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EL OSCURO DESIGNIO (7)

La bruma cegaba a Jill Gulbirra.

Manteniéndose cerca de la orilla derecha del Río, apenas podía entrever las piedras de cilindros. Parecían ominosas, como gigantescas setas en una enorme desolación.

La próxima tenía que señalar el final de su odisea. Las había estado contando a medida que las pasaba, las había contado durante toda la noche.

Un fantasma en una canoa fantasmal, remaba sin cesar. El viento había cesado, pero ella lo revivía un poco, creando una especie de pseudoviento con su propio movimiento, avanzando contracorriente. El aire, pesado y húmedo, rozaba su rostro como velos ectoplásmicos.

Vio un fuego junto a la piedra que tenía que señalar su destino. Primero había sido una pequeña chispa. Luego había crecido, haciéndose más pálido, el fantasma de un fuego. De sus alrededores le llegaban voces de hombres. Voces desencarnadas.

Ella misma, pensó, debía parecer el espíritu de una monja. Blancos ropajes unidos entre sí mediante cierres magnéticos ocultos envolvían su cuerpo. Un cuadrado de tela formaba una capucha sobre su cabeza, de modo que nadie podía distinguir su rostro entre la bruma más que como un hueco algo más oscuro en el oscuro grisor.

Sus pocas pertenencias estaban apiladas en el fondo de la canoa. En su húmeda e informe lanosidad, eran como dos pequeñas bestezuelas, la una blanca, la otra gris. Cerca había un alto cilindro de metal gris, su «caja de la comida». Más allá había un hatillo, un fardo de tela conteniendo varios artículos. Una flauta de bambú. Un anillo de madera de roble con una piedra de jadeita pulida, un regalo de su amante, su amante desaparecido pero muerto tan sólo en un cierto sentido... al menos por lo que ella sabía. Una bolsa de piel de pez dragón, llena de artefactos y recuerdos. Atado al fardo, pero invisible en aquella oscuridad, había un estuche de cuero conteniendo un arco de tejo y un carcaj con flechas.

Bajo su asiento había una lanza, un mango de bambú con una punta de cuerno de pez dragón. A su lado, dos pesados bumerangs y una bolsa conteniendo dos hondas de cuero y cuarenta piedras.

A medida que el fuego se hacia más brillante, las voces crecieron en intensidad.

¿Quiénes eran? ¿Guardias? ¿Juerguistas borrachos? ¿Esclavistas esperando apoderarse de alguien como ella? ¿Cazadores madrugadores esperando atrapar alguna presa que les complaciera?

Sonrió inexorablemente. Si deseaban violencia, iban a conseguirla.

De todos modos, sonaban más bien como borrachos. Si lo que le habían contado Río abajo era cierto, aquél era un territorio pacífico. Ni Parolando ni ninguno de sus estados vecinos practicaban la esclavitud de cilindros. Según sus informaciones, podría haber llegado allí tranquilamente a plena luz del día. Sería bien recibida, y sería libre de quedarse o irse, a voluntad. Además, era cierto que los parolandol estaban construyendo una gigantesca aeronave.

Pero la desconfianza era una segunda naturaleza en ella, aunque no podía culpársele por eso, teniendo en cuenta las terribles experiencias por las que había pasado. De modo que había preferido dar primero un vistazo al amparo de la oscuridad. Era algo que resultaba más trabajoso e inconveniente, y podía revelarse totalmente inútil. Pero una tenía que efectuar su elección entre supervivencia y efectividad, aunque a largo plazo la supervivencia no significaba más que una optimización de la efectividad, por mucho tiempo y esfuerzo que requiriera.

La muerte ya no era un acontecimiento temporal en el valle del Río. Las resurrecciones parecían haberse interrumpido, y con su cese había vuelto el antiguo terror.

Ahora el fuego era lo suficientemente brillante como para poder divisar la enorme seta. El resplandor estaba a un lado. Cuatro siluetas, recortadas en negro, se movían entre las llamas. Podía notar el olor a bambú y pino, y creyó captar una vaharada a puro. ¿Por qué los Misteriosos Donantes proporcionaban también esos asquerosos puros?

Estaban hablando en algo parecido a un inglés degradado. O habían estado bebiendo, o el inglés no era su idioma natal. No. La voz que resonaba ahora entre la bruma pertenecía a un americano.

