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El volcán (5)

Parry se metió en la cama a las diez, pero estaba demasiado cansado para dormirse inmediatamente. Los acontecimientos ocurridos en la granja de Havik le habían excitado y los que siguieron, además de ponerle los nervios de punta, le habían hecho consumir aún más energía. Estaba furioso con el sheriff a causa del desprecio que había demostrado hacia Bonnie después de oír su declaración y de su negativa a interrogar a los Havik o a registrar la granja. Sencillamente, opinaba que la paliza que le habían propinado a Tízoc había sido una acción justa, incluso loable. Y argüía que no había pruebas suficientes para justificar una investigación sobre la desaparición de Tízoc. Que el sheriff tuviera razón con respecto a este último punto, encolerizaba aún más a Parry.

Tras la prolongada sesión que mantuvieron en la oficina del sheriff, Parry consiguió una habitación para Bonnie en casa de la señora Amster. Después, fueron a la pequeña tienda de ropa, compraron vestidos, y una vez de vuelta en la habitación, Bonnie se bañó, se maquilló un poco hubiera considerado pecaminoso excederse y se vistió para acompañar a Seton y Parry al restaurante. Allí, la chica se vio sometida a las miradas curiosas, y hostiles en algunos casos, que sin ninguna reserva le dirigieron los clientes mientras murmuraban entre sí. Para cuando salieron del restaurante, lloraba.

Más tarde, pasearon por el pueblo mientras ella le contaba a Parry los detalles de su vida en casa de sus padres. Parry era fuerte, pero de vez en cuando los sufrimientos y tragedias de la humanidad se negaban a mantenerse a raya. Como el mar arremetiendo contra un dique, encontraban una fisura y se colaban a través de ella. Normalmente era un solo caso, que como el de Bonnie representaba a millones de hombres, mujeres y niños que se veían obligados a soportar injusticias, crueldades y falta de amor, el que lograba abrir un hueco y entonces, todos los demás, o la conciencia de los mismos, entraban en tromba tras la punta de lanza.

A Parry le costó dormirse porque se sentía como una enorme concha en cuyo interior el océano del sufrimiento se agitara en doloroso alboroto. Finalmente, logró dejarse llevar, para acabar despertándose, medio atontado, al oír que llamaban a su puerta. Encendió la luz y se dirigió vacilante hacia la puerta, notando en el camino que Malone, exhalando vaharadas de whisky, no se había despertado. Abrió la puerta y su gesto reveló a su patrona, la señora Doorn, y a la señora Amster. Al instante recobró toda su consciencia. Antes de que la señora Amster acabara de tartamudear los detalles, él ya había supuesto lo ocurrido.

Poco después, salía por la puerta principal para sumergirse en la mortecina madrugada de Roosville. Corrió a casa de Huisman, que distaba tan sólo una manzana de su oficina. Al sheriff no le hizo gracia que interrumpiera su sueño,

favorecido por la cerveza, pero se vistió y salió a buscar su coche, seguido de Parry.

Suerte que no se le ha ocurrido ir solo dijo con voz pastosa. El viejo Havik podría haberle pegado un tiro en el trasero y alegar después que estaba usted invadiendo una propiedad privada. Tal como están las cosas, no estoy seguro de que Bonnie no haya vuelto con su padre por propia voluntad.

Puede ser que lo hiciera repuso Parry acomodándose en el asiento delantero

. Sólo hay una forma de averiguarlo. Si Havik la ha obligado a ir con él, es culpable de secuestro. La señora Amster me ha dicho que, al despertarse, sólo ha tenido tiempo de ver a Havik y a sus hijos haciendo entrar a Bonnie en el coche, sin haber oído nada hasta entonces.

Aunque Huisman condujo tan rápido como aquel sinuoso camino permitía, no conectó la sirena ni encendió las luces rojas de destello. Cuando tomaron el camino que llevaba a la granja de los Havik, apagó los faros. De todos modos, no hacían ninguna falta porque la luz que despedían la lava y las piedras que arrojaba el volcán perfilaban la casa a la perfección.

¡Parece que esté a punto de estallar! exclamó el sheriff con voz alarmada.

¡Nunca lo había visto tan encendido!

En aquel momento, ambos dejaron escapar un grito. Un fragmento singularmente grande, una mancha blanca en el obscuro manto de la noche, había surgido del cono y volaba hacia la casa. Desapareció ras el tejado y, un instante después, una llamarada brotó donde la roca había caído.

Con los frenos clavados y los neumáticos chirriando, Huisman detuvo el coche junto a la valla y él y Parry descendieron a toda prisa. El resplandor que emitían el cono y las llamas del tejado perfilaban la casa. Al mismo tiempo, les permitió ver a Bonnie, con la parte superior de su vestido medio desgarrada, que bajaba los escalones del porche y corría hacia ellos. Les gritó algo, pero el silbido del vapor, las explosiones del volcán y los gritos de su padre y hermanos que salieron tras ella, ahogaron sus palabras.

¡Havik lleva una escopeta! le gritó Parry a Huisman.

Este se detuvo maldiciendo y soltó la correa que sujetaba el revólver a su funda. Havik bajó corriendo los escalones y se detuvo para apuntar los dos cañones de su arma hacia Bonnie.

Parry le gritó a esta que se echara al suelo y, aunque no podía haberle oído, Bonnie se dejó caer. A la luz de otro objeto incandescente que llegaba por encima de la casa, Parry vio que la muchacha había tropezado con una piedra, cuyo fulgor inicial había disminuido hasta convertirse en un rojo apagado.

El arma de Havik tronó dos veces, y los perdigones se hundieron en tierra junto a

Parry.

Huisman también se había echado al suelo, pero al hacerlo había dejado caer

torpemente su arma.

Parry vio dónde iba a acabar la mortal trayectoria de la piedra y gritó. Más tarde, se preguntó por qué había tratado de prevenir a un hombre que pretendía matar a su propia hija y que, sin duda alguna, había intentado matarle a él también. La única respuesta era que, siendo humano, no siempre, ni mucho menos, actuaba con lógica.

Se oyó un golpe sordo y Havik cayó, con la piedra medio derretida aferrada a su cráneo destrozado. El olor a carne y cabello quemados se propagó por el lugar.

Rodeman y Albert Havik gritaron horrorizados y corrieron hacia su padre. El sheriff aprovechó aquel momento para recobrar su revólver y, al levantarse, ordenarles que tiraran al suelo sus rifles. Se disponían a hacerlo cuando varias rocas más cayeron sobre el tejado, justo detrás de ellos. Al moverse, intimidados por el ruido, el sheriff interpretó mal sus movimientos y disparó dos veces. Fue suficiente.

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