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Tercera parte Los alcaldes

—Muchacho —volvió a hablar Wienis—, quería hablarte antes de esto, y quizá tendría que haberlo hecho, pero sé que eres joven e impetuoso, y los áridos pormenores de la política te aburren.

Lepold asintió con la cabeza.

—Bueno, no tiene importancia…

Su tío lo interrumpió con firmeza y continuó:

—Sin embargo, dentro de dos meses serás mayor de edad.

Es más, en los difíciles tiempos que se avecinan, deberás implicarte de lleno y actuar. A partir de ahora serás rey, Lepold.

De nuevo Lepold asintió con la cabeza, aunque su expresión se mantuvo impasible.

—Habrá guerra, Lepold.

—¡Guerra! Pero la tregua con Smyrno…

—No con Smyrno. Con la Fundación.

—Pero tío, han accedido a reparar la nave. Tú mismo has dicho…

Dejó la frase inacabada al reparar en el rictus que deformaba los labios de su tío.

—Lepold —la voz del anciano había perdido un ápice de su cordialidad—, tenemos que hablar de hombre a hombre. Habrá guerra con la Fundación, tanto si se arregla la nave como si no; y pronto, de hecho, puesto que las labores de reparación ya han comenzado. La Fundación es una fuente de energía y poder. Toda la grandeza de Anacreonte, todas sus naves, sus ciudades, sus gentes y su comercio dependen de los restos y las migajas de energía que la Fundación nos ha cedido siempre a regañadientes. Recuerdo una época, que viví personalmente, en la que las ciudades de Anacreonte se calentaban con la combustión del carbón y el petróleo. Pero eso no tiene importancia, no sabes de qué te hablo.

—Se diría —sugirió tímidamente el rey— que deberíamos mostrarnos agradecidos…

—¿Agradecidos? —bramó Wienis—. ¿Agradecidos porque nos racionen sus meros despojos mientras ellos se reservan el espacio sabe qué cantidades? ¿Y con qué intención? Para gobernar la Galaxia algún día, ni más ni menos.

Descargó un manotazo en la rodilla de su sobrino y entornó los párpados.

—Lepold, eres el rey de Anacreonte. Tus hijos y los hijos de tus hijos podrían ser reyes del universo… si tú tuvieras el poder que nos niega la Fundación.

—Quizá haya algo de verdad en eso. —La mirada de Lepold se iluminó al tiempo que su espalda se enderezaba—. Después de todo, ¿con qué derecho pretenden quedarse con todo? No es justo, ¿sabes? Anacreonte también se merece algo.

—¿Lo ves?, empiezas a entenderlo. Y ahora, muchacho, ¿qué ocurriría si Smyrno decidiera atacar a la Fundación por su cuenta y se adueñara de todo ese poder? ¿Cuánto tiempo crees que tardaríamos en convertimos en sus vasallos? ¿Hasta cuándo ostentarías el trono?

—Por el espacio, sí —se exaltó Lepold—. Tienes toda la razón, ¿sabes? Debemos atacar primero. Sería en defensa propia.

La sonrisa de Wienis se ensanchó ligeramente.

—Además, una vez, al comienzo del reinado de tu abuelo, Anacreonte estableció una base militar en el planeta de la Fundación, Terminus… una base de vital importancia para la defensa nacional. Tuvimos que abandonarla por culpa de las maquinaciones del líder de aquella Fundación, un canalla taimado, un estudioso sin una sola gota de sangre noble en las venas. ¿Lo entiendes, Lepold? Este plebeyo humilló a tu abuelo. ¡Lo recuerdo perfectamente! Era poco mayor que yo cuando llegó a Anacreonte con su sonrisa diabólica y su cerebro endemoniado… y respaldado por la fuerza de los otros tres reinos, que habían formado una alianza mezquina para oponerse a la grandeza de Anacreonte.

Las mejillas de Lepold se encendieron y llamearon sus ojos.

—Por Seldon, si me hubiera visto en la misma situación que mi abuelo, habría luchado a pesar de todo.

—No, Lepold. Decidimos esperar… para reparar la afrenta cuando la ocasión fuera más propicia. Antes de que su precipitada muerte, tu padre esperaba ser él quien… Pero bueno, bueno. —Wienis dio la espalda a sus recuerdos. A continuación, con emoción contenida—: Era mi hermano. Y sin embargo, si su hijo…

—Sí, tío, no le fallaré. Está decidido. Es justo que Anacreonte aniquile ese nido de alborotadores, y de inmediato.

—No, de inmediato no. Primero debemos esperar hasta que terminen las reparaciones del acorazado. El hecho mismo de que hayan accedido a realizar los arreglos demuestra que nos temen. Son tan ingenuos que pretenden apaciguarnos así, pero eso no nos apartará de nuestro camino, ¿verdad?

Lepold cerró un puño y lo estrelló en la palma de la otra mano.

—No mientras yo sea el rey de Anacreonte.

Un rictus cáustico aleteó en los labios de Wienis.

—Además, debemos esperar a que llegue Salvor Hardin.

—¡Salvor Hardin! —El rey puso los ojos como platos de repente, y el efébico contorno de su rostro lampiño perdió el atisbo de crueldad que lo crispaba.

—Sí, Lepold, el mismísimo líder de la Fundación vendrá a Anacreonte por tu cumpleaños… probablemente para amansarnos con mentiras edulcoradas. Pero no le servirá de nada.

—¡Salvor Hardin! —Un murmullo apenas audible.

Wienis frunció el ceño.

—¿Acaso te asusta su nombre? Se trata del mismo Salvor Hardin que nos restregó las narices por el polvo en su anterior visita. ¿No se te habrá olvidado ese insulto a la casa real? Y proveniente de un plebeyo. Escoria de la más baja estofa.

