—Estoy bien —dijo Kitty, y sonrió como distraída—. Cuánto me alegro de que hayáis venido. ¡Mizzi! ¿Dónde te has metido? Tráenos té. Y alguna galleta. ¿Cómo que no hay harina? Eso es absurdo. No somos unos cualquiera.
Marie vio que Paul entrecerraba los ojos, su rostro reflejaba la máxima preocupación. Conocía a su hermana pequeña, era propensa a los ataques de histeria y luego a la depresión. Alicia también suspiró, contenida, y le hizo un gesto disimulado a Marie. La situación exigía tener paciencia y estar muy atentos.
—Qué bien volver a tener a mi querido Paul de nuevo conmigo —exclamó Kitty una vez más, y le dio un abrazo a su hermano, que se había sentado a su lado en el diván—. Te he echado mucho de menos, hermanito. No sé cómo he salido adelante sin ti. ¿Has visto a Henni?
—Solo una fotografía.
—Ah, entonces vamos al cuarto de la niña. ¿Señora Sommerweiler? ¿Qué hace Henni? ¿Está durmiendo? Ha venido su tío Paul.
Todos caminaron tras ella hasta la habitación infantil, donde el ama de cría trabajaba en su labor de punto con toda tranquilidad, mientras Henni dormía saciada y satisfecha en su camita.
—No la despiertes, Kitty —le pidió Paul—. Déjame observarla. Qué sonrosada es. Está ahí como en un pequeño nido. Segura y a salvo.
Paul apenas había tenido tiempo de ver a sus propios hijos, de jugar con ellos, pensó Marie. Qué encuentro más desdichado. «Nos hacía tanta ilusión pasar unos días juntos, y todo ha salido de forma tan distinta…».
Kitty no paraba de hablar. ¿Se había fijado en los ricitos rubios? Ya tenía cuatro dientecitos de ratón. Las mejillas regordetas eran de su padre…
Se interrumpió de repente. Seguía con la sonrisa en el rostro mientras miraba ausente por la ventana. Los copos de nieve pasaban volando, había vuelto el frío y los prados se habían cubierto de hilos blancos.
—Alfons ha caído —dijo en voz baja, como si hablara con un espíritu—. Murió por la patria, por Alemania. Como tantos otros, ¿verdad, Paul? No tengo derecho a quejarme. Esto mismo lo sufren miles de esposas en toda Europa.
Paul asintió y miró a Alicia, que observaba a su hija, temerosa. Marie rodeó a Kitty con el brazo y le acarició las mejillas. Kitty se acurrucó contra su cuñada. Marie era su mejor y más querida amiga. Siempre sabía cómo se sentía. Solo Marie la entendía.
—Vamos, Kitty. El té está esperando y aquí acabaremos por despertar a Henni.
—Sí, tienes razón —murmuró Kitty—. Vamos a tomar el té. El maldito té de menta que deja un sabor suave en la boca. A Alfons no le gustaba el té. Siempre bebía café con leche. Café au lait, decía. Y luego me recordaba nuestros paseos por París. Ah, me compró unos cuadros maravillosos de Kahnweiler…
Marie la llevó con cuidado al diván, se sentó a su lado y le sirvió un té. Kitty sujetaba la taza en la mano mientras hablaba de la última visita de Alfons, que estaba loco por su hijita, a la que siempre llevaba en brazos, que quería tener tres o cuatro hijas, que había sido más cariñoso y tierno que nunca, pero al mismo tiempo estaba muy ensimismado. Y a veces triste.
—Prometió escribir una carta por Navidad, pero solo envió una tarjeta, una postal pequeña y miserable con un estúpido árbol de Navidad.
Entonces, por fin, la cruda realidad irrumpió en su conciencia. Se le cayó la taza al suelo, se apoyó en el pecho de Marie y rompió a llorar. Todo su cuerpo se sacudía con el llanto.
