—Coronel... ¿Coronel Faminov?
—¡Sí!
El militar se levantó con prontitud, como impulsado por un resorte. El burócrata del otro lado le dedicó una mirada amarga, casi de vergüenza ajena.
—La señorita Anastasia...lo está esperando. Pase.
—¡Por supuesto! —declaró el otro, sin abandonar sus maneras enérgicas—.
El regordete, pero macizo hombre, colocó su gorra bajo su axila izquierda, cuadró los hombros, y levantó la barbilla. Avanzó con un paso exageradamente marcial, pero que él hallaba adecuado, considerando las circunstancias. Se trataba, al fin y al cabo, de un pedido de informes de la misteriosa señorita Anastasia Romanova, con la precisión de que en esta ocasión Faminov debía apersonarse para dar cuentas del último revés sufrido en el enclave de Artyomovsk.
Doce pasos lo separaban de la blanca puerta de roble de dos hojas, con pestillos dorados. El coronel Dimitri Faminov, veterano de Chechenia, Osetia del Sur y Siria, ya había desfilado en numerosas ocasiones en la Plaza Roja los nueve de mayo, con su paso característico. Pero ese día, la marcha a lo largo del pasillo mal iluminado no tenía nada de honorable. Por cada paso que daba, sus botas pesaban más, llegaba menos aire a sus pulmones, y su corbata le estrangulaba como un garrote vil...vuelta a vuelta, presionando y sofocando su cuello grueso y robusto, haciendo que sus venas se hincharan. A lo largo de su carrera en las fuerzas armadas rusas, en variadas ocasiones había pasado por el mal trago de estar obligado a dar malas noticias a sus superiores. La diferencia con las veces anteriores, pensó, residía en que al final de esa alfombra verde y rugosa, dentro del despacho, no le esperaba ningún oficial.
Tragó saliva. Su mayor temor, siempre, había sido terminar en un juicio marcial como cabeza de turco, todo para salvarle el pellejo a algún general o político importante. Siendo miembro de un ejército tan "especial" como el ruso, era algo bastante comprensible. Pero detrás de aquella entrada no encontraría ley marcial, porque no existía ley.
Iba directo a una ruleta rusa... nunca mejor dicho.
Se detuvo. Tan cerca de la vieja puerta repintada hace poco, que podía oler el esmalte blanco. Dedos nerviosos buscaron un pañuelo en el bolsillo derecho de su chaqueta, que utilizó para secar su frente perlada por la traspiración. Intentó devolver el pañuelo, y en tres ocasiones desatinó el orificio del bolsillo. Todo era tan confuso y humillante. Como militar de alto rango había escuchado los rumores, pero... ¿Romanova? ¿El Terror Pálido? ¿La legendaria niña que era algo así como un mito? ¿O tan sólo sería el nombre clave de algún oficial del GRU?
Intentó respirar hondo, su uniforme le pesaba como un sarcófago de hormigón. Levantó la mano y quiso girar el pomo dorado, pero este resbaló y volvió al lugar a causa del sudor frio que humedecía sus dedos. En el segundo intento, más decidido, sintió el clac de la cerradura, y empujó. La luz natural, que entraba profusa a través de los grandes ventanales, lo cegó por un instante. Aun así, avanzó con determinación, se colocó en firmes, e hizo la venia al tiempo que repetía su grado y nombre completo. El despacho era pequeño...demasiado pequeño. Sin biblioteca ni cuadros, parecía más bien una sala de espera de una habitación contigua. Seguramente se trataba de una oficina improvisada.
Dentro se encontraban dos hombres más jóvenes que él, muy altos y robustos, evidentemente militares...pero sus uniformes no eran de ninguna unidad o agencia que él conociera. Uno a su izquierda, parado y con los brazos cruzados; el segundo, sentado sobre una silla de madera que parecía diminuta debajo de esa mole. Y detrás de una mesa pequeña que oficiaba a modo de escritorio, estaba ella. ¿Pero cómo podía ser cierto? La muchacha, prácticamente una niña en apariencia, vestía un uniforme militar soviético que se ajustaba a su menuda talla. Tanto la pequeña falda, como la chaqueta y la camisa parecían engañosamente simples, pero tenían un corte perfecto. Recostada cómodamente en la silla y con sus piernitas cruzadas sobre la mesa, la niña miraba impávida la pantalla de su celular.
Sin mover la cabeza, la chiquilla enfocó las dos perlas de sus ojos en Faminov. Sus iris, color azul hielo, se clavaron como frías dagas en la mirada del curtido hombre, ahora convertido en una hoja al viento. Anastasia redondeó sus labios y produjo un chasquido con la lengua.
—Coronel Faminov, al fin tengo el placer de conocerle.
Faminov estuvo a punto de responder, pero prefirió guardar silencio, para no hacer el ridículo soltando una voz aflautada y temblorosa. Agachó la cabeza suavemente, por todo saludo.
