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EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 11 - El duelo final: Burton contra Bergerac (38)

El duelo final: Burton contra Bergerac (38)

Los acontecimientos que se sucedieron inmediatamente después de la explosión en la cubierta de calderas provocada por el grupo de Burton fueron rápidos, confusos y desconcertantes. Por algún tiempo, Burton persiguió y fue perseguido, atacó y se retiró. La mayor parte del tiempo se retiró, puesto que normalmente el enemigo los superaba en número. En el momento en que el grupo de Burton se vio obligado a penetrar en el gran depósito de armas, era mayor de lo que había sido cuando había empezado todo. Aunque había perdido a ocho elementos, había recogido a otros, de modo que ahora contaba con treinta hombres y diez mujeres. Por todo lo que sabía, esos eran los únicos supervivientes del Rex.

A ninguno de los dos bandos le quedaba ninguna munición para sus armas de fuego. A partir de ahora deberían luchar tan sólo con el frío acero. El enemigo retrocedió para descansar y para recuperar el aliento. Ellos también tenían que conferenciar. La entrada de la armería tenía una anchura de dos hombres y medio, y penetrar en tromba por ella iba a ser difícil.

Burton observó las hileras de armas y decidió desechar su machete por una espada. Era una espada con una hoja triangular sin bordes afilados de noventa centímetros de largo. Su guarda estaba bien modelada; de la empuñadura ligeramente curvada surgían dos protuberancias de madera para sujetarla mejor. Burton probó el temple de la hoja apoyando su punta contra una viga de madera y curvándola. La hoja formó un arco de casi treinta centímetros de curvatura y volvió rápidamente a la línea recta cuando soltó la presión.

La armería hedía a sudor y a sangre y no poco a orina y excrementos. Era también sorprendentemente cálida. Se quitó la armadura excepto el casco, y animó a los otros a que le imitaran, aunque no pensaba ordenarles que lo hicieran.

Cuando salgamos a cubierta, no vamos a tener tiempo de desembarazarnos de todo nuestro hierro dijo. Vamos a tener que arrojarnos al Río en el momento mismo en que salgamos a cielo abierto. Será mucho más fácil desembarazarnos de la armadura ahora que cuando estemos en el Río.

Una de las mujeres era la encantadora Aphra Behn, que ya no parecía tan encantadora. El humo de la pólvora tiznaba su rostro; el sudor y la sangre habían trazado regueros y manchas en la ennegrecida piel; sus ojos eran rojos por la irritación y el cansancio; uno de sus ojos le parpadeaba incontroladamente. Dijo:

El barco debe estar hundiéndose. Si no actuamos rápido, nos ahogaremos. Aunque parecía histérica, su voz era calmada, considerando las circunstancias.

Sí, lo sé dijo Burton con voz arrastrada. Meditó durante un minuto. Estaban en la cubierta B, y probablemente en aquellos momentos la cubierta A estaba ya llena de agua. No iba a pasar mucho tiempo antes de que aquella cubierta empezara también a inundarse.

Se dirigió hacia la compuerta y asomó la cabeza cautelosamente. Las luces estaban aún encendidas en el corredor. No había ninguna razón para que se apagaran mientras siguieran recibiendo energía del batacitor. Este podía operar incluso bajo el agua.

No se veía a nadie vivo en el corredor. El enemigo debía estar oculto en las estancias cercanas, aguardando a que los ratitas intentaran salir.

¡Soy el capitán Gwalchgwynn de los marines del Rex! dijo en voz alta. ¡Me gustaría hablar con vuestro comandante!

Nadie respondió. Gritó de nuevo su petición, luego dio un paso adelante, saliendo al corredor. Si había alguien al otro lado de alguna de las puertas cercanas a la armería, no pudo verle.

¿Se habían retirado a los dos extremos del corredor y estaban aguardando tras las esquinas, esperando sorprenderles?

Fue entonces cuando vio el agua fluir hacia él. Era sólo una delgada capa, pero pronto empezaría a hincharse. Llamó a los guardias junto a la compuerta.

¡Decidles a los demás que salgan! ¡Los clemensitas se han ido! No tuvo que explicarle a su gente lo que habla ocurrido.

Ellos también vieron el agua.

Sálvese quien pueda dijo. Alcanzad la orilla del mejor modo que podáis. Yo me reuniré con vosotros más tarde.