—No. Supongo que no. No se me ha olvidado. ¡No lo olvidaré! Nos vengaremos, pero… pero… sí que tengo miedo… un poquito.

El regente se puso de pie.

—¿Miedo? ¿De qué? ¿De qué, pequeño…? —Se le atragantaron las palabras.

—Sería… esto… algo blasfemo, ¿sabes?, atacar la Fundación, quiero decir… —Silencio.

—Continúa.

—Quiero decir —prosiguió Lepold, aturullado—, si es cierto que existe un espíritu galáctico, seguramente no… esto… no le hará gracia, ¿no crees?

—No, no lo creo —fue la seca respuesta. Wienis se sentó de nuevo y dejó que una sonrisita le torciera los labios—. ¿No crees que te estás calentado demasiado la cabeza con todas esas historias sobre el espíritu galáctico? Eso es lo que pasa por dejar que vayas a tu aire. Supongo que habrás estado escuchando a Verisof.

—Me ha explicado muchas cosas…

—¿Sobre el espíritu galáctico?

—Sí.

—Cachorro sin destetar, pero si él cree en esas zarandajas mucho menos que yo, y yo no creo en ellas en absoluto. ¿Cuántas veces tendré que decirte que son simples bobadas?

—Bueno, ya lo sé. Pero según Verisof…

—Al cuerno con Verisof. Son bobadas y punto.

Tras un instante de rebelde silencio, Lepold repuso:

—Todo el mundo cree en ellas. Me refiero a la historia del profeta Hari Seldon y sus designios para que la Fundación siguiera sus instrucciones y restaurara el paraíso galáctico algún día. Dicen que todo aquél que ose desobedecer sus mandamientos estará condenado por toda la eternidad. La gente lo cree. He presidido muchos festivales y sé que es verdad.

—Sí, la gente lo cree, pero nosotros no. Y da gracias porque así sea, pues según estas paparruchas eres rey por derecho divino… y un semidiós a tu vez. Muy práctico. Elimina todas las posibilidades de que estalle una revuelta y te garantiza obediencia absoluta. Por ese motivo, Lepold, debes tomar la iniciativa y declarar la guerra a la Fundación. Yo soy un mero regente, y totalmente humano. Tú eres el rey, una semidivinidad… para el pueblo.

—Aunque en realidad no lo sea —reflexionó el monarca.

—No, en realidad no —fue la sarcástica respuesta—, pero todos lo creen menos los habitantes de la Fundación. ¿Lo entiendes? Todos menos los habitantes de la Fundación. Con ellos barridos del mapa, no quedará nadie que dude de tu divinidad. Piénsalo.

—¿Y después de eso podremos operar las cajas de poder de los templos y las naves que vuelan sin tripulantes y los alimentos sagrados que curan el cáncer y todo lo demás? Verisof asegura que sólo quienes gocen del beneplácito del espíritu galáctico…

—¡Otra vez Verisof! Verisof, después de Salvor Hardin, es tu peor enemigo. Quédate a mi lado, Lepold, y no te preocupes por ellos. Juntos recrearemos un imperio: no sólo el reino de Anacreonte, sino uno que comprenda todos los miles de millones de soles de la Galaxia. ¿No es eso mejor que un hipotético «paraíso galáctico»?

—S-sí.

—¿Puede prometer Verisof algo más?

—No.

—Pues no se hable más. —La voz de Wienis adquirió un timbre apremiante—. Creo que podemos dar por zanjado este asunto. —No esperó a recibir respuesta antes de añadir—: Puedes retirarte. Yo bajaré enseguida. Una cosa más, Lepold.

El joven rey se dio la vuelta en el umbral.

La sonrisa que dibujaban los labios de Wienis no se reflejaba en sus ojos.

—Ten cuidado cuando salgas a cazar nyaks, muchacho. Desde el lamentable accidente de tu padre, a veces me asaltan presentimientos extraños sobre ti. En medio de la confusión, con los fusiles de agujas llenando el aire de dardos, nunca se sabe. Espero que tengas cuidado. Seguirás mis recomendaciones sobre la Fundación, ¿a que sí?

Lepold abrió los ojos de par en par y rehuyó la mirada de su tío.

—Sí… desde luego.

—¡Así se habla! —Wienis, inexpresivo, se quedó contemplando la retirada de su sobrino y regresó al escritorio.

Los pensamientos de Lepold eran sombríos y no estaban exentos de temor. Quizá fuera mejor derrotar a la Fundación y conseguir el poder del que hablaba Wienis. Pero después, cuando terminara la guerra y él estuviera a salvo en el trono… Lo asaltó la consciencia de que Wienis y sus dos vástagos arrogantes eran, en esos instantes, los siguientes en la línea de sucesión.

Pero él era el rey. Y los reyes podían ordenar que se fusilara a la gente. Tíos y primos incluidos.

4

Aparte de Sermak, Lewis Bort era la persona más implicada en el reclutamiento de aquellos elementos disidentes que ya se daban cita en el vociferante Partido de la Acción. Sin embargo, no formaba parte de la delegación que había visitado a Salvor Hardin hacía casi seis meses. Esto no obedecía a ninguna falta de reconocimiento a su labor, al contrario. Su ausencia se había debido a la misma razón de peso por la que en aquellos instantes se encontraba en el mundo capital de Anacreonte.

Lo visitó en calidad de ciudadano particular. No se reunió con ningún cargo oficial ni hizo nada importante. Se limitó a observar los rincones más recónditos del bullicioso planeta y a meter la naricita achatada en todos los recovecos.

