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Capítulo I

Capítulo I

EN EL CUAL VAN MITTEN Y SU CRIADO BRUNO SE PASEAN, MIRAN Y HABLAN SIN COMPRENDER NADA DE LO QUE VEN

El día 16 de agosto, a las seis de la tarde, la plaza de Top-Hané, en Constantinopla, tan animada de ordinario por el movimiento y el bullicio de la multitud, se hallaba a la sazón silenciosa, triste y casi desierta. No obstante, todavía presentaba un hermoso aspecto vista desde lo alto de la escalera que desciende hasta el Bósforo; pero se echaba de menos los personajes para completar el cuadro, pues tan sólo alguno que otro extranjero pasaba por allí para subir con rápido paso por las estrechas, tortuosas y sucias callejuelas, que, obstruidas casi siempre por amarillentos perros, conducen al arrabal de Pera. Allí se encuentra el barrio reservado a los europeos, cuyas casas, construidas de blanca piedra, se destacan sobre el negro tapiz formado por los cipreses de la colina.

La mencionada plaza resulta siempre pintoresca, aun sin la variedad de toda suerte de trajes de los que por ella pasean, y que animan, por decirlo así, el efecto de su primer término; la mezquita de Mahmud, de esbeltos minaretes; la linda fuente de estilo árabe, falta hoy el techadillo que antes le cubría; tiendas en las que se venden pastas y bebidas de mil clases; escaparates en los que se confunden variadas frutas, sobresaliendo entre ellas las curgas, los melones de Esmirna y las uvas de Escutari, que contrastan con los planos canastillos de mimbre de los vendedores de perfumes y de rosarios, y por fin, los innumerables caiques o barquillas pintarrajeadas, cuyo doble remo bajo las cruzadas manos de los raidjis, más bien que batirlas, parece que acarician las azuladas aguas del Cuerno de Oro y del Bósforo al irse acercando a la escalera de que ya hemos hecho mención.

¿Dónde se encontraban a dicha hora los acostumbrados paseantes de la plaza de Top-Hané; los persas de elegante gorro de astracán; los griegos luciendo con gracia sus plegadas enagüillas; los circasianos, vestidos casi siempre de uniforme militar; los georgianos, que han permanecido rusos

por el traje, aun más allá de sus fronteras; los arnautas, cuya piel, curtida por el sol, aparece bajo el escote de sus bordadas chaquetas, y, por fin los turcos osmanlíes, esos hijos de la antigua Bizancio y del viejo Estambul, dónde se hallaban?

Ciertamente que no se hubiera podido preguntar a dos extranjeros, dos occidentales, quienes, con mirada inquisitorial, alta la cabeza y paso indeciso, se paseaban a aquella hora por la casi solitaria plaza, pues, de seguro, no hubieran sabido contestar.

Es más; en la ciudad propiamente dicha, más allá del puerto, un turista cualquiera habría observado que reinaba el mismo silencio y abandono. Del otro lado del Cuerno de Oro (profunda indentación abierta entre el antiguo Serrallo y el desembarcadero de Top-Hané), en la orilla derecha, que se une con la izquierda por medio de tres puentes de barcas, todo el anfiteatro que formaba la ciudad de Constantinopla parecía dormido. ¿Por ventura nadie velaba entonces en el palacio del Serrallo? ¿No había ya creyentes, adjis, ni peregrinos en las mezquitas de Ahmed, de Bayezidieh, de Santa Sofía ni en la de Suleimanieh? ¿Dormían la siesta los guardias de las torres de Seraskierat y de Galata, encargados de vigilar los comienzos de algunos de los muchos incendios tan frecuentes en la ciudad?

En realidad, hasta el movimiento del puerto parecía haber cesado algún tanto, no obstante la flotilla de steamers austríacos, franceses e ingleses y de los caiques y chalupas de vapor que se aglomeraban habitualmente en la proximidad de los puentes y a lo largo de los edificios cuya base bañan las aguas del Cuerpo de Oro.

