Dos meses después,
Michelle irrumpió en la oficina de su padre sin molestarse en llamar a la puerta, sorprendiéndolo. Dejó caer su bolso sobre la mesa sin importarle dónde aterrizara. Estaba demasiado cansada y furiosa como para preocuparse.
Robert miró a su hija, completamente desconcertado por sus acciones. Nunca antes había irrumpido en su oficina de esa manera. Tampoco había venido a la oficina sin avisarle de antemano por si él estaba o no.
Robert captó la indirecta de que algo andaba mal. Cerró el archivo que estaba mirando y lo apartó a un lado.
—¿Cuál es el problema? —preguntó a Michelle, cuyo pecho estaba inflado como el de un King Kong.
Ella lo miró a su padre y siseó molesta.
—Estoy harta de cuidar a Richard, padre —se quejó—. Tengo que bañarlo, alimentarlo y limpiarlo. Y el hecho de tener que hacerlo todo yo misma me enfurece aún más porque esa suegra mía no quiere que las criadas me ayuden en absoluto. Estoy harta de vivir en esa casa, padre —habló sin parar.
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