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CAPÍTULO XXI: El amor convalece en un almohadón.

La ausencia de Nael Yamid ha hecho que el dolor, se instale en el corazón de Ayira, como un invierno crudo y despiadado, envolviéndole la pena el alma, con su mortaja.

Sentada en un mullido almohadón junto al lecho, cubierto su esbelto cuerpo aún con las prendas de dormir y sus pies descalzos, contempla la soledad que cubre la sombría habitación. Ha entrado como ladrona, como todos los días desde hace dos meses, escondiéndose solo de ella misma, a los aposentos de su esposo, con la esperanza de encontrarlo allí; pero no, no es así, no es una pesadilla de la cual despertará; en verdad se ha marchado como lo ha prometido. Tumbada en un almohadón, mientras contempla melancólica el espacio que ha dejado triste y solo como a ella, Nael Yamid, piensa en todo, y más que nada, en él... Falta poco para que lleguen con permiso varios soldados... ¿Llegará Nael Yamid también? Al hacerse esta pregunta, Ayira se lleva ambas manos al corazón. Luego hunde la morena y altiva cabecita en sus dos manos, y llora, llora con desconsuelo; ¿dónde ha quedado su soberbia? ¿Dónde su orgullo? ¿En qué momento se olvidó del frío acerado de sus hermosos ojos? Ahora los suyos están tristes, apagados, llenos de lágrimas y desesperación. Poco a poco cesa su llanto. Tan abatida está en sus pensamientos, que no advierte la presencia de Jalila. Esta se acerca, se pone a su altura y la toma de las manos y le habla con preocupada dulzura, tan bajo, que parece un susurro:

—Amiga, ¿por qué no tienes confianza en mí, que tanto te quiero? Cuéntame. —Acaricia a la joven y le enjuga las lágrimas, con tanta suavidad como si de una niña se tratara.

Ayira la mira con sus ojos empañados; no puede más, y en un arranque de desesperación, se echa en sus brazos, sollozando con angustia:

—¡Oh, Jalila! ¡Soy tan desgraciada!...

—Ayira, amiga, no llores de ese modo; dime, cuéntame qué te pasa; quiero saberlo todo...

Al oír tales palabras, Ayira levanta la cabeza y clava con inmenso cariño los bellos ojos en su amiga, la toma de las manos, y con ademán de niñita mimosa pone su cabeza en el regazo de Jalila y habla muy bajo, con voz que parece humo pronto a desvanecerse.

—Sí, Jalila, soy muy desgraciada, mucho... No imaginas amiga querida, el dolor inmenso que siento. ¿Cómo puedo ser feliz si mi esposo me ha dejado sola apenas nos hemos casado? ¿Cómo puedo vivir sin Nael Yamid, si es parte de mi ser?, no puedo; es superior a mis fuerzas. ¡Cómo lo quiero! Lo amo más que a mi vida, más que a nada en el mundo, y no soy feliz si no estoy a su lado. ¡Cuánto lo quiero!...

—Ya no llores más por favor, hermanita. —Le pide casi clamando por la inmensa pena que le produce el sufrimiento de su querida amiga; luego de enjuagarle las lágrimas, conmovida, le sigue diciendo—: Pronto sabrás algo que te alegrará...

Una luz de esperanza brilla en la mirada de Ayira. ¿Es posible qué Nael Yamid pronto regrese? ¿Es que sus súplicas quizá, sí han llegado a los cielos? Sí, seguramente sus Dioses han escuchado sus ruegos, y, ahora, quieren calentar el frío que se instaló en su corazón, con la llegada de su amado emir... No aguanta más y entusiasmada, con el rostro iluminado de dicha, le pregunta:

—¿Es, qué, sabes algo qué yo no sé? —Su voz está entrecortada por la emoción de que esto sea cierto, y por el temor de haber mal entendido las palabras de Jalila, y de recibir por ello, una negativa de su parte.

—¿Es qué no lo sabes? A mi hermano lo está trayendo una escolta de sus soldados, seguramente, mañana ya están en el palacio...

—¿Cómo así, como qué lo traen? —Pregunta ahora desconcertada, preocupada. Es que sabe que Nael Yamid, no hace uso de séquito, no se lo permite su carácter, él, anda, viene y va a su modo, sin que lo cuiden o protejan, porque según él mismo, sabe cuidarse solo y estos hombres solo son de estorbo. —Por eso vuelve a preguntarle ansiosa—: ¿Cómo qué lo traen? ¿Cómo así?

—Pensé, pensé que sabías Ayira... —Le dice afligida, viendo ante la preocupación de su amiga que en verdad no está enterada de la noticia que acaban de recibir ella y su padre hace unas horas sobre su esposo, así que tomándole ambas manos entre las suyas, con voz muy calma para no preocuparla aún más, le continúa diciendo—: Nael Yamid ha sido herido en combate; pero cálmate, que está bien...