Volvió a casa a finales de una breve jornada invernal que había empezado con nubes y estaba concluyendo con nieve, y en cuestión de una hora se hallaba sentado a la mesa octogonal del hogar de Sermak.

Sus primeras palabras no estaban calculadas para alegrar el ambiente de una reunión considerablemente enturbiada ya por el tormentoso crepúsculo.

—Me temo —empezó— que nuestra posición es lo que en términos melodramáticos podría calificarse de «causa perdida».

—¿Eso cree? —replicó Sermak, ceñudo.

—No se trata de que lo crea yo, Sermak. Es que no cabe otra opinión.

—Los arsenales… —terció oficiosamente el doctor Walto, pero Bort no le dejó continuar.

—Olvídelo. Es agua pasada. —Recorrió el círculo con la mirada—. Me refiero a la gente. Reconozco que fui yo quien sugirió alentar una rebelión en palacio para sentar en el trono a alguien más afín a la Fundación. La idea era buena. Todavía lo es. El único problema es que sería imposible de llevar a la práctica. El ilustre Salvor Hardin se ha encargado de eso.

—Si tuviera la bondad de proporcionarnos más detalles, Bort…

—¡Detalles! No hay ninguno, así de fácil. Se trata de la condenada situación de Anacreonte, de la religión establecida por la Fundación. ¡Funciona!

—Caramba.

—Hay que verlo en acción para creerlo. Lo único que sabemos aquí es que hay una institución consagrada a la formación de sacerdotes, y que de vez en cuando se organiza una función especial en alguna esquina remota de la ciudad para disfrute de los peregrinos… y ya está. En general, todo eso asunto no nos afecta. Pero en Anacreonte…

Lem Tarki se atusó la puntiaguda perilla con un dedo y carraspeó.

—¿De qué tipo de religión se trata? Hardin siempre ha dicho que no era más que una sarta de monsergas con las que lograr que aceptaran nuestra ciencia sin hacer preguntas. Sermak, si recuerda lo que nos contó aquel día…

—No conviene creerse a pies juntillas las explicaciones de Hardin —lo atajó Sermak—. ¿Pero de qué tipo de religión se trata, Bort?

El aludido reflexionó.

—Éticamente hablando, está bien. No se diferencia en casi nada de las distintas filosofías del antiguo Imperio. Estándares morales elevados y todo eso. Ninguna queja en ese sentido. La religión es una de las grandes influencias civilizadoras de la historia y como tal cumple…

—Eso ya lo sabemos —se impacientó Sermak—. Vaya al grano.

—De acuerdo. —Bort se esforzó por disimular su desconcierto—. La religión… alentada y fomentada por la Fundación, les recuerdo… se basa en unas directrices estrictamente autoritarias. El sacerdocio ostenta el monopolio de las herramientas científicas que hemos donado a Anacreonte, pero su dominio de éstas sólo es empírico. Creen en esta religión a pies juntillas, y también en el… esto… valor espiritual del poder que controlan. Por ejemplo, hace dos meses un chiflado saboteó la central energética del templo de Thessalekia, uno de los más importantes. Cinco manzanas saltaron por los aires, naturalmente. Todo el mundo consideró que se trataba de una venganza divina, incluidos los sacerdotes.

—Lo recuerdo. Los periódicos publicaron una embarullada versión de la historia en su día. No entiendo adónde pretende llegar.

—Bueno, escuche —dijo Bort, sucinto—. El sacerdocio constituye una jerarquía en cuya cúspide se encuentra el rey, quien es tratado como una especie de semidiós. Es monarca absoluto por derecho divino, algo que no ponen en duda los sacerdotes ni nadie. Es imposible derrocar una figura así. ¿Ve ahora adónde pretendo llegar?

—Un momento —intervino Walto llegado este punto—. ¿A qué se refiere con que todo esto es obra de Hardin? ¿Qué papel representa él?

Bort lanzó una mirada cargada amargura a su interrogador.

—La Fundación ha reforzado esta ilusión con asiduidad. La farsa goza de todo el respaldo de nuestra ciencia. No hay un solo festival que no presida el rey envuelto en un aura radiactiva que emana de su cuerpo y flota sobre su cabeza como una corona. Quienes lo tocan sufren graves quemaduras. En los momentos cruciales puede surcar el aire de un sitio a otro, supuestamente inspirado por un espíritu divino. Es capaz de inundar el templo de una luz interior perlada con un simple gesto. Son innumerables los trucos de este estilo que utiliza en su provecho, pero incluso los sacerdotes que los realizan personalmente creen en ellos.

—Espantoso —musitó Sermak, mordiéndose el labio.

—Me dan ganas de llorar como la fuente del parque del ayuntamiento —se lamentó apasionadamente Bort— cuando pienso en la oportunidad de oro que desaprovechamos. Imagínense la situación hace treinta años, cuando Hardin impidió que la Fundación cayera en manos de Anacreonte. Por aquel entonces, el pueblo de Anacreonte no sospechaba siquiera que el Imperio estuviera tambaleándose. Llevaban ocupándose de sus asuntos más o menos desde la revuelta zeoniana, pero no supieron entender que el Imperio zozobraba, ni siquiera cuando se interrumpieron las comunicaciones y el pirata del abuelo de Lepold se proclamó rey.

»Si el emperador hubiera tenido agallas para intentarlo, podría haber recuperado el control con un par de acorazados y con la ayuda de la subsiguiente revuelta interna que sin lugar a dudas habría estallado. Y nosotros… nosotros podríamos haber hecho lo mismo, pero no, Hardin, fundó el culto a la monarquía. Personalmente, no lo entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—¿A qué se dedica Verisof? —inquirió de improviso Jaim Orsy—. En su día fue un accionista consumado. ¿Qué hace allí? ¿También él está ciego?