—El General Gerasimov me hizo llegar su informe —dijo la "niña", o lo que fuera ella, mientras señalaba con el mentón una carpeta sobre el escritorio, con el título mecanografiado (1)—. Verá, Coronel, creo que coincidimos en aspectos fundamentales. La falta de liderazgo de los mandos medios, sumado a las rencillas entre unidades variopintas y tan mezquinas que se retacean la información de inteligencia, con el propósito de evitar que otro oficial del mismo rango sobresalga y se lleve los laureles, son el motivo por el cual nuestras fuerzas cayeron en una serie de trampas tan obvias en Artyomovsk. Lo cual es inaceptable.
Faminov miró a los ojos glaciales de la muchacha. Todo era tan absurdo. Sus ropas anticuadas pero prolijas, su aire de autoridad salido de quién sabe dónde, y esa rara cualidad hipnótica de su mirada, le causaban una mezcla de gracia y miedo a partes iguales. Había oído muchas historias sobre la tal Anastasia Romanova, todas ellas basadas en teorías alocadas. Que si era la hija de un General que hacía esa clase de cosas para entretenerse, con el consentimiento de su padre. Que si era el fruto de experimentos de la KGB, todavía clasificados, sobre control mental e influencia a distancia. Que si era una especie de "índigo superdotada" con problemas de crecimiento. Y la más desquiciada, que sólo los idiotas o miedosos creerían, que afirmaba que la dichosa "niña" era en realidad un ser inmortal, que había conocido en persona a los Romanov y al mismísimo Rasputín, que se movía en las sombras, y era capaz de hacer las atrocidades más grandes sólo por capricho y diversión.
Volviendo en sí, el coronel levantó sus cejas a causa de la sorpresa. ¿Sería posible que la citación urgente de este personaje subdesarrollado no fuera para reprenderlo?
La Romanova continuó sin bajar los pies de la mesa. —¿Sabe? En ocasiones pienso en el ejército ruso como si fuera un soldado semianalfabeto, borracho como una cuba, valiente y temerario...sí, por supuesto, pero inoperante. Reticente a cumplir órdenes, desconfiado de sus superiores. Incapaz de apuntar sin que le tiemblen los miembros, o de razonar las tácticas más elementales. Y no dejo de preguntarme, coronel: ¿De qué están embriagadas nuestras Fuerzas Armadas? ¿Qué le han puesto en su bebida? ¿Qué opina usted, teniente coronel Dimitri Faminov? —dijo, mientras acentuaba las palabras de su rango y nombre, para remedar solemnidad.
Faminov no entendía el juego de palabras, y demoró en responder. Antes que pudiera balbucear algo, Anastasia ya estaba hablando de nuevo.
—El silencio a veces es una respuesta sabia; será por eso que los capitanes Andreev y Sabirov contestaron de inmediato—. La pequeña y enjuta figura se inclinó hacia adelante, apoyando sus codos en la mesa —¿Sabe qué respondieron? "Corrupción". Así como lo oye, coronel, corrupción en los altos mandos. Corrupción generalizada. Las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa son como un enorme árbol que desde afuera parece saludable, pero en su interior está completamente podrido.
La mención de sus subordinados sacó al militar de su estupor. Al fin Faminov, indignado, reaccionó gritando.
—¡E-esa es una acusación muy seria! ¡Señalar a oficiales del ejército sin pruebas es un crimen grave! ¡Es evidente que esos patanes mienten! ¡Mienten para deslindarse de sus responsabilidades!
—¿Titubeando, Faminov? Qué interesante... —atacó la "niña".
El rostro del militar estaba rojo como un tomate, pero Faminov calló por toda respuesta. La Romanova prosiguió.
—¿Mienten? ¿Acaso está insinuando que mienten? —Anastasia y los dos soldados rieron entre dientes—. Coronel —dijo moviendo la cabeza muy lentamente, en gesto de negación—, nadie miente en el juego del frasco.
¿A qué diablos se refería con "el juego del frasco"? Parecía que las venas del cuello le iban a explotar, y tuvo que reprimir el impulso de rascarse. Sudaba tan copiosamente que su camiseta interior parecía una segunda piel, pegajosa y molesta. ¿Esto era, acaso, alguna especie de broma idiota?
—Señorita Romanova, con todo respeto —soltó al fin—; cada día que paso lejos del frente en estas tareas burocráticas sin sentido, es una oportunidad más de que pasen desastres como el que usted menciona. Espero que entienda que el tiempo apremia, y los berrinches de gente como Andreev y Sabirov no son nada más que eso, berrinches de personas mezquinas e incompetentes —hizo una pausa, carraspeando para darse importancia—. Si necesita que declare sobre algún asunto en particular, lo haré gustoso. ¡Pero deje de jugar conmigo!
El grito del Coronel pareció animar a Anastasia, que mostró una media sonrisa siniestra.