¿Era, en efecto, aquélla la Constantinopla tan ensalzada, ese sueño del Oriente realizado por la voluntad de Constantino y de Mahomet II? He aquí lo que se preguntaban los dos extranjeros que discutían por la plaza; y si no contestaban a dicha pregunta no era ciertamente porque desconociesen la lengua del país; ambos conocían el turco bastante bien;

el uno, porque le empleaba hacía ya veinte años en su correspondencia comercial, y el otro, por haber servido con frecuencia de secretario a su amo, a pesar de su calidad de criado.

Los dos eran holandeses, naturales de Rotterdam, Jan Van Mitten y su criado Bruno, a quienes su singular destino acababa de arrojar hasta los extremos confines de Europa.

Van Mitten, a quien todo el mundo conoce, es un hombre de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, rubio todavía; sus ojos son de color azul celeste, la nariz demasiado corta si se atiende al volumen de su cara, en la que, a más de colorados carrillos, luce patillas y perillas de un color amarillento; su estatura es más que mediana, no obstante la naciente obesidad que en él se observa, y sus pies son, por último, un acabado modelo de solidez, ya que no de elegancia; tiene, en realidad, todo el aspecto de un buen hombre, y no puede negar el país de donde procede.

En lo que respecta a la parte moral, tal vez Van Mitten pueda parecer un poco blando de temperamento; pertenece, sin duda alguna, a la categoría de esos hombres de carácter dulce y sociable, que huyen siempre de la discusión, que se hallan prestos a ceder en todas ocasiones, nacidos para obedecer y no para mandar hombres; en una palabra, tranquilos, flemáticos, de los que comúnmente se dice que carecen de voluntad, por más que crean tenerla, lo cual, sea dicho de paso, no les hace más malos de lo que realmente puedan serlo. Una vez, tan sólo una vez en su vida, Van Mitten, llevado al último extremo, había entablado una discusión cuyas consecuencias habían sido muy graves; aquel día había perdido los estribos. Pero se serenó rápidamente, volviendo a su carácter pacífico, como el que vuelve a entrar en su casa. Realmente puede que hubiera hecho mejor en ceder, y no hubiese dudado en hacerlo si hubiera sabido lo que el porvenir le reservaba. Pero no conviene anticipar acontecimientos que han de servir de base a esta historia.

—Ya estamos en Constantinopla, señor —dijo Bruno cuando llegaron a la plaza de Top-Hané.

—¡Sí, Bruno, en Constantinopla, o, lo que es lo mismo, a unas mil leguas de Rotterdam!

—¿Encontraréis, al fin, que ya nos hallamos bastante lejos de Holanda?

—¡Nada me parecerá nunca bastante lejos! —contestó Van Mitten a media voz, cual si temiese ser oído desde su país.

Van Mitten tenía en Bruno un servidor completamente fiel, y que, en lo físico, se parecía a su amo, hasta lo que el respeto le permitía. La costumbre de vivir juntos desde hacía veinte años, durante los cuales no se habían separado quizás ni un solo día, había hecho que Bruno fuese en

la casa algo menos que un amigo y algo más que un criado: servía con método e inteligencia, no vacilaba en dar consejos (los cuales hubieran podido aprovechar a Van Mitten), y aún, algunas veces, se permitía dirigir alguno que otro reproche a su amo, que éste aceptaba bondadosamente. Lo que, sobre todo, le ponía fuera de sí, es que este último no supiese resistir a la voluntad de los demás y que tan falto estuviese de carácter.

—Semejante conducta producirá vuestra desgracia al propio tiempo que la mía —le solía decir con frecuencia.