—No lo sé —respondió secamente Bort—. Para ellos es el sumo sacerdote. Que yo sepa, no hace nada salvo ejercer de consejero sobre detalles técnicos ante el sacerdocio. Se ha convertido en un condenado testaferro.

Los reunidos enmudecieron y todas las miradas se posaron en Sermak. El joven líder del partido dejó de morderse nerviosamente una uña para mascullar:

—Tiene mala pinta. Algo huele a podrido.

Miró a su alrededor y añadió con más énfasis:

—¿Es posible que Hardin sea tan necio?

—Eso parece. —Bort se encogió de hombros.

—De ninguna manera. Aquí hay gato encerrado. Haría falta ser rematadamente estúpido para colocarse la soga al cuello de esa manera sin prever alguna salida. Me niego a creer que Hardin sea tan tonto. Por una parte, fundó una religión que imposibilita la aparición de disensiones internas. Por otra, proporciona a Anacreonte todo tipo de armas de guerra. No tiene sentido.

—La situación es complicada, lo reconozco —dijo Bort—, pero los hechos hablan por si solos. ¿Qué deberíamos pensar?

—Es un traidor redomado —declaró Walto con voz temblorosa—. Está a su servicio.

Sermak sacudió la cabeza con impaciencia.

—Tampoco creo que se trate de eso. Es una locura sin sentido… Dígame, Bort, ¿ha averiguado algo acerca del acorazado que la Fundación debía reparar para la armada de Anacreonte?

—¿Acorazado?

—Un viejo acorazado imperial…

—No, no sabía nada. Aunque eso no significa gran cosa. Los astilleros de la armada son auténticos santuarios inviolables para el común de la plebe. La flota está envuelta en el mayor de los misterios.

—Pues bien, circulan rumores. Algunos miembros del partido han llevado el asunto ante el consejo. Hardin no ha negado nada, ¿sabe? Sus portavoces denunciaron el afán de protagonismo de los chismosos y no volvió a hablarse del tema. Quizá sea importante.

—Sigue la misma tónica que todo lo demás —dijo Bort—. Si fuera cierto, sería una completa locura. Pero no peor que el resto.

—Quizá Hardin tenga un arma secreta escondida —terció Orsy—. Eso podría…

—¿Qué va a tener —lo atajó Sermak, sarcástico—, una careta horrorosa que se pondrá en el momento psicológico adecuado para asustar a Wienis y que al viejo le dé un síncope? Si la Fundación depende de un arma secreta, lo mejor será que se desintegre de una vez y se ahorre el suspense.

Orsy se apresuró a cambiar de tema.

—Bueno, la cuestión se reduce a lo siguiente: ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Eh, Bort?

—De acuerdo. Ésa es la cuestión. Pero a mí no me miren, no tengo ni idea. La prensa de Anacreonte no mienta nunca la Fundación. En estos momentos sólo se habla de las inminentes celebraciones. Como saben, Lepold alcanzará la mayoría de edad la semana que viene.

—En tal caso disponemos de meses. —Walto esbozó la primera sonrisa de la velada—. Eso nos da tiempo…

—Eso nos da tiempo, y un cuerno —se exasperó Bort—. Ya les he dicho que el rey es una deidad. ¿Creen que necesita lanzar una campaña propagandística para enardecer el ánimo de sus súbditos? ¿Que tiene que acusamos de agresión y soltar las riendas del sentimentalismo barato? Cuando llegue la hora de atacar, Lepold dará la orden y el pueblo luchará. Así de fácil. Ese es el meollo de la cuestión. Uno no cuestiona a su dios. Nada le impide emitir esa orden mañana mismo, y si la idea se les atraganta, beban un poco de agua para empujarla.

Todo el mundo intentó hablar a la vez. Sermak estaba aporreando la mesa, pidiendo silencio, cuando se abrió la puerta principal y Levi Norast irrumpió en el edificio. Subió las escaleras corriendo, sin quitarse el abrigo, dejando un rastro de nieve.

—¡Miren eso! —exclamó al tiempo que tiraba un periódico salpimentado de copos helados encima de la mesa—. Los visiproyectores tampoco hablan de otra cosa.

Cinco cabezas se inclinaron sobre el noticiario, que se había abierto solo.

—Por el espacio —exhaló Sermak—, se va a Anacreonte. ¡Se va a Anacreonte!

—¡Es un traidor! —chilló Tarki, soliviantado—. Que me aspen si Walto no tiene razón. Nos ha vendido y ahora pretende cobrar la recompensa.

Sermak se había puesto de pie.

—Ya no tenemos elección. Mañana propondré ante el consejo una moción para destituir a Hardin. Y si eso falla…

5

Aunque ya había dejado de nevar, el estilizado vehículo terrestre avanzaba con dificultad debido al grueso manto blanco que aún recubría las avenidas desiertas. La turbia luz gris del incipiente amanecer era fría no sólo en el sentido poético de la palabra, sino también literalmente, y aun en el turbulento estado actual de la política de la Fundación, nadie, ni accionista ni pro Hardin, tenía la presencia de ánimo necesaria para echarse a la calle tan temprano.

Yohan Lee expresó el malestar que le producía esta circunstancia refunfuñando entre dientes:

—Quedarás mal, Hardin. Dirán que te fuiste a hurtadillas.

—Que digan lo que les apetezca. Tengo que ir a Anacreonte y quiero hacerlo sin complicaciones. Déjalo ya, Lee.

Hardin se retrepó en el asiento mullido y sufrió un tiritón. Aunque la calefacción mantenía el frío a raya en el interior del vehículo, ver el mundo cubierto de nieve le producía escalofríos incluso a través del cristal.