Ayira, no escucha las últimas palabras de su amiga, ha quedado pálida, como una hoja en blanco. Sus manos van directo al corazón, su cuerpo pierde la fuerza y cae en los brazos de su siempre protectora Jalila, que la mira asustada.

—¡Ayira! ¿Qué te pasa hermanita querida?. —murmura asustada, al tiempo de apurada, llamar por auxilio. Una de las criadas que ha escuchado los gritos desesperados de la princesa, acude a la habitación encontrándose con Ayira desmayada en los brazos de Jalila.

—Pronto, por favor; ayúdame a colocarla en el lecho.

Ayira queda acomodada en el blando lecho que ocupara el causante de su dolor. Su rostro parece de porcelana y en sus labios hay un gesto de amargura.

El rey que ha escuchado todo el alboroto, sin saber de que se trata, en dos zancadas llega a la habitación del emir; allí ve a su hija arrodillada junto al lecho, tomándole la mano a la inmóvil y apagada Ayira.

—¿Qué pasa, Jalila, qué pasa?

—No sé, padre; has llamar pronto al médico de la corte. Ayira parece sin vida. Mírala padre, mírala, está helada...

El médico que a toda prisa a llegado al palacio es conducido por una de las criadas ante la convaleciente Ayira, hace su revisión y frunce el ceño. La jovencita está helada, al medir los latidos de su pulso comprueba que estos son apenas perceptibles, le abre los ojos y frunce aún más su ceño cuando comprueba que su mirada está perdida, Ayira está inconsciente y no responde a cuanto intento de reanimación hace el médico para que vuelva en si.

El rey nervioso y preocupado recorre la estancia como alma que lleva el Diablo, repara en la angustiada princesa arrodillada al pie del lecho, y con voz acongojada pregunta al médico:

—Por favor, ¿qué pasa? ¿Por qué no vuelve en si?...

—Solo démosle un poco de tiempo, su pulso vuelve a latir con más fuerza —le informa el médico mientras acomoda un par de almohadones para altear los pies de la débil Ayira. Luego prosigue—: Solamente esperemos un momento más, su temperatura corporal está volviendo, y en breve reaccionará...

Ante toda la sabiduría aplicada por el hombre diestro en la medicina, tal cual él lo ha dicho, muy lentamente la jovencita logra abrir sus ojos y con voz apenas audible murmura:

—¡Nael Yam...! —Al pronunciar el nombre, cierra los ojos; la voz es desfallecida y su cuñada casi no la oye, pero la adivina.

—Descansa; no te preocupes. No te aflijas, hermanita; Nael Yamid vendrá muy pronto y no se separarán nunca más...

La preocupada Jalila no obtiene contestación; la cabecita de ébano se inclina sobre la cama y Ayira queda nuevamente inconsciente.

El médico, que ha notado lo visiblemente que están de alarmados, el rey y la princesa, con mucha parsimonia calma su nerviosismo explicándoles que es normal la reacción de Ayira, que aún está débil, pero que poco a poco, se irá recuperando con la medicina que le ha dado...

—Ahora, solo debe descansar; volveré luego a controlarla y darle otra dosis de esta medicina... Jalila se queda junto a su adorada Ayira, mientras el rey sale al pasillo en compañía del médico, esperando con ansiedad que el doctor hable. Este no se hace esperar:

—¿Ha tenido alguna emoción grande? ¿Sufrido alguna contrariedad? —prosigue—. Tiene todos los síntomas de una gran angustia; no noto que sea nada grave, sus signos vitales están bien y ha recobrado su calor corporal... ¿Seguro no ha pasado por una pena muy grande?

El rey lo escucha angustiado. Al momento, recuerda que Ayira se ha desvanecido en el mismo instante que según Jalila, le ha dicho sobre el incidente en batalla que a sufrido Nael Yamid...

—Bueno —dice el rey—, en verdad es que se acaba de enterar que mi hijo ha sido herido en batalla, la princesa se lo ha dicho, y es cuando se ha puesto mal.

—¿Su hijo?

—Mi hijo, sí. Nada grave es la herida que ha recibido y solo por su recuperación es que vuelve a casa. Pero, ¿piensa entonces que su estado sea por la impresión de esta noticia?

—¡Cómo! —Vamos, vamos; ya comprendo. La joven está muy enamorada; en fin..., ¿quiere mucho a su hijo verdad? —Sonríe ampliamente al hacer la pregunta.

—Claro; se aman con locura.

—¡Ya! Ese es el sufrimiento de la pobre jovencita entonces. Creo, sin temor a equivocarme, que el regreso de su esposo, será el mejor remedio para su mal. —No se preocupe, que nada grave tiene su hija política. Nada que el amor y el cariño de su hijo no pueda curar. —Le dice con una sonrisa franca que tranquiliza al preocupado rey. Se despide hasta la noche y el rey va hacia a la alcoba junto a Jalila; cómo un padre y hermana amantísimos se sientan uno a cada lado del lecho a velar el sueño de la joven.

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