Los condujo hasta la barandilla y les dijo adiós y les deseó buena suerte antes de que se lanzaran al agua.

Dick dijo Aphra, ¿por qué te quedas?

Estoy buscando a Alice.

Si el barco se hunde de repente, quedarás atrapado.

Lo sé.

No aguardó a que ella saltara sino que empezó inmediatamente su búsqueda. Corrió por los pasillos llamando su nombre, deteniéndose aquí y allá para escuchar por si oía su voz. Una vez recorrida aquella cubierta, subió la enorme escalera hasta el gran salón. Este ocupaba una cuarta parte de la zona de popa de la cubierta superior, lo mismo que el gran salón del Rex. Pero era mucho más grande. Resplandecía con luces en el techo y candelabros, pese a que muchas de ellas habían resultado destrozadas por las explosiones. Pese a los daños de las explosiones y unos cuantos cadáveres mutilados, era realmente impresionante.

Penetró en él y miró a su alrededor. Alice no estaba allí, a menos que estuviera detrás de la inmensamente larga barra o debajo o detrás de los grandes pianos o mesas de billar aplastados. Parecía no existir ninguna razón para que él se quedara allí, pero se sintió retenido durante algunos segundos por el esplendor de aquella estancia. Como su contrapartida en el Rex, había conocido muchos años de risas, ingenio, humor, flirteos, intrigas, juegos a menudo ociosos pero a veces desesperados, citas de amor y odio, música compuesta e interpretada por algunos de los maestros de la Tierra, dramas y comedias. Ahora... Era una vergonzosa pérdida, algo que habría que lamentar mucho.

Empezó a cruzar el salón pero se detuvo. Un hombre había penetrado por la gran puerta del otro lado. Se detuvo cuando vio a Burton. Luego, sonriendo, caminó desenvueltamente hacia él. Era cuatro o cinco centímetros más alto que Burton, delgado como un galgo, y tenía unos brazos extraordinariamente largos. Su piel estaba ennegrecida por el humo, su nariz era muy larga, y su mandíbula recesiva. Pese a eso, su sonrisa le hacía aparecer casi agraciado.

Su lustroso y ensortijado pelo negro caía sobre sus hombros. Llevaba únicamente un faldellín negro y unas botas rojas de piel de dragón del Río altas hasta la pantorrilla, y su mano derecha empuñaba una espada.

Burton tuvo un fugaz deja vu, una sensación de que este encuentro se había producido hacía ya mucho tiempo y bajo unas circunstancias semejantes a aquellas. Había encontrado al hombre antes, y había deseado volver a encontrarse con él. La herida en su muslo, curada hacía mucho tiempo, pareció arderle ante el recuerdo.

El hombre se detuvo cuando estaba a ocho metros de Burton. Habló en voz alta en esperanto. Había un rastro de francés y una pizca de inglés americano en su entonación.

¡Ah, sinjoro, sois vos! ¡El muy talentudo, quizá genial espadachín con quien crucé mi hoja durante la incursión efectuada sobre vuestro barco hace tantos años! Entonces me presenté a vos tal como correspondía hacerlo a un caballero. Vos os negasteis obstinadamente a identificaros. O quizá no lo hicisteis porque pensasteis que no iba a reconocer vuestro nombre. Ahora...

Burton avanzó un paso, su espada casi colgando en su mano. Habló en francés parisino de los alrededores de 1650.

Oh, monsieur. No estaba seguro cuando hicisteis vuestra presentación de que fuerais realmente quien dijisteis que erais. Pensé que quizá fuerais un impostor. Admito ahora que sois de hecho o bien el gran monomachista Savinien de Cyrano II de Bergerac o alguien que podría ser Castor a su Pólux y es su igual en la espada.

Burton dudó. Ahora podía darle su verdadero nombre. Ya no era necesario utilizar un seudónimo.

Sabed, monsieur, que soy el capitán Richard Francis Burton de los marines del Rex Grandissimus. En la Tierra fui investido caballero por Su Majestad la Reina Victoria del Imperio Británico. Ello no fue debido a haber conseguido amasar una fortuna en el comercio sino como reconocimiento por mis exploraciones en las más remotas partes de la Tierra y por mis muchos servicios tanto a mi país como a la humanidad. No fui un desconocido entre los espadachines de mi época, que era el siglo xix.

Helas, ¿acaso no fuisteis conocido también por ser un tanto pedante?

No, ni por poseer una enorme nariz dijo Burton. Los dientes del hombre resplandecieron blancos.