Contemplativo, dijo:

—Algún día, cuando tengamos tiempo, deberíamos suavizar las condiciones climáticas de Terminus. No es imposible.

—Por mi parte —replicó Lee—, preferiría cambiar otras cosas primero. Por ejemplo, ¿qué tal las condiciones climáticas de Sermak? Una bonita celda cuya temperatura rondara los veinticinco grados centígrados todos los días del año sería perfecta.

—Entonces sí que necesitaría guardaespaldas, y no sólo esos dos. —Hardin señaló con el dedo a los dos matones de Lee que viajaban sentados delante, con el conductor, escudriñando concentradamente las calles vacías, con las manos apoyadas en sus pistolas atómicas—. Salta a la vista que quieres avivar las llamas de una guerra civil.

—¿Yo? Esa lumbre tiene madera de sobra y no hace falta que la atice nadie, te lo aseguro. —Empezó a enumerar con los dedos rechonchos—. Uno: ayer Sermak puso el grito en el cielo ante el consejo de la ciudad y exigió tu destitución.

—Tenía perfecto derecho a hacerlo —fue la apacible respuesta de Hardin—. Además, perdió la moción por 206 a 184.

—Es verdad. Una mayoría de veintidós cuando contábamos por lo menos con sesenta. Tú también, no lo niegues.

—Estuvo cerca —reconoció Hardin.

—Ya. Y dos: después de la votación, los cincuenta y nueve miembros del Partido Accionista se encabritaron y abandonaron la cámara del consejo en estampida.

Hardin optó por no decir nada, y Lee concluyó:

—Y tres: antes de irse, Sermak se desgañitó llamándote traidor, dijo que el motivo de tu visita a Anacreonte era cobrar tus treinta monedas de plata, que la mayoría de la cámara era cómplice de tu delito por negarse a votar en favor de la destitución, y que su partido no se llamaba «accionista» en vano. ¿Qué opinas de eso?

—Opino que tendremos problemas.

—Y ahora te largas antes de que amanezca, como un delincuente. Deberías plantarles cara, Hardin. ¡Declara la ley marcial si hace falta, por el espacio!

—La violencia es el último refugio…

—… del incompetente. ¡Bobadas!

—Bueno. Ya veremos. Ahora escúchame bien, Lee. Hace treinta años se abrió la Bóveda del Tiempo, y en el quincuagésimo aniversario del nacimiento de la Fundación, apareció una grabación de Hari Seldon para darnos la primera pista de lo que en realidad estaba ocurriendo.

—Lo recuerdo. —Lee asintió con una sonrisita—. Fue el día que ocupamos el gobierno.

—Exacto. Estábamos inmersos en nuestra primera crisis importante. Ésta es la segunda… y dentro de tres semanas se celebrará el octogésimo aniversario del nacimiento de la Fundación. ¿Crees que eso podría significar algo?

—¿Insinúas que va a volver?

—No he terminado. Seldon nunca dijo nada de regresar, cierto, pero eso encaja con el resto de su plan. Siempre ha hecho todo lo posible para mantenernos en la ignorancia. Habría que desguazar la Bóveda para averiguar si la cerradura de radio está programada para abrirse otra vez, y lo más probable es que se autodestruyera si lo intentáramos. He estado presente en todos los aniversarios desde aquella primera aparición, por si acaso. Nunca ha hecho acto de presencia, pero ésta es la primera crisis a la que nos enfrentamos desde entonces.

—Entonces aparecerá.

—Quizá. No lo sé. Sin embargo, ése es el quid de la cuestión. En la sesión del consejo de hoy, justo después de revelar que me he ido a Anacreonte, anunciarás oficialmente que el próximo 14 de marzo aparecerá otra grabación de Hari Seldon con un mensaje de vital importancia relacionado con la crisis recién concluida con éxito. Es muy importante, Lee. No digas ni una palabra más por muchas preguntas que te hagan.

Lee se lo quedó mirando fijamente.

—¿Se lo creerán?

—Eso da igual. Los desconcertará, que es lo que quiero. Mientras intentan decidir si es cierto y qué espero conseguir con ello si no lo es… decidirán posponer cualquier acción hasta después del 14 de marzo. Habré vuelto mucho antes de esa fecha.

—Pero «concluida con éxito»… —musitó Lee, preocupado—. Eso es mentira.

—Una mentira sumamente desconcertante. Ya hemos llegado al aeropuerto.

La mole de la nave espacial aguardaba sombría en la penumbra. Hardin caminó hacia ella por la nieve con paso decidido y se giró con la mano extendida al llegar a la escotilla abierta.

—Adiós, Lee. Siento dejarte en una situación tan comprometida, pero no confío en nadie más. Por favor, ocúpate de apagar el fuego.

—No te preocupes. Las llamas tampoco son tan altas. Da por cumplidas tus órdenes.

Yohan Lee retrocedió mientras se cerraba la escotilla.

6

Salvor Hardin no viajó directamente a Anacreonte, el planeta que prestaba su nombre al reino. Llegó el día antes de la coronación, tras una serie de visitas relámpago que lo llevó a ocho de los principales sistemas estelares del reino, deteniéndose sólo el tiempo necesario para conferenciar con los representantes locales de la Fundación.

El viaje lo dejó con una opresiva comprensión de la vastedad del reino. Era una astilla diminuta, una mota insignificante comparada con los inconcebibles confines del Imperio Galáctico del que antaño se enorgulleciera de formar parte; pero para alguien cuyas pautas de pensamiento se habían forjado alrededor de un solo planeta, y escasamente poblado, la superficie y la población de Anacreonte eran abrumadoras.