—Estamos aquí, Kitty —le susurró al oído—. Estamos todos contigo. No estás sola, eres nuestra dulce y querida Kitty.
—Gracias a Dios —dijo Alicia en voz baja a Paul, que observaba a las dos mujeres conmovido y fascinado—. Primer obstáculo superado. ¿Tú qué crees, Paul? ¿No debería venirse con nosotros a la villa?
—Sin duda, mamá. No podemos dejarla aquí sola.
Kitty no estuvo mucho rato llorando, enseguida pidió un pañuelo, y luego dijo que querría a Alfons mientras viviera. Quiso ir a su escritorio a leer sus cartas. Marie fue con ella, se quedó desconcertada ante el caos que reinaba en el secreter Biedermeier de Kitty y le propuso guardar todas las cartas en una caja.
—Nos las llevaremos, Kitty. En la villa volveremos a estar todos juntos, tú y Henni, mamá y papá, Lisa, Paul y yo. Además, Henni es feliz cuando está con Dodo y Leo.
—Sí —dijo Kitty con mirada ausente, y dejó caer el fajo del correo militar—. Volverá a ser como antes, ¿verdad? Pero más bonito…
Elisabeth acababa de llegar y se ofreció para ayudar a empaquetar, pues Kitty quería llevarse mil cosas, novecientas noventa de las cuales eran más que prescindibles.
—Conduce tú el automóvil, Lisa —dijo Paul, y cogió de la mano a Marie—. Puesto que hay que trasladar tantas maletas, será mejor que Marie y yo volvamos a pie.
—También podríamos enviar a alguien para que recogiera el equipaje de Kitty más tarde —intervino Alicia. Pero entonces los vio cogidos de la mano y lo entendió—. Por supuesto. Buena idea, Paul. Hace casi un año que no ves Augsburgo. Han desaparecido muchas tiendas, y en la calle… Bueno, bajo ningún concepto os metáis por los callejones del centro histórico.
—No te preocupes, mamá.
Aún quedaba un poco de nieve en los tejados y las cornisas de las viejas casas patricias, testimonio de la prosperidad de la ciudad durante siglos. Muy arrimados, contemplaron con ojos cansados lo que ocurría en las calles, decididos a sobrevivir también a la guerra y la injusticia de los nuevos tiempos. Paul no soltaba la mano de Marie. Recorrieron despacio la acera, se miraban de vez en cuando, se sonreían y sentían la felicidad de estar juntos.
—Todo sigue donde estaba —bromeó Paul, y señaló la torre puntiaguda de la catedral—. Es cierto que faltan algunas tiendas, y los escaparates se ven un poco pobres, pero por lo demás…
Marie asintió. Sin duda, en el imperio estaban a salvo de la destrucción, pero no del hambre y el frío.
—Hay epidemia de tifus en los barrios pobres, disentería, tuberculosis pulmonar, edemas… Este invierno han muerto de hambre bebés y niños pequeños, también gente mayor. Y poco se puede hacer para evitarlo. La cosecha de patatas se ha echado a perder, en la villa también comemos nabos y verdura hervida. Las cantidades en las cartillas de racionamiento son cada vez más pequeñas, y quien no tiene dinero ni siquiera puede comprar lo más básico.
Se mordió los labios, no quería importunarle con sus lamentos, sabía que él había visto y vivido cosas mucho peores. Sin embargo, hasta entonces no había dicho una sola palabra, superada por la alegría de volver a verlo. Se coló de madrugada en la habitación, sigiloso como un ladrón porque no quería interrumpirle el sueño. Cómo se lo reprochó. Durante dos horas de su precioso tiempo juntos había estado durmiendo, a su lado y en sus brazos, sin saberlo, sin acariciarle ni tocar ese cuerpo amado, respirar con él, ser uno con él. Luego recuperaron el tiempo, cuando Auguste se dirigía en silencio por el pasillo a coger unas toallas del lavadero.