Es preciso añadir que Bruno, que contaba entonces cuarenta años, era sedentario por naturaleza y no podía sufrir andar de un lado a otro, pues a causa de la fatiga se compromete el equilibrio del organismo, se adelgaza, y Bruno, que tenía la costumbre de pasearse todas las semanas, no quería perder nada de su buena planta. Cuando entró al servicio de Van Mitten su peso no llegaba a las cien libras; su delgadez era, por lo tanto, humillante para un holandés; pero en menos de un año, y gracias al excelente régimen de la casa, había aumentado su peso en treinta libras y podía ya presentarse en cualquier parte. Debía, pues, a su amo, a más del buen aspecto de su cara, las ciento sesenta y siete libras que ahora pesaba, lo que constituía un buen término medio entre sus compatriotas. Por otra parte, era preciso ser modesto, y se reservaba, por lo tanto, para cuando llegase a viejo el alcanzar las doscientas libras.

En resumen, apegado a su casa, a su pueblo natal, a su país (ese país conquistado al mar del Norte), Bruno, si graves circunstancias no le hubiesen obligado a ello, jamás se habría resignado a abandonar la habitación del canal de Nieuwe-Haven ni su buena ciudad de Rotterdam, que a sus ojos era la primera dudad de Holanda, así como ésta podía ser muy bien el reino más hermoso del mundo. A pesar de esto, Bruno se hallaba en Constantinopla, en la antigua Bizando, la Estambul de los turcos; la capital, en suma, del Imperio otomano.

Después de todo, y para resumir, ¿quién era Van Mitten?

Pues nada menos que un rico comerciante de Rotterdam, negociante en tabacos, consignatario de los mejores productos de La Habana, Maryland, Virginia, Barinas, Puerto Rico, y más especialmente de Macedonia, Siria y del Asia Menor.

Hacía ya veinte años que Van Mitten había emprendido considerables

negocios de este género con la casa Kerabán, de Constantinopla, la que expedía sus renombrados y garantizados tabacos a las cinco partes del mundo. Del cambio de correspondencia con tan importante casa provenía que el negociante holandés conociese a fondo la lengua turca, o, mejor dicho, el osmanlí, usado en todo el Imperio, y que la hablase como un verdadero súbdito del Bajá o de un ministro el emir El-Mumenin, el Comendador de los creyentes. De ahí proviene también que Bruno, tanto por su simpatía como por estar al corriente de los asuntos de su amo, hablase el osmalí no menos bien que éste.

Se había convenido entre estos dos entes originales, que, en tanto que permaneciesen en Turquía, no emplearían otro lenguaje que el del país, aún en sus conversaciones personales. Realmente, si no hubiese sido por su traje, cualquiera habría podido tomarles por osmanlíes de pura raza, y aunque semejante creencia pudiera halagar el amor propio de Van Mitten, no sucedía lo mismo respecto a Bruno, el cual se resignaba a preguntar todas las mañanas a su amo:

—¿Efendum, emriniz né dir?

Lo que significa; «Señor, ¿qué deseáis?». Su amo le respondía en buen turco;

—Sitrimi, pantalounymi fourtcha.

O, lo que es lo mismo; «Cepilla mi gabán y mi pantalón».

Se ve, pues, por lo que llevamos dicho, que a Van Mitten y a Bruno no debía costarles gran trabajo discurrir por las calles de Constantinopla, primero, porque conocían de un modo suficiente la lengua del país, y luego porque no podrían menos de ser amigablemente acogidos en la casa Kerabán, cuyo jefe, habiendo hecho un viaje a Holanda en cierta ocasión, contrajo afectuosas amistades con su corresponsal de Rotterdam, y, en virtud de esta misma razón, al abandonar Van Mitten su país, había tenido la idea de ir a instalarse a Constantinopla, siguiéndose de aquí que Bruno se hubiese resignado a seguirle, bien a pesar suyo y de que se hallasen, por fin, errando a la ventura por la plaza de Top-Hané, en la que, en aquella avanzada hora, algunos transeúntes, extranjeros en su mayor parte, comenzaban a mostrarse. Sin embargo, dos o tres súbditos del Sultán paseaban y conversaban asimismo, y el amo de un café

establecido en el fondo de la plaza arreglaba sin gran prisa las hasta entonces desiertas mesas.