Ciñéndose estrechamente a los límites de la antigua prefectura de Anacreonte, abarcaba veinticinco sistemas estelares, seis de los cuales incluían más de un mundo habitado. La población de diecinueve mil millones, pese a ser muy inferior a la alcanzada en el mayor momento de gloria del Imperio, aumentaba rápidamente con el creciente desarrollo científico que fomentaba la Fundación.

Hasta ahora, la magnitud de esa tarea nunca había impresionado a Hardin. Durante treinta largos años, únicamente el mundo capital había tenido energía. Las provincias exteriores seguían conteniendo inmensas regiones donde la energía atómica todavía no se había vuelto a introducir. Incluso los escasos resultados obtenidos hubieran sido inalcanzables sin las reliquias aún operativas dejadas por la desaparición del Imperio como madera de deriva en la playa al retirarse la marea.

Cuando Hardin llegó al mundo capital, se encontró con un parón en la actividad que afectaba a todos los negocios. En las provincias exteriores había habido y seguía habiendo celebraciones; pero aquí, en Anacreonte, no había absolutamente nadie que no estuviera involucrado en el bullicio de los festejos religiosos que anticipaban la mayoría de edad de su rey dios, Lepold.

Hardin había logrado reunirse durante apenas media hora con un Verisof ojeroso y agotado antes de que su embajador tuviera que irse corriendo para supervisar la enésima fiesta en un templo. Ese tiempo, sin embargo, había resultado ser muy provechoso, y Hardin se dispuso satisfecho a asistir al espectáculo de fuegos artificiales de esa noche.

Actuaba en todo momento como observador, pues no tenía estómago para las labores religiosas que sin duda habría tenido que realizar si se hiciera pública su identidad. Por eso, cuando el salón de baile del palacio se inundó con una horda rutilante compuesta por lo más granado de la nobleza del reino, se encontró abrazado a la pared, inadvertido o ignorado por completo.

Desde una distancia segura y como uno más de una larga fila de visitantes había presentado sus respetos a Lepold, que se erguía en solitario envuelto en un halo de impresionante esplendor, además de su fulminante aura radiactiva. En menos de una hora, el rey se sentaría en el descomunal trono de aleación de rodio e iridio tachonado de joyas con engarces de oro, y a continuación, ambos se elevarían majestuosamente y volarían con parsimonia a ras de suelo hasta detenerse flotando frente al gran ventanal desde el cual los innumerables plebeyos reunidos podrían ver a su monarca y ovacionarlo hasta quedarse roncos. El trono no sería tan descomunal, naturalmente, si no estuviera equipado con un motor atómico.

Eran más de las once. Hardin, nervioso, se puso de puntillas para ver mejor. Reprimió el impulso de subirse a una silla. Se tranquilizó cuando vio a Wienis abriéndose paso entre la multitud en dirección a él.

El avance de Wienis era pausado. Casi a cada paso debía cruzar palabras de cortesía con algún noble venerable cuyo abuelo había recibido un ducado en recompensa por ayudar al abuelo de Lepold a saquear el reino.

Por fin logró zafarse del último lord uniformado y llegó junto a Hardin. Su sonrisa se convirtió en una mueca torcida y sus ojos negros rutilaron con un destello de satisfacción bajo las cejas entrecanas.

—Estimado Hardin —dijo en voz baja—, no me extraña que te aburras, si te niegas a anunciar tu identidad.

—No me aburro, alteza. Todo esto es sumamente interesante. En Terminus no tenemos ningún espectáculo comparable, ¿sabe?

—Sin duda. ¿Te importa que vayamos a mis aposentos privados, donde podremos hablar largo y tendido, y considerablemente más en privado?

—Encantado.

Subieron la escalera cogidos del brazo, y más de una duquesa viuda levantó los impertinentes extrañada por la identidad de este desconocido de atuendo insignificante e insulsa apariencia al que el príncipe regente concedía tan insigne honor.

Ya en los aposentos de Wienis, Hardin se acomodó a sus anchas y aceptó con un murmullo de gratitud la copa de licor que el regente le había servido personalmente.

—Vino de Locris, Hardin —dijo Wienis—, de las bodegas reales. Excelente: tiene dos siglos de antigüedad. Se embotelló diez años antes de la rebelión zeoniana.

—Una bebida digna de un rey —convino educadamente Hardin—. Por Lepold I, rey de Anacreonte.

Bebieron, y tras un instante de pausa, Wienis añadió:

—Y emperador de la Periferia, dentro de poco, y después, ¿quién sabe? Puede que la Galaxia vuelva a unificarse algún día.

—Sin duda. ¿Gracias a Anacreonte?

—¿Por qué no? Con la ayuda de la Fundación, nuestra superioridad científica sobre el resto de la Periferia sería indisputable.

Hardin soltó la copa vacía y dijo:

—Bueno, sí, sólo que, naturalmente, la Fundación está obligada a ayudar a cualquier nación que solicite apoyo científico. Debido al idealismo extremo de nuestro gobierno y a la generosidad moral de nuestro fundador, Hari Seldon, no podemos tener favoritismos. Es inevitable, alteza.

La sonrisa de Wienis se ensanchó.

—El espíritu galáctico, como reza la voz popular, ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. Tengo entendido que, si de ella dependiera, la Fundación no cooperaría jamás.

—Yo no diría tanto. Después de todo, hemos reparado el acorazado imperial para ustedes, aunque mi junta de navegación pretendía quedárselo con fines científicos.

—¡«Fines científicos»! —repitió con sarcasmo el regente—. ¡Claro que si! Nunca lo habríais reparado si yo no os hubiese amenazado con declarar la guerra.

Hardin descartó la idea con un ademán.