Ah, sí, siempre la referencia a la probóscide. Bien, sabed, monsieur, que aunque no fui honrado por mi soberano, Luis XIII, fui armado caballero por una reina aún más grande que la vuestra, la propia Madre Naturaleza. Escribí algunas fantasías filosóficas que según tengo entendido seguían siendo leídas siglos después de mi muerte. Y, como obviamente sabréis, no fui desconocido entre los grandes espadachines de mi época, que dio nacimiento a los más grandes espadachines de todos los tiempos.

El delgado hombre sonrió de nuevo, y Burton dijo:

¿Quizá deseéis rendir vuestra hoja? No siento deseos de mataros, monsieur.

Precisamente iba a pediros que depusierais vuestra arma, monsieur, y os hicierais mi prisionero. Pero veo que vos, como yo, os sentís insatisfecho acerca de cuál de los dos es mejor con la espada. He pensado en vos muchas veces, capitán Burton, desde que clavé mi estoque en vuestro muslo. De todos los cientos, quizá miles de adversarios con los que me he batido, vos fuisteis el mejor. Estoy dispuesto a admitir que no sé cómo hubiera terminado nuestro pequeño lance de armas si no os hubieran distraído. Es más, diría que hubierais podido contenerme durante un buen rato más de no haber sido por eso.

Veremos dijo Burton.

Oh, sí, veremos, si el barco no se hunde demasiado pronto. Bien, monsieur, retrasé mi partida para tomar una copa más y brindar por las almas de esos valientes hombres y mujeres que murieron luchando hoy por su hasta ahora espléndido navío, la última de las grandes bellezas de la ciencia y la tecnología del hombre. Quel dommage! Pero algún día

compondré una oda al respecto. En francés, por supuesto, ya que el esperanto no es un gran idioma poético y, aunque lo fuera, nunca podría igualarse a mi lengua nativa.

»Tomemos una copa a. fin de que podamos brindar juntos por aquellos a quienes amamos pero que nos han dejado. Ya no habrá más resurrecciones, amigo mío. Estarán muertos para siempre a partir de ahora.

Quizá dijo Burton. En cualquier caso, me uniré a vos en el brindis.

Las muchas puertas de los enormes y largos armarios de licores detrás de la barra habían sido cerradas con llave antes de que se iniciara la batalla. Pero la llave estaba en un cajón debajo de uno de ellos, y de Bergerac pasó al otro lado de la barra y la tomó. Abrió uno de los armarios y quitó la barra que sujetaba una hilera de botellas y extrajo una del agujero en que estaba encajada.

Esta botella fue hecha en Parolando dijo de Bergerac, y ha permanecido incólume a pesar de las muchas batallas y los muchos malos tratos de gran número de borrachos. Está llena con un borgoña particularmente bueno que nos ha sido ofrecido de tanto en tanto por diversos cilindros y que no ha sido bebido sino metido en esta botella para ser usado en alguna ocasión festiva. Esta ocasión, creo, es festiva, aunque nuestro espíritu no sea particularmente bueno.

Abrió otro armario y quitó la barra dentada que sujetaba una hilera de vasos de cristal de sosa y tomó dos y los depositó sobre la barra del bar.

Su espada estaba también sobre la barra. Burton depositó la suya al lado de la otra junto a su mano derecha. El francés llenó hasta el borde los dos vasos con el borgoña, y alzó el suyo. Burton hizo lo mismo.

¡Por las personas queridas que se nos han marchado! dijo.

¡Por ellas! dijo Burton. Ambos bebieron una pequeña cantidad.

No soy muy bebedor dijo de Bergerac. El licor lo reduce a uno al nivel de las bestias, y me gusta recordar en todo momento que soy un ser humano. Pero... esta es a todas luces una ocasión especial. Un nuevo brindis, amigo mío, y luego nos dedicaremos a solucionar nuestro asunto.

Por la solución del misterio de este mundo dijo Burton. Bebieron de nuevo. Cyrano depositó su vaso.

Ahora, capitán Burton de los difuntos marines del difunto Rex. Odio la guerra y detesto el derramamiento de sangre, pero cumplo con mi deber cuando hay que hacerlo. Los dos somos tipos excelentes, y sería una vergüenza el que uno tuviera que morir para probar que es mejor que el otro. Adquirir conocimiento de cómo están realmente los asuntos a través de la muerte es algo que nadie con buen sentido recomienda. Así, sugiero que el que derrame la primera sangre venza. Y si, gracias sean dadas al Creador, el cual no existe, la primera herida no resulta fatal, el vencedor se llevará al otro prisionero. Y entonces nos dedicaremos con prisas pero de una forma honorable a abandonar este navío antes de que se hunda.

