingleses se bajaran del auto.

—¿Qué diablos están planeando, Smith?

—¿Conoces algo sobre el problema de las órdenes contradictorias, Kali?

—¿Referido a qué, exactamente? Si no me explicas que es lo que tienen en mente, no voy a poder adivinarlo. Fui filósofa, no mística.

—Entre los militares, cuando un superior te da una orden, y luego, pasa otro superior a darte otro encargo, estás obligado a aceptar la última orden recibida. Por supuesto, informándole al último superior que te dio un encargo sobre lo que estabas haciendo, y por órdenes de quién.

—Sigo sin ser adivina.

—El problema en este mundillo es que las cosas no están tan claras. Muchas veces no hay manera de autenticar las órdenes recibidas, los únicos "superiores" que tienes a mano son oficiales más veteranos que tú… o en este caso, una sarta de ex-agentes de una sopa de letras de servicios de inteligencia, con procedimientos que vienen dictados desde ochenta años atrás. Creo que lo único más anticuado que esto son los procedimientos de lanzamiento de armas nucleares.

—Si se mantienen así, supongo que serán efectivos. O simples de seguir. O pura tradición, como las religiones.

Smith no pareció entender la ironía.

—El problema, Kali, es que La Hechicera, a pesar de su lucidez… era como un cuchillo con el filo embotado. A pesar de que la queríamos y teníamos el mandato de cuidarla, sabíamos que estaba un poco chocha. Dejar que fueras a Rusia iba a ser un esfuerzo inútil. Demasiado poco, demasiado tarde. Pero dejarte ir a Serbia es casi sacrificarte, con la posibilidad de terminar causando el mismo caos que intentamos evitar. Todo un dilema.

—Y lo que de verdad me estás queriendo decir, es…

—Cuando la abuelita decidió pasarte el paradero de los Camerotti, consulté a escondidas con uno de nuestros superiores. Y con las órdenes que tengo actualmente, no puedo dejarte ir a ningún lado. Ni yo, ni ninguno de los acólitos.

El maldito de Smith había sacado un arma, una pistola. No era de las más modernas, que parecen casi de juguete, sino que se notaban claramente las partes de metal satinado en su exterior. El tipo era tradicional hasta en esos detalles.

Sonrió.

—¿Tienes idea de lo que va a pasar si sigues apuntándome con eso?

—Bueno, yo decidí hacerme cargo de esta "situación", así que puedo decir que sí. De todas maneras, ahora hay menos posibilidades de que hiera a alguno de mis compañeros de un balazo.

—Eres testarudo como una mula…

—Mira quién habla. ¿Estás totalmente segura de que ir a Serbia va a mejorar las cosas para ti o para el mundo?

—Es mi última palabra, Smith. Y ahora, disculpa, pero te estás metiendo en mi camino…

—No le veo la ventaja a tus dos mil años…

—Dos mil quinientos.

—Los años que sea que tengas de edad… estás yendo solita al matadero.

—¿Y cuál es tu alternativa? ¿Mandarme a una base norteamericana y retenerme como cautiva por tiempo indeterminado? ¿O, tal vez, enviarme a un centro clandestino de la CIA? ¿Te crees que soy tonta?

El entrajado miró primero a Indra, cuya empuñadura sobresalía por afuera de mi mochila rosa, apenas abierta, y luego a mí. Tal vez yo no alcanzara a sacar la katana en tan poco tiempo y en un espacio tan corto, pero sin dudas podría moverme lo suficiente para salir de su línea de tiro. Y, por su mirada, creo que él también había contado con esa posibilidad.

Además, todavía llevaba un shuriken en el bolsillo. Y esas cosas son afiladas, más contra zonas blandas, como el cuello. Creo que él también observó mi mano derecha dentro del bolsillo de la chaqueta, como había hecho la primera vez. 

Era obvio quién de los dos iba a ser más rápido en un duelo.

—Ahh, de acuerdo. Tú ganas —cedió—. Pero piensa un poco. Piensa en NO matar por un instante.

—Oh, por Dios. ¿Qué pretendes…?

—Un solo golpe rápido, que deje un moretón convincente, y que incapacite lo suficiente para tener una excusa.

—¿Y qué sigue después? ¿Vas a ir corriendo a contarle todo a tus jefes de la CIA?

—Es la única manera de salvarles el culo a este par de hijos de la Gran Bretaña que tengo por colegas… así que sí. Mi próximo destino será el consulado de Estados Unidos, donde llegaré confuso, asustado y lastimado. Y con una buena historia para contar.

Sonreí, casi a mi pesar.

—Parece que tienes todo pensando de antemano. Planes A, B y C. ¿Estabas infiltrado o algo por el estilo?

—Te dije que, a nivel de inteligencia, nadie confía en nadie. Lo mejor que podemos hacer es estar alerta, simular un poco, suponer muchas cosas… y averiguar algunas otras. La incertidumbre es el pan de cada día del espía.

—Lindo discursito, Smith… ¿No me vas a decir tu verdadero nombre?

—Es mi discurso de despedida, gracias… ¿Kali?

—Ahh… entendí el punto. Yo tampoco te voy a decir mi nombre original.

—Estás empezando a entrar en la onda.

El hijo de perra alcanzó a sacarme otra sonrisa.

—¿Puedo hacerte una última pregunta?

—¿Sí?

—¿Cómo la persona que escribió el Tao Te King pudo esconderse de la humanidad por quinientos años?

—Es algo complejo de explicar, sabes.

—¿Qué te hizo cambiar de parecer? Digo, podrías esconderte de nuevo por otros quinientos años más si quisieras. O por un par de meses, si resulta que Stalin tenía razón y esta rusita quiere provocar un holocausto. Entonces ya nada importará.

—Preguntas mucho. ¿Acaso eras interrogador o algo así en Langley? ¿O simplemente te gustaba averiguar los chismes de la oficina en la máquina de café?

—Ja, ja. Tus modales nunca dejan de sorprenderme, chica.

—No soy una chica, Smith. Tengo dos mil quinientos años encima, sabes.

—Eres una enana de dos mil quinientos años que se hace pasar por niña cuando le conviene. ¿Y la respuesta a mi pregunta?

—Mira. ¿Tienes pareja actualmente?

El entrajado pareció molestarse por mi curiosidad.

—No. Tuve una relación hasta hace unos meses, pero se terminó.

—¿Sientes ahora lo mismo por tu ex que cuando estabas en pareja?

—¿Y a qué va eso? ¡Por supuesto que no! La quise mucho, pero eso ya es pasado.

—¿Y todavía la aprecias? ¿En el fondo de tu corazón?

—¿A qué vienen tantas preguntas personales?

—Contesta.

Smith miró hacia la ventanilla.

—Pues sí… No podría decir que la odie del todo. Y en realidad quiero que le vayan bien las cosas.

—Pues bien, Smith. A mí me pasó lo mismo, pero con la humanidad.

Silencio.

Ambos suspiramos. El mundo se había puesto bastante intenso allí afuera. Pero el descanso no podía durar para siempre.

—¿Listo para que te apaguen las luces por un rato?

—List…

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