—No sé yo…

—Pero yo sí. Y la amenaza era real.

—¿Sigue siéndolo?

—Ya es demasiado tarde para hablar de amenazas. —Wienis había lanzado una miradita fugaz al reloj que había encima de la mesa—. Mira, Hardin, no es la primera vez que vienes a Anacreonte. Por aquel entonces eras joven; ambos lo éramos. Aun así, nuestros puntos de vista ya eran completamente distintos. Eres lo que se llama una persona de paz, ¿cierto?

—Supongo que sí. Al menos, considero que la violencia es la vía menos económica de obtener un resultado. Siempre habrá alternativas mejores, aunque a veces sean un poco menos directas.

—Sí. He oído hablar de tu célebre frase: «La violencia es el último refugio del incompetente». Sin embargo —el regente se rascó delicadamente una oreja, fingiéndose abstraído—, yo no me tildaría de incompetente, precisamente.

Hardin asintió educadamente con la cabeza, en silencio.

—A pesar de todo —prosiguió Wienis—, siempre he creído en la acción directa. Creo en trazar el camino más recto hasta mi objetivo y seguirlo sin desviarme. He conseguido muchas cosas de esa manera, y espero conseguir todavía más.

—Lo sé —terció Hardin—. Sospecho que estás trazando uno de esos caminos para ti y para tus hijos, un camino que lleva directamente al trono, teniendo en cuenta la lamentable muerte del padre del rey… tu hermano mayor… y el precario estado de salud del monarca. Porque su estado de salud es precario, ¿me equivoco?

Wienis frunció el ceño ante esta observación, y su voz se endureció.

—Te aconsejo, Hardin, que evites determinados temas de conversación. Quizá creas que ser alcalde de Terminus te capacita para formular… ah… comentarios poco juiciosos, pero en tal caso, harías bien en quitarte esa idea de la cabeza. Las palabras no me dan miedo. Siempre he creído en la filosofía de que los problemas se resuelven abordándolos de frente, y aún he de encontrarme con uno que me obligue a volverle la espalda.

—No lo pongo en duda. ¿Hay algún problema en particular al que te resistas a volverle la espalda en estos momentos?

—El problema, Hardin, de convencer a la Fundación para que coopere. Verás, tu política de paz te ha llevado a cometer varios errores de bulto, tan sólo porque subestimas el aplomo de tu adversario. No todo el mundo comparte tus reparos a la hora de emprender acciones directas.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, has venido a Anacreonte en solitario, y en solitario has acudido a mis aposentos.

Hardin miró a su alrededor.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Nada —dijo el regente—, salvo porque fuera de esta habitación hay cinco guardias armados y listos para disparar. Creo que no puedes salir, Hardin.

El alcalde enarcó las cejas.

—No pensaba hacerlo inmediatamente. ¿Tanto miedo te doy?

—No me das ningún miedo, pero espero que esto sirva para hacerte ver mi determinación. Se podría decir que no es más que un simple gesto.

—Llámalo como te apetezca —replicó con indiferencia Hardin—. Cualquiera que sea el nombre que le pongas a este incidente, no dejaré que me incomode.

—Estoy seguro de que esa actitud cambiará con el tiempo. También has cometido otro error, Hardin, más grave. Se diría que el planeta Terminus está prácticamente indefenso.

—Desde luego. ¿Qué podríamos temer? No amenazamos los intereses de nadie y servimos a todos por igual.

—Mientras os obstinabais en permanecer indefensos —continuó Wienis—, tuvisteis la amabilidad de ayudarnos a armarnos, y desempeñasteis un papel fundamental en el desarrollo de nuestra armada, una armada imponente. Una armada, de hecho, prácticamente invencible desde vuestro donativo del acorazado imperial.

—Alteza, pierdes el tiempo. —Hardin hizo ademán de levantarse del asiento—. Si quieres declararnos la guerra y me estás informando de ello, permíteme hablar con mi gobierno inmediatamente.

—Siéntate, Hardin. Ni yo estoy declarándoos la guerra, ni tú vas a hablar con tu gobierno. Cuando estalle el conflicto… no cuando se declare, Hardin, sino cuando estalle… la Fundación será debidamente notificada por las bombas atómicas de la armada anacreonte, liderada por mi propio hijo a bordo del buque insignia, Wienis, antiguo acorazado de la armada imperial.

Hardin frunció el ceño.

—¿Cuándo ocurrirá todo eso?

—Si realmente quieres saberlo, las naves de la flota salieron de Anacreonte hace exactamente cincuenta minutos, a las once, y efectuarán el primer disparo en cuanto avisten Terminus, lo que debería ocurrir mañana a mediodía. Considérate prisionero de guerra.

—Eso es ni más ni menos lo que me considero, alteza —replicó Hardin, con el entrecejo aún arrugado—, pero estoy decepcionado.

Wienis soltó una risita desdeñosa.

—¿Eso es todo?

—Sí. Creía que la coronación… a medianoche, como sabes… sería el momento más lógico para poner en marcha la flota. Es evidente que querías empezar la guerra mientras todavía fueras regente. De la otra manera habría sido más dramático.

El regente se lo quedó mirando fijamente.

—¿De qué espacios estás hablando?

—¿No lo entiendes? —respondió suavemente Hardin—. Mi contragolpe estaba planeado para las doce de la noche.

Wienis lo observó desde su silla, incrédulo.

—No me engañas. No hay ningún contragolpe. Si cuentas con el respaldo de los demás reinos, olvídalo. Sus armadas, combinadas, no son rival para la nuestra.

—Eso ya lo sé. No pretendo efectuar ningún disparo. Es sólo que hace una semana se anunció que hoy a medianoche se declararía el interdicto en el planeta Anacreonte.