Por mi honor, esa es la forma en que debe hacerse dijo Burton.

¡Estupendo! En garde!

Hicieron el saludo, y luego asumieron la posición clásica de en guardia, el pie izquierdo en ángulo recto con el pie derecho y detrás de él, las rodillas ligeramente dobladas, el cuerpo ladeado para presentar un blanco tan pequeño como fuera posible, el brazo izquierdo alzado con la parte superior paralela al suelo, el codo doblado de modo que el antebrazo quedara vertical y la muñeca relajada, el brazo derecho bajado y la hoja que sujetaba formando una extensión en línea recta del brazo. La redonda coquille, o guarda, en esta posición, protegía el antebrazo.

De Bergerac, pronunciando en voz alta el equivalente francés del «¡Ja!», acometió. Era casi deslumbradoramente rápido, como sabía Burton por la reputación del francés y por su duelo anterior con él. Sin embargo, Burton era también muy rápido. Y, habiendo

pasado muchos años en la Tierra y aquí practicando, su reacción a cualquier ataque en particular era automática.

De Bergerac, sin fintar, se había lanzado contra el brazo de Burton. Burton paró y luego respondió, es decir, contraatacó. De Bergerac paró el ataque y luego lanzó una estocada por encima de la hoja de Burton, pero Burton detuvo la acometida, utilizando la guarda de su espada para desviar la punta de su oponente y al mismo tiempo (casi) clavando su propia punta en el antebrazo de Bergerac.

Pero de Bergerac contraparó y luego lanzó una rápida estocada rodeando la guarda del arma de Burton y de nuevo contra su antebrazo. Esta maniobra era llamada el «clavo» o el «picotazo».

Burton desvió la punta de nuevo, aunque el borde de la hoja resbaló a lo largo de su brazo. Sintió la quemadura, pero no brotó sangre.

Efectuar un duelo con el florete o la espada era algo como intentar enhebrar una aguja que se estuviera moviendo. La punta de la hoja del atacante era el extremo del hilo; la del defensor, el ojo de la aguja. El ojo debía ser muy pequeño, y en esta situación lo era. Pero en un segundo o menos el extremo del hilo se convertía en ojo cuando el defensor atacaba. Dos grandes espadachines se presentaban el uno al otro unas aberturas muy pequeñas que instantáneamente se cerraban y luego volvían a abrirse mientras la punta se movía alrededor de un pequeño círculo.

En un duelo de competición con florete, el blanco era tan sólo y exclusivamente la parte del cuerpo del oponente que comprendía la cabeza, brazos y piernas, pero incluyendo la ingle. En un combate a muerte, sin embargo, la cabeza y todo el cuerpo eran un blanco. Si, de alguna forma, quedaba expuesto el dedo gordo del pie, debía ser atravesado, si podía hacerse sin exponer al atacante a la punta de su antagonista. Era un axioma que el esgrimista con una defensa perfecta no podía perder. ¿Pero qué ocurría entonces si ambos duelistas poseían una defensa perfecta? ¿Se presentaría el caso de una lucha eterna sin vencedor ni vencido? No. Los seres humanos nunca eran perfectos. Uno de los defensores perfectos se cansaría antes que el otro, o quizá algo en el medio donde se produjera el combate inclinaría un poco o quizá mucho la ventaja hacia uno de los espadachines. Esto podía ser algo en el suelo que ocasionara un resbalón, o en esta situación, algún objeto, un trozo de mobiliario roto, una botella, un cadáver, con el cual cualquiera de los dos podía tropezar. O, como cuando de Bergerac había luchado contra Burton durante la incursión, un grito de una tercera persona podía distraer a un duelista por una fracción de segundo, lo suficiente como para que el oponente, con rapidez de gato y ojos de águila, clavara su espada en el otro.

Burton estaba pensando en todo esto con un ángulo de su mente mientras el resto se concentraba en la danza de las hojas. Su oponente era más alto que él y tenía un mayor alcance. Esto no era necesariamente una desventaja para Burton. Si lo llevaba a un cuerpo a cuerpo, en el que el mayor alcance del francés no tenía importancia, entonces la ventaja sería para Burton.

