—Oh. —Anastasia jadeó ante la pura belleza del paisaje que tenía delante. Colinas ondulantes con arbustos ralos que crecían en grupos entre árboles achaparrados pintaban el paisaje tanto como podía ver. Nubes blandas como malvaviscos flotaban en el cielo azul brillante. La brisa fresca alborotaba su cabello y rizaba la alfombra de flores moradas y rojas. Pequeñas rocas y piedras, charcos de agua en cuyo borde revoloteaban flores amarillas de aulaga parecían hipnotizantes. Atravesando el páramo había un río ancho y caudaloso. Desde esa distancia, no podía distinguir el color del río, pero brillaba como un millón de diamantes.
—¿Por qué Haldir nos envió aquí? —preguntó Anastasia.
Empezaron a cruzar el campo. La hierba hasta la rodilla rozaba su ropa. Entre la hierba había flores de color dorado, que nunca antes había visto. Se parecían a los tonos ámbar de los ojos de Íleo. Su olor era embriagador, como miel mezclada con rosa y cientos de otras hierbas aromáticas.
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