—¿Interdicto?

—Así es. Por si no lo entiendes, te diré que todos los sacerdotes de Anacreonte van a declararse en huelga a menos que yo anule la orden, algo que me resultará imposible si estoy incomunicado, aunque tampoco lo haría si no lo estuviera. —Se inclinó hacia delante y, con repentino brío, añadió—: ¿Comprendes, alteza, que atacar a la Fundación es poco menos que un sacrilegio de primera magnitud?

Wienis pugnó visiblemente por conservar la calma.

—No me vengas con ésas, Hardin. Ahórratelo para el populacho.

—Estimado Wienis, ¿para quién si no te crees que iba a ahorrármelo? Según mis cálculos, hace media hora que todos los templos de Anacreonte son el centro de una multitud de fieles que escuchan cómo sus sacerdotes los aleccionan sobre ese mismo tema. No queda ni un solo hombre o mujer en Anacreonte que no sepa que su gobierno ha lanzado un feroz asalto sin provocación sobre el centro de su religión. Ya sólo faltan cuatro minutos para la medianoche. Será mejor que bajes al salón de baile para disfrutar del espectáculo. Yo estaré a salvo aquí, con cinco guardias vigilando la puerta. —Hardin se repantigó en la silla, se sirvió otra copa de vino de Locris y contempló el techo con absoluta indiferencia.

Wienis masculló una maldición entre dientes y salió corriendo de la estancia.

Los nobles reunidos en el salón de baile habían enmudecido mientras se despejaba una amplia franja para el trono. Lepold estaba sentado en él ahora, con las manos firmemente engarfiadas en sus brazos, la cabeza alta y la expresión congelada. Los enormes candelabros se habían atenuado y, a la difusa luz multicolor que proyectaban las diminutas lámparas atómicas que pespuntaban el techo abovedado, el aura real resplandecía majestuosa, elevándose sobre la cabeza del monarca para formar una corona llameante.

Wienis se detuvo en la escalera. Nadie reparó en él; todas las miradas estaban puestas en el trono. Apretó los puños y se quedó donde estaba; el farol de Hardin no le obligaría a precipitarse.

El trono se estremeció. Sin hacer ruido, se elevó por los aires y empezó a volar. Descendió lentamente por los escalones del estrado y, a veinte centímetros del suelo, avanzó en horizontal hacia el enorme ventanal abierto.

Cuando resonó la grave campanada que anunciaba la medianoche, el trono se detuvo ante la ventana… y el aura del rey se apagó.

Durante una dramática fracción de segundo, el monarca no se movió, demudado su rostro por la sorpresa, simplemente humano sin su halo; a continuación, el trono se tambaleó y recorrió el palmo que lo separaba del suelo hasta estrellarse con estrépito, al tiempo que se apagaban todas las luces del palacio.

En medio del atronador griterío y la confusión, Wienis bramó:

—¡Coged las bengalas! ¡Coged las bengalas!

Se abrió paso hasta la puerta repartiendo codazos a diestro y siniestro entre la multitud. Los guardias del palacio habían irrumpido en tropel, procedentes de la oscuridad del exterior.

Las bengalas regresaron al salón de baile de alguna manera; bengalas que iban a usarse en la gigantesca procesión con antorchas que habría de recorrer las calles de la ciudad al término de la coronación.

Cargados de antorchas azules, verdes y rojas, los guardias inundaron la estancia, donde la extraña iluminación revelaba rostros atemorizados y desconcertados.

—¡No ha pasado nada! —gritó Wienis—. Quedaos donde estáis. La luz volverá enseguida.

Se giró hacia el capitán de la guardia, quien se puso firme con gesto rígido.

—¿Qué sucede?

—Alteza —se apresuró a responder el capitán—, los habitantes de la ciudad han rodeado el palacio.

—¿Qué quieren? —gruñó Wienis.

—Los dirige un sacerdote. Ha sido identificado como el sumo sacerdote Poly Verisof. Exige la inmediata liberación del alcalde Salvor Hardin y el cese de las hostilidades contra la Fundación. —Aunque el capitán expuso su informe en tono oficial y monocorde, en sus ojos se reflejaba la preocupación.

—¡Si cualquiera de esos alborotadores intenta cruzar las puertas del palacio —se desgañitó Wienis—, fulminadlo! Nada más, por ahora. ¡Que griten si quieren! Ya ajustaremos cuentas mañana.

Se habían terminado de distribuir las antorchas y el salón de baile volvía a ser una explosión de color. Wienis corrió hasta el trono, que aguardaba aún junto al ventanal, y puso en pie a un Lepold lívido y despavorido.

—Acompáñame. —Echó un vistazo por la ventana. La ciudad estaba sumida en la más completa oscuridad. Hasta sus oídos llegaban los gritos roncos de la muchedumbre desconcertada. Tan sólo a la derecha, donde se levantaba el templo de Argólida, había iluminación. Maldijo con rabia y se llevó al rey a rastras.

Wienis irrumpió en sus aposentos como una exhalación, con los cinco guardias pisándole los talones. Lepold lo seguía con la mirada desorbitada, mudo de pavor.

—Hardin —gruñó Wienis—, estás jugando con fuerzas que te superan.

El alcalde hizo oídos sordos a sus palabras. Permaneció sentado en silencio a la luz nacarada de la linterna atómica de bolsillo, con una sonrisita sarcástica en los labios.

—Buenos días, majestad —le dijo a Lepold—. Felicidades por la coronación.

—¡Hardin! —exclamó Wienis de nuevo—. Ordena a los sacerdotes que vuelvan a sus puestos.

Hardin le dirigió una mirada glacial.

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