De Bergerac sabía esto, del mismo modo que lo sabía todo acerca de la esgrima, y así mantenía la distancia adecuada para su beneficio.

El metal chocó contra el metal mientras las respiraciones de ambos se volvían sibilantes. De Bergerac, manteniendo su posición con el brazo tendido, concentraba sus ataques sobre la muñeca y el antebrazo de Burton para mantenerse él fuera del alcance del arma de su adversario.

El inglés utilizaba una posición de brazo doblado para lanzar estocadas oblicuas con la intención de enlazar la hoja de su oponente, «envolverla». Daba sus golpes contra la espada del otro para hacerla ir de un lado para otro. Los envolvimientos eran continuos enlaces en los que la punta de su hoja efectuaba círculos completos.

Mientras tanto, estudiaba al francés en busca de sus debilidades, del mismo modo que el francés lo estaba estudiando a él. No encontró ninguna. Esperaba que de Bergerac, que estaba también analizándole, fracasara a su vez en descubrir fallos.

Como en su primer encuentro, habían establecido un ritmo definido de ataque y parada, respuesta y contraparada. Incluso las fintas formaban parte del esquema, puesto que ninguno de los dos se dejaba engañar dejando así alguna abertura.

Ambos estaban aguardando una abertura que no se cerrara con demasiada rapidez. El sudor resbalaba por el rostro de de Bergerac, trazando surcos allá donde el líquido limpiaba el tizne de la pólvora. El salado líquido penetraba en los ojos de Burton, haciendo que le escocieran. Entonces se retiraba rápidamente y se secaba la frente y los ojos con el dorso de su mano libre. La mayor parte del tiempo, el francés tomaba ventaja de esta interrupción para secarse su propia frente con un pequeño trozo de tela que llevaba metido entre su cintura y la parte superior de su faldellín de toalla. Esos intervalos iban haciéndose más y más frecuentes, no sólo para secarse su sudor sino también para recuperar el aliento.

Durante una de esas pausas, Burton recogió el corpiño de una mujer muerta para secarse con él. Luego, observando a de Bergerac para asegurarse de que no iba a lanzarle una fleche, un ataque repentino, anudó el trozo de tela en torno a su cabeza. De Bergerac se inclinó también y arrancó el corpiño de otro cadáver para hacerse él también una banda para la cabeza.

La boca de Burton estaba muy seca. Tenía la sensación de que su lengua era tan gruesa y tan dura como un pepino.

Graznó:

Una tregua momentánea, Monsieur de Bergerac. Bebamos algo antes de que nos muramos de sed.

Aceptado.

Burton se trasladó tras la barra, pero los grifos de los fregaderos estaban secos. Se dirigió hacia el armario que el francés había abierto y sacó una botella de pasión púrpura. Quitó el cierre de plástico con sus dientes y lo escupió. Ofreció a de Bergerac el primer trago, que éste rechazó. Bebió profundamente y luego tendió la botella a de Bergerac por encima de la barra. El líquido quemaba en su garganta y calentaba su pecho y sus entrañas. Ayudó en algo a dominar su sed, pero no se sentiría satisfecho hasta que hallara agua.

De Bergerac alzó la botella contra la luz.

¡Ah! Habéis tragado tres onzas, amigo mío. Yo tengo que hacer lo mismo para asegurarme un grado igual de embriaguez. Si no lo hiciera os mataría porque estaríais más borracho que yo. Y luego vos os quejaríais de injusticia, y la cuestión de quién de nosotros dos es mejor espadachín seguiría sin resolver.

Burton se echó a reír entre dientes ante ese curioso modo de pensar. De Bergerac alzó la botella a sus labios, luego dijo:

Sonáis como un gato, amigo mío.

Bebió, y cuando depositó la botella sobre la barra tosió y se atragantó, y sus ojos lagrimearon.

Mon dieux! ¡Evidentemente, esto no es vino francés! ¡Es algo propio para los bárbaros del norte... o para los ingleses!

¿Nunca lo habíais probado? dijo Burton. ¿Durante todo ese largo viaje?

Ya os dije que bebo muy poco. Helas! Nunca en toda mi vida me he batido en duelo a menos que esté absolutamente sobrio. Y ahora siento mi sangre cantar, me están volviendo las fuerzas, aunque sé que son falsas, el licor se esparce por todos mis sentidos. No importa. Si estoy algo borracho y así mis reflejos son lentos y mi juicio está embotado, vos estaréis en la misma condición.