Auguste había encendido la estufa del baño y llenado la bañera. Paul no descansó hasta que Marie se metió con él en el agua como Dios la trajo al mundo, y ahí hicieron cosas maravillosas e indecentes, inmorales incluso para un matrimonio. Solo los golpes furiosos del señor de la casa acabaron con el baño conyugal. Se agazaparon como niños traviesos en el agua, que no paraba de derramarse, entre risitas tontas.
—Sí, papá. ¡Ahora salimos!
El desayuno se convirtió en una fiesta de bienvenida muy feliz. Papá y mamá abrazaron a su hijo, y solo Lisa, que se lanzó a sus brazos entre sollozos, preguntó más tarde si Paul traía «novedades» de Francia sobre sus costumbres de aseo. Ya se sabía que los franceses eran de hábitos disipados. Sin embargo, Paul estaba demasiado ocupado con Dodo y Leo sentados en sus rodillas.
La llamada de Gertrude Bräuer terminó con el alegre desayuno familiar, y tanto Paul como Marie supieron que ya no les estaba permitido sentir más felicidad.
Tal vez por eso Marie, en ese momento, paseando por las calles de la ciudad, solo hablaba de desgracias en vez de animar a Paul, de enseñarle que la vida en Augsburgo seguía adelante pese a la guerra y el hambre.
—El tranvía ya no funciona, ¿no? —comentó él con la mirada clavada en los carriles desiertos, por los que no circulaban las ruedas del tranvía desde hacía tiempo.
—En contadas ocasiones. A veces también nos quedamos sin corriente en la villa, pero es pasajero. Hace unas semanas hubo concentraciones de socialistas y más gente en Maximilianstrasse. Por suerte, no acabaron en disturbios como en otros sitios.
Paul era de la opinión de que esos enfrentamientos suponían un gran peligro para todos. No había nada peor que una revolución, que dejaba sin fuerza al Estado y daba todo el poder a la plebe. Los que más sufrían eran los débiles y los inocentes. No es que las exigencias no estuvieran justificadas, había muchos asuntos discutibles, no podía ni debía ser que unos murieran de hambre mientras otros tenían en la mesa asado de cerdo con albóndigas de patata.
—No le digas eso a mamá. Se sintió muy orgullosa de nuestra comida de Navidad. Estuvimos semanas ahorrando las cartillas de racionamiento.
Pasaron por Karolinenstrasse y les costó abrirse paso. Lisiados de guerra a resguardo de las casas, tapados con mantas deshilachadas, pedían limosna. En la zapatería Max Ginsberger ofrecían zapatos de piel con suelas de madera, y al lado se veía un par de botas con «auténticas suelas de goma» a unos precios desorbitados. Los niños se reunían en grupitos, Marie sabía que entre ellos había hábiles ladrones. Lo hacían por hambre, algunos eran solo piel y huesos.
Paul parpadeó contra el fuerte sol de mediodía que se colaba entre las nubes grises. La torre de San Ulrico, con su cúpula verde, se erguía indiferente al destino de la gente, y el Hércules de la fuente alzaba la maza como si tuviera que destrozar a todos los enemigos del imperio.
—Podría ser, Marie… —dijo Paul sin mirarla—. Puede que lleguemos a un acuerdo de paz. El gobierno de Estados Unidos está haciendo esfuerzos, incluso propuestas concretas, por lo que dicen. Esperemos que se impongan la sensatez y el buen juicio.