—Antes de una hora —dijo uno de los turcos— el sol habrá desaparecido entre las aguas del Bósforo, y entonces…

—Y entonces —respondió otro— podremos comer, beber y, sobre todo, fumar a nuestro gusto.

—Encuentro que es algo largo este ayuno del Ramadàn.

—¡Como todos los ayunos!

Otros dos extranjeros, que se paseaban por delante del café, cambiaban sus impresiones sobre el particular.

—¡Qué raros son estos turcos! —decía uno de ellos—. En verdad que si un viajero cualquiera visitase Constantinopla, durante esta especie de obligada cuaresma, llevaría una idea bien triste de la capital de Mahomet II.

—Sin embargo —replicó el otro—, Londres no es mucho más alegre los domingos, y si los turcos ayunan durante el día, se desquitan durante la noche, pues con el cañonazo que anuncia la puesta del sol comienzan a tomar las calles su habitual aspecto y a sentirse el olor de la carne asada, mezclada con el perfume de las bebidas y con el humo de los chibuquíes y cigarrillos.

En corroboración de lo antedicho, llamó el cafetero al mozo de su establecimiento, diciéndole:

—Es necesario que todo esté dispuesto. Dentro de ima hora afluirán los ayunadores y no sabremos cómo entendérnoslas.

Los dos extranjeros continuaron su conversación, diciendo:

—Creo que Constantinopla ofrece más curiosidades en este período del Ramadàn. Si durante el día aparece triste, insulsa y lamentable como en un Miércoles de Ceniza, en cambio, son sus noches alegres, ruidosas y desordenadas como un Martes de Carnaval.

—En efecto, es un curioso contraste.

Mientras los dos extranjeros hablaban así, los turcos les miraban, no sin envidia.

—¡Cuán dichosos son esos extranjeros! —decía uno—. ¡Pueden comer, beber y fumar cuando les place!

—Sin duda —respondió el otro—; pero en este momento no hallarían un kebal de camero, ni un pilaw de pollo con arroz, ni una galleta de baklaba y puede que ni siquiera una tajada de sandía o de pepino…

—¡Porque ignoran, por decirlo así, los escondites donde encontrarlo! ¡Con algunas piastras se hallan siempre vendedores acomodaticios, que tienen dispensas de Mahomet!

—¡Por Alá! —dijo entonces uno de aquellos turcos—. Mis cigarrillos se están secando en mi bolsa, y no es cosa de que yo pierda benévolamente algunos paras de Latakia.

Y aun a riesgo de ser visto, aquel creyente, que tan poco se molestaba por sus creencias, sacó un cigarrillo, lo encendió y arrojó rápidamente dos o tres bocanadas de humo.

—Ten cuidado —le dijo su compañero—; no pase algún ulema poco sufrido y te…

—¡Bueno! —replicó el otro—. Con tragarme el humo, no lo verá, y asunto concluido.

Ambos continuaron su paseo por la plaza y después por las vecinas calles que suben hasta los barrios de Pera y de Galata.

—Decididamente, amo mío —exclamó Bruno mirando a derecha e izquierda—, es ésta una ciudad bien singular. Desde que hemos salido de nuestro hotel no hemos visto más que sombras de habitantes, fantasmas constantinopolitanos. Todo duerme en las calles, en los muelles, en las plazas; ¡hasta esos perros amarillentos y enflaquecidos, que ni aun se toman la pena de levantarse para mordemos en las pantorrillas! ¡Vaya, vaya! A despecho de lo que cuentan los viajeros, nada se gana con viajar. En cuanto a mí, prefiero con mucho nuestra buena ciudad de Rotterdam y el cielo gris de nuestra vieja Holanda.

