Adriana estaba inclinada sobre su escoba. Una flecha sobresalía de su espalda baja. —¡No te preocupes por mí! —dijo ella—. ¡Cúbrele a Iona! Giró en redondo y atrapó la próxima flecha que se dirigía hacia ella con tal velocidad alarmante que Dmitri la miró fijamente. Gruñendo de dolor y sin aliento, gritó a aquellos escondidos detrás de los árboles que disparaban flechas:
— ¡Pagarán por esta insolencia!
Furioso, pero con una mirada de calma extrema, Haldir envió un grueso rayo de luz blanca sobre el árbol donde estaba sentado el tirador. El árbol estalló y se astilló en miles de ramitas, ramas y troncos.
Adriana tomó el arco y lo lanzó hacia Dmitri, quien destrozó la flecha con su puño. —¡Papá! —lo llamó Iona, estremeciéndose como una hoja seca en verano.
Dmitri miró a su hija y dijo:
—¿Te quedarás en el carruaje, princesa? Tengo que ir a ayudar a tu mamá.
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