Marie también lo había oído. Se lo había contado Johann Melzer, que luego añadió que no se lo creía. Los generales Hindenburg y Ludendorff eran demasiado testarudos, los militares seguían convencidos de que podían ganar esa enrevesada guerra. Solo había que leer la prensa, llena de mensajes de éxito en todos los frentes. Y si esas victorias solo consistían en repeler los ataques del adversario…
—Hace tiempo que los soldados ya no quieren luchar —comentó Paul—. Es algo que no se puede decir en voz alta, Marie, pero la mayoría solo desea volver a casa. Y no solo los soldados alemanes. En Francia se han producido rebeliones, en Italia también hay tumultos, y en Rusia las tropas abandonan a sus oficiales. La tierra está saturada de sangre y cadáveres, yacen en el lodo y se pudren, sin tumba, sin un recuerdo… «Desaparecido» es la lapidaria sentencia, y los seres queridos siguen albergando unas esperanzas que se desvanecieron tiempo atrás.
Se detuvo y negó con la cabeza, como si algo le pareciera increíble. A Marie le angustiaba todo lo que había vivido y sufrido y no poder compartirlo con él. Había un abismo entre ellos, una tierra gris de silencio a la que tal vez él no la dejara acceder nunca.
—Vamos a pasar por la ciudad baja —propuso Paul—. Me gustaría ver El Árbol Verde y llegar a la puerta Jakober por los callejones, como hacíamos antes.
Marie accedió, aunque tenía pocas ganas de volver a ver las casas viejas y los mesones destartalados. Habían pasado tres años desde que el joven señor Melzer defendió a la ayudante de cocina Marie de aquel sirviente desalmado. Por entonces ninguno de los dos sabía que Marie era la hija del genial constructor Jakob Burkard, al que la fábrica de paños Melzer debía sus excelentes máquinas. Cuando luego Paul la acompañó hasta la puerta Jakober, ya estaba tan enamorado que al despedirse sintió la tentación de besarla. Sin embargo, no se lo confesó hasta más tarde.
Paul giró en Maximilianstrasse por uno de los estrechos callejones, y, tras dar unos pasos, entraron en otro mundo. Los edificios se estaban desmoronando, se veían los techos cubiertos de moho y con agujeros, había grandes cauces cavados en las calles, en las entradas de las casas unas sombras observaban a los paseantes bien vestidos. Marie sabía que no pocos de los obreros del sector textil que habían sido despedidos vivían en aquel barrio. Mujeres y niños, ancianos y enfermos se alojaban allí en habitaciones húmedas; los hombres estaban en la guerra, solo habían regresado unos cuantos muchachos.
—Parece mucho peor que antes —dijo Paul a media voz—. ¿Papá no ha ordenado reparar los techos y renovar las estufas?
Johann Melzer había comprado El Árbol Verde y algunos edificios contiguos. Con todo, Marie dudaba que hubiera pensado en esas reformas. La situación de la fábrica era preocupante, ¿cómo iba a quedar dinero para esas inversiones prescindibles? Además, los inquilinos apenas podían pagar el alquiler.
—Será mejor que demos media vuelta, Paul.
Él negó con la cabeza y siguió adelante, observó asqueado la inmundicia que habían tirado en los callejones, evitó una rata que salió de un agujero de un sótano.
—No sale humo de las chimeneas.
—Por supuesto que no —repuso Marie—. Aquí nadie tiene dinero para carbón, y la madera también es cara.
Doblaron una esquina y no les quedó otra que rodear a un grupo de muchachos jóvenes que no mostraron intención de dejarlos pasar. No tendrían más de catorce o quince años, vestían chaquetas y gorros que parecían de sus padres, y hundían las manos en los bolsillos de los pantalones en actitud desafiante, hostil.
—Es el director Melzer, el de la fábrica de paños —dijo un muchacho espigado y pelirrojo de pelo crespo—. Le prometió más sueldo a mi madre, ¿y qué hizo? ¡La echó!
—¡Cierra la boca! —soltó otro más bajito que llevaba una chaqueta demasiado grande.
—¡Ni lo pienses! Quiere cobrar los alquileres, por eso ha venido.
Marie notó que Paul hacía amago de pararse y tiró de él. No se podía hablar con esos seres infelices. La necesidad los había vuelto ciegos y sordos, estaban llenos de odio y no querían oír explicaciones.