—¡Paciencia, Bruno, paciencia! —respondía el tranquilo Van Mitten—. No

hace más que pocas horas que hemos llegado: no te ocultaré, sin embargo, que no es ésta la Constantinopla que yo había soñado; pues me imaginaba que iba a entrar en pleno Oriente; a penetrar, en fin, en un sueño de Las mil y una noches, y me veo, por el contrario, aprisionado en el fondo de…

—¡De un inmenso convento —dijo Bruno—, y rodeado de gentes, tristes como frailes enclaustrados!

—Mi amigo Kerabán nos explicará lo que todo esto significa —respondió

Van Mitten.

—Pero, ¿dónde nos hallamos en este momento? —preguntó Bruno—.

¿Qué plaza es ésta?, ¿qué muelle es éste?

—Si no me equivoco —respondió Van Mitten—, nos hallamos en la plaza de Top-Hané, precisamente en el extremo del Cuerno de Oro. He ahí el Bósforo, que baña la costa de Asia, y al otro lado del puerto se percibe la punta del Serrallo y la ciudad turca que se alza sobre aqu��l.

—¡El Serrallo! —exclamó Bruno—. ¡Cómo! ¿Es aquél el palacio donde vive el Sultán con sus ochenta mil odaliscas?

—¡Ochenta mil son muchas, Bruno! Son demasiadas para un hombre solo, aun tratándose de un turco. En Holanda no tiene más que una mujer cada individuo, y, así y todo, es algunas veces sumamente difícil de conservar la paz en el seno del matrimonio.

—¡Bueno, señor, bueno; no hablemos más sobre ese particular! —dijo

Bruno, volviendo la vista hacia el café, que continuaba desierto.

—Me parece que aquello es un café —dijo—. La caminata por ese arrabal de Pera ha extenuado nuestras fuerzas; el sol de Turquía abrasa como la boca de un homo, y no me extrañaría que el señor tuviese necesidad de tomar algún refresco.

—¡Buena manera de decir que tienes sed! —respondió Van Mitten—. Entremos, pues, en ese café.

Ambos se dirigieron al establecimiento y tomaron asiento al lado de una de las mesillas colocadas delante de la fachada.

—��Cawadjí! —gritó Bruno llamando a la manera de los europeos. Nadie contestó a su llamamiento.

Bruno volvió a llamar alzando más la voz.

El propietario del café apareció en el fondo de su tienda; pero no mostró prisa alguna en acudir.

—¡Extranjeros! —murmuró cuando hubo percibido a los dos clientes sentados delante de la mesa—. Creerán, por ventura, que…

Por fin se decidió a aproximarse a los dos viajeros.

—Cawadjí, servidnos un frasco de agua de cereza, bien fresca —dijo Van

Mitten.

—Después de que se oiga el cañonazo —respondió el cafetero.

—¡Y qué necesidad tenemos de oír cañonazo alguno para tomar el agua de cerezas! —exclamó Bruno—. Con menta, cawadjí; con menta es como la queremos.

—Si no tenéis agua de cerezas —replicó Van Mitten—, dadnos un vaso de

rahtlokum rosa; parece que es excelente, si he de creer a mi «Guía».

—Después de que se oiga el cañonazo —repitió por segunda vez el cafetero, haciendo un ligero movimiento de hombros.

—Pero, ¿qué diablos de cañonazo es ése? —preguntó Bruno dirigiéndose a su amo.

—Veamos —repitió éste con su natural bondad—; si no tenéis rahtlokum, dadnos una taza de moka… un sorbete…, lo que queráis, amigo mío, lo que queráis; pero servidnos algo.

—Después de que se oiga el cañonazo; ni un minuto antes. Y sin más ceremonias, volvió a entrar en el establecimiento.

—Vamos, señor —dijo Bruno—, abandonemos esta endiablada tienda.

¿Hase visto en la vida cosa semejante? ¡Contestar a nuestras preguntas con cañonazos ese zopenco de turco!

Ambos se levantaron dirigiéndose nuevamente a la plaza.

—Ven, Bruno —dijo Van Mitten—; quizá encontremos por ahí algún otro cafetero más complaciente que éste.