Eso depende de la reacción idiosincrática de cada uno al alcohol dijo Burton. Puede ser que yo, que me gusta este fuerte licor, esté más acostumbrado a sus efectos. Así, estaré en ventaja sobre vos.

Veremos dijo de Bergerac, sonriendo. Ahora, monsieur, ¿os importará salir de detrás de esa barra para que podamos reanudar nuestro pequeño debate?

En absoluto dijo Burton. Caminó hasta el extremo de la barra y la rodeó. ¿Por qué no intentar la fleche, el ataque repentino? Pero si fallaba o era parado, entonces se encontraría desequilibrado, expuesto a la punta de de Bergerac. Aunque de todos modos había la posibilidad de centrarse y bloquear la hoja del francés.

No. ¿Tomaría en consideración un tal movimiento si no tuviera tres onzas de alcohol al quince por ciento de pasión púrpura en su corriente sanguínea? No. Olvídalo.

¿Pero y si tomaba la botella y la lanzaba al mismo tiempo que efectuaba la fleche? Su oponente tendría que agacharse, y eso lo desequilibraría también.

Se detuvo cuando llegó junto a la botella de licor. La miró por un segundo mientras de

Bergerac aguardaba. Luego, su mano izquierda se abrió, y suspiró.

El francés sonrió, y se inclinó ligeramente.

Mis felicitaciones, monsieur. Estaba esperando que no sucumbierais a la tentación e intentarais algo deshonroso. Este es un asunto que tiene que quedar zanjado únicamente con las hojas.

»Os saludo por comprender esto. Y os saludo como el mejor duelista con quien me haya enfrentado nunca, y me he enfrentado a muchos de los mejores. Es tan triste, tan realmente triste, y tan absolutamente lamentable que este, el más magnífico de todos los duelos, inigualado en ningún tiempo o lugar, deba ser visto tan sólo por nosotros. ¡Qué lástima! No, no es una lástima. Es una tragedia, ¡la mayor pérdida para el mundo!

Burton observó que la forma de hablar del otro era ligeramente confusa. Aquello era de esperar. ¿Pero estaba el taimado francés exagerando los efectos del alcohol para hacer que Burton se confiara?

Estoy de acuerdo con vos en principio dijo Burton, y gracias por vuestros cumplidos. Debo decir también que sois el más grande espadachín con el que nunca haya cruzado mi hoja. De todos modos, monsieur, hablasteis hace un poco acerca de mi verbosidad. Creo que, aunque posiblemente seáis mi igual con el acero, sois superior a mí en locuacidad.

El francés sonrió.

Soy tan fácil con mi lengua como con mi espada. He proporcionado tanto placer al lector de mis libros y al oyente de mi voz como al espectador de mis luchas. Olvidé que vos sois un reticente anglosajón, monsieur. Así que dejaré que mi espada hable por mí a partir de ahora.

Apuesto a que lo haréis dijo Burton. ¡En garde!

Sus espadas se entrecruzaron de nuevo en ataques, paradas, respuestas, contrarrespuestas. Pero cada uno tenía una defensa perfecta manteniendo la distancia correcta, el control del tiempo, el cálculo, la decisión y la coordinación.

Burton podía sentir los venenos de la fatiga y el alcohol y sabía que debían estar disminuyendo su rapidez y afectando su buen juicio. Pero seguramente estaban trabajando con efectos iguales o mayores en su contrincante.

Y entonces, mientras Burton paraba una estocada contra su brazo izquierdo y respondía con su punta dirigida al vientre de de Bergerac, vio algo entrando por la puerta junto a la gran escalera. Se echó hacia atrás y gritó:

¡Alto!

De Bergerac vio que Burton estaba mirando a sus espaldas. Saltó hacia atrás para estar lo suficientemente lejos de Burton si este estaba intentando engañarle. Y vio el agua fluyendo en una delgada capa por debajo de la puerta. Respirando pesadamente, dijo:

¡Bien! El barco se ha hundido hasta nuestra cubierta, Monsieur Burton. No tenemos mucho tiempo. Debemos terminar esto muy rápidamente.

Burton se sentía muy cansado. Su respiración era afanosa. Sus costillas le dolían como si le estuvieran clavando cuchillos.