—Siga, Faminov.
—¡Estamos en medio de una Operación Especial a gran escala! ¡No entiendo que es lo que hace usted aquí, pero nosotros, los verdaderos militares, no estamos para perder el tiempo con estupideces como esta! ¡Hay gente muriendo mientras usted sigue con sus indagaciones y sus jueguitos de palabras!
Anastasia Romanova abrió los ojos de forma desmesurada, al tiempo que bajaba los pies de la mesa. Echó su cuerpo hacia adelante, apoyando sus pequeños puños sobre la superficie de madera. Temblaba de la crispación. Sus ojos, finalmente, se clavaron en los de Faminov.
—Señorita Anas...
Faminov había visto muchas veces la muerte de cerca. Sabía lo que era sentir la presión y el calor de una explosión cercana, el golpe de una bala o esquirla, el dolor, el entumecimiento después de haber sangrado por alguna herida. Sin embargo, nada de eso lo había preparado para lo que pasó a continuación. El miedo se apoderó de su cuerpo, como si se tratara de un niño teniendo una pesadilla horrible. La sensación fría del pavor comenzó a recorrer su espina dorsal, deslizándose como una ponzoña en cada rincón de su ser. Pero eso no era lo peor. Horrorizado, notó que era incapaz de mover músculo alguno, incluido su diafragma. Sus intentos por hacer llegar aire a sus pulmones eran desesperadamente inútiles.
Estaba paralizado.
Anastasia rodeó el escritorio sin quitar los ojos de su presa, mientras sus dedos índice y medio acariciaban la madera del mueble. De repente, explotó. De sus gritos con voz aguda e infantil, emanaba una autoridad insana, paranormal.
—¡Esta "Operación Especial", como a ustedes les gusta llamarla, comenzó sin MI autorización! ¡Con MI Ejército! ¡MIS tanques! ¡MIS soldados! ¡Y es MI país, el que YO salvé del desplome que causaron inútiles como usted, el que ahora está siendo sancionado y está al borde del colapso! ¡Y lo vengo salvando desde que usted usaba pañales! ¡No, mejor aún, desde que SU PADRE usaba pañales! ¿¡Y usted tiene el DESCARO de venir a sacar pecho, dándoselas de protector de la Patria, cuando no es más que un ser inepto, ridículo e inoperante!?
A continuación, la niña rubia apoyó con suavidad las palmas sobre la mesa: un gesto divertido e infantil, que parecía no estar acorde a su rabieta anterior. Tras un saltito, apoyó su pequeño trasero sobre el borde del mueble. Ahora, la altura de su mirada estaba al mismo nivel que la de Faminov.
—¿Se siente bien, coronel?
Al instante, Faminov salió del estado de shock, e inhaló una enorme bocanada de aire. De sus cuencas oculares bajaban hilillos de agua tibia y salada. Hubiera jurado que eso fue un ataque de pánico, una pesadilla en vigilia, pero notó que los otros dos soldados también se veían asustados.
Anastasia continuó, con total calma.
—Pero... ¿Qué responsabilidad real puede tener un Coronel como usted? Para decir las cosas como son, usted no es más que un eslabón de una vieja cadena carcomida por la podredumbre, que tan bien representa la "Gran Calamidad": o sea, su raza pestilente, señor Faminov. Puesto de otra manera, ustedes son tan ineptos como limitados son sus genes. Pero... ¿sabe una cosa? —dijo sonriendo—. Hasta las bestias salvajes pueden ser adiestradas usando los condicionamientos adecuados, y es justamente ahí donde usted me puede ser de gran ayuda. Coronel —confesó haciendo una coqueta caída de ojos—, para serle sincera, lo convoqué para pedirle un favor, si fuera tan amable. ¿Sería capaz de hacer algo por mí?
Faminov, viéndose una vez más esperanzado, respondió rápidamente.
—¡Sí! Por supuesto... ¡Lo que usted desee, señorita Romanova!
—No esperaba menos de un oficial de la Federación Rusa —declaró Anastasia, mirando con satisfacción a uno de sus temerosos soldados. Sus retorcidas sonrisas volvieron a sus caras por un instante.
—Bien —prosiguió—, diríjase a la cocina. El guardia al final del pasillo va a guiarlo; pregúntele con confianza. Y cuando esté allí, pida que le den un frasco mediano de aproximadamente un litro de capacidad.
—¿Un...frasco?
—Si, un...frasco, un frasco de vidrio para ser exactos. ¿Puede hacer eso?
—Pues claro, señorita Romanova. Lo haré.
A esas alturas Faminov ya no sabía que pensar.
Prefería no hacerlo.
Nota al pie:
(1) Aunque parezca mentira, en algunas FFAA se prefiere el uso de documentos redactados en máquinas de escribir eléctricas, para evitar sus copias digitales y posibles filtraciones.