—Decididamente, mi querido amo, ya deseo encontrar a vuestro amigo el señor Kerabán: ¡ya sabríamos a qué atenemos si le hubiésemos hallado en su despacho!

—Sí, Bruno, sí; pero ten un poco de paciencia; nos han dicho que le encontraríamos en esta plaza.

—Pero no antes de las siete, señor, y aquí precisamente al lado de la escalera de Top-Hané debe venir a buscarle su caique para transportarle al otro lado del Bósforo, a su villa de Scutari.

—En efecto, Bruno, ese estimable negociante nos pondrá al corriente de lo que aquí pasa. ¡Ah! Ése es un verdadero osmanlí, uno de tantos fieles del partido de los antiguos turcos, que no quieren admitir ninguna de las actuales cosas, tanto en lo que respecta a las ideas como a los usos y costumbres; que protestan contra todas las invenciones de la industria moderna, que prefieren una diligencia a un ferrocarril, y una embarcación cualquiera de vela a un barco de vapor. En los veinte años que hace que nos tratamos y hacemos negocios juntos, no he observado que las ideas de mi amigo Kerabán hayan variado en lo más mínimo. Cuando, hace tres años, fue a verme a Rotterdam, llegó en silla de postas; así es que, en lugar de ocho días que debió haber empleado en el viaje, ¡tardó un mes en llegar! He visto muchas personas testarudas en el transcurso de mi vida; pero tan obcecado como él, ninguna.

—Mucho se va a sorprender al hallamos en Constantinopla —dijo Bruno.

—Así lo creo —respondió Van Mitten—. En fin, al menos en su compañía estaremos verdaderamente en plena Turquía. ¡Ah!, jamás consentirá mi amigo Kerabán en vestir el traje del Nizam, la levita azul y el gorro o casquete encamado de los nuevos turcos.

—Cuando se quitan el casquete —dijo Bruno—, me hacen el efecto de una botella que se destapa.

—Estoy seguro de que mi querido e inmutable amigo Kerabán estará

todavía vestido como cuando fue a visitarme a Holanda, al otro extremo de Europa, como quien no dice nada, con su ancho turbante y su caftán de color de canela.

—Sí; un completo mercader de dátiles —interrumpió Bruno.

—Un mercader de dátiles que podría venderlos de oro… y aún hacérselos servir a la mesa en todas las comidas; pero, ya se ve, ha emprendido el mejor género de comercio en este país: el del tabaco; y, como es natural, no hay otro remedio sino hacer una fortuna en una ciudad en la que todo el mundo fuma, desde que se levanta hasta que se acuesta, y desde que se acuesta hasta que se levanta.

—¿Qué decís, señor? —interrumpió Bruno—. ¿Dónde veis esos fumadores que yo no veo? Creo, por el contrario, que aquí nadie fuma. Yo que esperaba encontrar grupos de turcos delante de cada puerta, envueltos en los serpentines de sus narguiles o pipas, o bien con el largo tubo de cerezo en la mano y la boquilla de ámbar en la boca. Pero, ¡quiá!, ni por pienso; ¡no he visto todavía fumar un mal cigarro, ni siquiera un cigarrillo!

—Yo tampoco lo comprendo, Bruno. Pues, en honor a la verdad, las calles de Rotterdam están mucho más ennegrecidas por el humo del tabaco que las de Constantinopla.

—¡Caramba, señor! —dijo Bruno—. ¿Estáis seguro de que no hemos equivocado el camino? No es posible que ésta sea la capital de Turquía. Estoy por apostar que nos hallamos en el lado opuesto, que éste no es el Cuerno de Oro, sino el Támesis con sus mil embarcaciones de vapor. Vaya, aquella mezquita que se ve allá abajo no es Santa Sofía, sino San Pablo. Esta ciudad no es Constantinopla; no, señor, no puede ser. ¡Nos hallamos en Londres!