Avanzó hacia el francés, con la intención de lanzarse a fondo. Pero fue de Bergerac quien lo hizo. Estalló, pareciendo haber sacado de alguna parte de su delgado cuerpo un brote de energía. Quizá finalmente había descubierto una debilidad en la defensa de Burton. O lo creyó. O creyó que era el más rápido ahora que la debilidad había frenado a su oponente más que a él.

Fuera cual fuese la razón, calculó mal. O quizá hubiera podido llegar a tener éxito. Pero Burton supo de pronto, por el lenguaje corporal de de Bergerac, algunas sutiles acciones musculares, un ligero entrecerrarse de sus ojos, lo que el francés pretendía hacer. Lo supo porque había estado dispuesto a hacer lo mismo, y había tenido que suprimir su lenguaje corporal, las señales, que podían decirle a su adversario su próximo movimiento.

De Bergerac se lanzó contra él a fondo, una estocada oblicua a lo largo de la hoja de su oponente con una ligera presión. A veces era utilizada para sorprender, y podría haber tenido éxito si Burton no hubiera estado preparado, en un cierto sentido no hubiera estado mirándose a sí mismo en un espejo preparándose para la misma maniobra.

Para tener éxito, el ataque requería sorpresa, velocidad, y dominio sobre el arma del oponente. De Bergerac tenía la rapidez, pero le faltaba la sorpresa, y de este modo perdió el dominio.

Un espectador ducho en la materia hubiera dicho que de Bergerac tenía la ventaja del control. Estaba más erguido que Burton. Su mano estaba más alta, permitiendo que el fuerte, la parte robusta de la hoja desde la guarda hasta el medio, entrara en contacto y dominara así al flaco de la espada de Burton, la parte débil, de la mitad hasta la punta.

Pero Burton cubrió su fuerte y giró la hoja y rechazó la de de Bergerac hacia abajo, y luego cruzó por encima y hacia arriba para atravesar su hombro izquierdo. El rostro y el cuerpo de de Bergerac se volvieron grises allá donde el humo de pólvora no los había cubierto, pero no soltó su espada. Burton hubiera podido matarlo entonces.

Tambaleándose, en estado de shock, de Bergerac consiguió sin embargo esbozar una sonrisa.

La primera sangre es vuestra, monsieur. Habéis vencido. Os reconozco como el vencedor. No me siento avergonzado...

Burton dijo:

Permitidme que os ayude y entonces alguien disparó una pistola desde la puerta. De Bergerac cayó de bruces hacia adelante. Una herida en su espalda, en la parte

inferior de su espina dorsal, indicaba claramente donde había entrado la bala.

Burton miró a la puerta.

Alice estaba de pie en ella, una humeante pistola en su mano.

¡Dios mío! exclamó él. ¡No debieras haber hecho eso, Alice! Ella avanzó corriendo, el agua chapoteando en sus pantorrillas.

Burton se inclinó y volvió al francés boca arriba, y luego se arrodilló y apoyó la cabeza del hombre en su regazo.

Alice se detuvo junto a él.

¿Qué es lo que ocurre? Es un enemigo, ¿no?

Sí, pero acababa de rendirse. ¿No reconoces quién es? ¡Es Cyrano de Bergerac!

¡Oh, Dios mío!

De Bergerac abrió los ojos. Alzó la vista hacia Alice.

Debierais haber esperado a conocer la auténtica situación, madame. Pero... casi nadie lo hace.

El agua estaba subiendo rápidamente, y la cubierta iba inclinándose formando un ángulo. A aquel ritmo, el agua estaría pronto por encima de la cabeza de de Bergerac.

Cerró los ojos, luego los abrió de nuevo.

¿Burton?

¿Sí? dijo Burton.

Ahora recuerdo. Qué... qué estúpidos... hemos sido. Vos debéis ser el Burton del que hablaba Clemens... vos... ¿os contactó el Etico?

Sí dijo Burton.

Entonces... ¿por qué hemos luchado? Yo... no recordé... demasiado tarde... nosotros... teníamos que ir a la Torre... a la Torre... juntos. Ahora... yo...

Burton se inclinó para seguir oyendo la voz que se debilitaba.

¿Qué es lo que decís?

...odiada guerra... estupidez...

Burton pensó que de Bergerac había muerto después de eso. Pero un momento más tarde, el francés murmuró:

¡Constance!

Suspiró, y estaba muerto. Burton sollozó.

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