—¡No recibirás ni un penique nuestro, sanguijuela!
—Entra en casa, chico elegante. Mi hermana recibe a tres amantes todas las noches para poder comprarnos pan. A lo mejor tienes ganas de apuntarte.
—Cierra la boca, Andi. Va acompañado de una dama.
Paul se detuvo para decir algo, pero apenas había abierto la boca cuando una piedra lo pasó rozando y chocó contra la pared de la casa. Un perro ladró, alguien abrió una ventana y la voz rota de una anciana los cubrió de maldiciones.
—¡Largaos de aquí, papanatas! ¡Holgazanes! ¡Gandules! Borrachos y puteros…
No quedaba claro si se refería a los muchachos o a la pareja bien vestida, pero el cubo que colocó en el alféizar hizo que los chicos buscaran refugio en los portales.
—¡Vámonos! —gritó Marie con vehemencia, y tiró de Paul.
Corrieron a toda prisa por los callejones y pasaron junto a vecinos curiosos que abrían puertas y ventanas por el alboroto. Al pasar, Marie vio su palidez, las mejillas hundidas, los ojos sin esperanza. Los niños lloraban, la gente maldecía, les lanzaron alguna piedra.
Llegaron a Jakoberstrasse sin aliento y se detuvieron en la parada del tranvía para calmarse.
—Perdóname, Marie. Te he puesto en una situación triste y peligrosa.
—Conozco esta zona de antes. La gente ya era pobre, pero con la guerra ha llegado una miseria terrible.
Volvieron despacio en dirección a la puerta Jakober, encontraron los lugares donde antes pasaban tiempo juntos, pero no conseguían evocar los recuerdos románticos. Paul estaba furioso, le parecía injusto que lo culparan y le daba rabia que no le dieran la oportunidad de arreglar las cosas. ¿Por qué nadie informaba a esa gente? Él, Paul Melzer, estaría encantado de darles trabajo y pan a todos, pero era soldado, y la fábrica luchaba por sobrevivir. ¿Tenía él la culpa de que lo hubieran destinado a Rusia? ¿Era él responsable del hambre terrible que se había extendido? ¿De que se hubieran podrido las patatas?
A Marie le costó calmarlo. No se podía hablar con esos infelices, había que ayudarlos. Pero ¿cómo? La ayuda de los centros de beneficencia y las asociaciones de mujeres eran una gota en el desierto. Los alimentos, la ropa de abrigo, casi todo se enviaba al frente para los soldados. En las ciudades la gente se moría de hambre.
—No solo ocurre en Alemania —dijo Paul, que había metido las manos en los bolsillos del abrigo y caminaba a su lado un poco encorvado—. En Rusia la gente también se muere de hambre. Y en los demás países. Dios mío, cuánto deseamos todos la paz.
Marie se quedó callada. El cielo gris se cernió de nuevo sobre la ciudad, el sol había desaparecido, y el día prometía ser frío y apagado. Ella también había metido las manos entumecidas por el frío en los bolsillos del abrigo, caminaba con pasos largos sin dejar de mirar hacia los edificios de la fábrica de máquinas, donde las esbeltas chimeneas lanzaban un humo oscuro hacia el cielo. Cuánto carbón se quemaba allí para las máquinas de vapor… Lo suficiente para calentar buena parte de las casas de la ciudad baja. Entonces pensó que en la fábrica Melzer alimentaban una máquina de vapor para fabricar tela de papel, y dudó de si lo que hacían era justo o injusto.
—¡Jesús bendito! —dijo Paul de repente cuando ya estaban en la puerta de entrada de la villa—. Mañana es San Silvestre. ¡Casi se me había olvidado!
—Sí —dijo ella, y lo miró con una sonrisa—. Un año nuevo. Estoy convencida de que 1917 será un año de paz.