—Modérate, Bruno —respondió Van Mitten—. Ese carácter nervioso no le cuadra a un holandés. Imita mi paciencia y mi flema, y no te extrañes de nada. Hemos abandonado Rotterdam a consecuencia… de lo que tú sabes.

—¡Sí… sí…! —dijo Bruno haciendo un movimiento de cabeza.

—Hemos venido por París, hemos atravesado el San Gotardo, Italia,

Brindisi, el Mediterráneo, y no creo persistas en asegurar que el vapor de las Mensajerías nos haya dejado en el Puente de Londres después de ocho días de travesía, en vez de dejamos en el Puente de Galata.

—Sin embargo… —se aventuró a decir Bruno.

—Es más, te ruego que en presencia de mi amigo Kerabán no te permitas chanzas semejantes; podría tomarlas a mal y discutir, y obcecarse.

—Ya tendré cuidado, señor; pero ya que es imposible refrescar aquí, creo que no habrá inconveniente en encender la pipa. ¿No creéis lo mismo, señor?

—Tal creo, Bruno, y como mercader que soy de tabaco, nada me es tan agradable como ver fumar a todo el mundo; llego hasta el punto de sentir que la naturaleza no nos haya dado más que una boca. Verdad es que pueden aprovecharse las narices para absorber el tabaco convertido en rapé.

—Y los dientes para mascarlo —añadió Bruno, llenando su enorme pipa de porcelana.

Un momento después, la pipa ardía convenientemente, y de la boca de Bruno se escapaban, con gran satisfacción de éste, espesas bocanadas de humo.

Pero, en aquel mismo instante, los dos turcos que habían protestado de un modo tan singular contra las abstinencias del Ramadán, volvieron a aparecer en la plaza. Uno de ellos, precisamente aquel que había encendido su cigarrillo, infringiendo las prescripciones de la ley mahometana, fue quien apercibió a Bruno con la pipa en la boca.

—¡Por Alá! —dijo a su compañero—. He ahí a uno de esos malditos extranjeros que se atreven a infringir el Corán. No lo sufriré.

—Apaga, al menos, tu cigarrillo —le respondió su compañero.

—Sí; tienes razón.

Y al decir esto, arrojó el cigarrillo, y se dirigió en línea recta hacia donde se hallaba el holandés, quien no se esperaba, ciertamente, una tan brusca interpelación.

—¡Después del cañonazo! —dijo con aire irritado el turco, arrancando la pipa de los labios de Bruno.

—¡Eh, mi pipa! —dijo este último, al cual su amo trataba vanamente de contener.

—¡Después del cañonazo, perro cristiano!

—Más perro eres tú, mastín turco.

—Calma, Bruno, calma —dijo Van Mitten.

—Al menos que me devuelva mi pipa.

—¡Después del cañonazo! —repitió por última vez el turco, haciendo desaparecer la pipa entre los pliegues de su caftán.

—Ven, Bruno —dijo entonces Van Mitten—; es necesario no herir las creencias ni las costumbres del país que se visita.

—Sí, sí, buenas costumbres te dé Dios; costumbres de ladrones

—contestó Bruno.

—Vamos, te digo. Mi amigo Kerabán debe hallarse en esta plaza a las siete o poco antes. Continuaremos nuestro paseo, y ya le encontraremos a su debido tiempo.

Van Mitten arrastró, por decirlo así, a Bruno, cuyo despecho no conocía límites desde que, de un modo tan violento, le habían arrancado su pipa, hacia la cual, como acontece a los verdaderos fumadores, sentía no poco apego.

Los dos turcos quedaron solos, y el que acababa de arrebatar a Bruno su pipa dijo a su compañero:

—En verdad que estos extranjeros se permiten unas libertades…

—¡Hasta se permiten fumar antes de la puesta del sol!

���¿Quieres fuego? —añadió el otro.

—Con mucho gusto —le contestó su compañero, encendiendo su cigarrillo.

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