¡No! estaba gritando el hombre. ¡Por los sagrados anillos llameantes del maldito Saturno, no! ¡No se trata de mi ego, condenados y hediondos engreídos! ¡Quiero construir el mayor de todos los dirigibles jamás construidos, una nave fabulosa, la auténtica reina de los aires, un coloso, un leviatán! ¡Mayor que todo lo que la Tierra o el Mundo del Río haya visto nunca o llegue a ver jamás! ¡Una nave que haga que a todo el mundo se le salten los ojos, que les haga sentirse orgullosos de ser seres humanos! ¡Una belleza! ¡Un

maravilloso behemot de los aires! ¡Unico! ¡Cómo nada que haya existido antes! ¿Qué?

¡No me interrumpas, Dave! ¡Estoy volando alto, y seguiré volando hasta que lo consigamos! ¡Y luego, más aún!

¡Pero Milt!

¡No me vengas con peros! Necesitamos uno grande, muy grande, el más grande, por razones científicas puramente lógicas. ¡Dios mío, hombre, tenemos que ir más arriba y más lejos de lo que haya hecho nunca ningún dirigible! ¡Necesitamos un radio de autonomía de quizá diecisiete mil kilómetros, depende de dónde esté el barco! ¡Y sólo Dios sabe qué vientos vamos a encontrar! ¡Y únicamente dispondremos de una oportunidad! ¿Me entendéis, Dave, Zeke, Cyrano? ¡Una sola oportunidad!

Su corazón empezó a latir locamente. «Dave» había hablado con acento alemán. Debían ser precisamente los hombres a los que estaba buscando. ¡Vaya suerte! No, no suerte. Había sabido cuántos kilómetros debía recorrer, había contado las piedras de cilindros a lo largo de la orilla, conocía su destino. Y le habían dicho exactamente dónde estaba el cuartel general de Milton Firebrass. Y sabía que David Schwartz, el ingeniero austríaco, era uno de los lugartenientes de Firebrass.

Va a tomar demasiado tiempo, demasiados materiales dijo un hombre en voz muy alta. Su modo de hablar era el de un nativo del Maine. ¿Había algo, o era tan sólo su superactiva imaginación, del murmullo del viento en los aparejos, de las cuerdas y de la madera en una nave en plena navegación, del resonar del oleaje, del chasquear de las velas, en aquella voz? Imaginación, por supuesto.

Tranquila, Jill se dijo a sí misma. Si Firebrass no le hubiera llamado Zeke, no hubiera recibido aquellas abrumadoras imágenes de un velero navegando en plena mar. Debía tratarse de Ezekiel Hardy, capitán de un ballenero de New Bedford, muerto por un cachalote frente a las costas del Japón en... ¿1833?, y que había convencido a Firebrass de que iba a ser un excelente piloto o timonel en la nave aérea. Tras un adecuado entrenamiento, por supuesto. Firebrass debía hallarse realmente falto de tripulación como para aceptar a un capitán de un buque ballenero de principios del siglo XIX. Probablemente el hombre jamás había visto un globo, quizá ni siquiera un barco fluvial a vapor.

Los rumores decían que Firebrass había tenido poco éxito en encontrar una tripulación con experiencia en vuelo. Hombres, por supuesto. Siempre hombres. De modo que había aceptado candidatos que parecían en disposición de asimilar un entrenamiento. Pilotos de avión. Tripulantes de globos. Marineros. Mientras tanto, la voz se había corrido arriba y abajo por el Río, a lo largo de sesenta mil kilómetros, quizá cien mil:

Firebrass deseaba hombres más-ligeros-que-el-aire. Siempre hombres.

¿Qué sabía el propio Firebrass acerca de construir y pilotar un saco lleno de gas? Puede que hubiera viajado a Marte y Ganímedes, y orbitado Júpiter y Saturno, pero ¿qué tenía que ver todo esto con dirigibles? David Schwartz, era cierto, había diseñado y construido el primer auténtico dirigible rígido.

También había sido el primero en dotarlo de una estructura y una superficie completamente de aluminio. Esto ocurrió en 1893, sesenta años antes de que ella naciera. Luego había empezado a construir una aeronave mejor... ¿en Berlín, 1895?... pero el trabajo había quedado parado cuando Schwartz murió... ¿en enero de 1897?

No estaba segura de ello ahora. Treinta y un años en el Río habían borrado mucho los recuerdos de la Tierra.

Se preguntó si Schwartz sabía lo que había ocurrido después de su muerte. Probablemente no, a menos que hubiera encontrado a algún fanático de la aeronáutica, un loco de los zepelines. La viuda de Schwartz había proseguido su trabajo, pese a lo cual ninguno de los libros que Jill había leído mencionaba su nombre de pila o su nombre de soltera. Era tan sólo Frau Schwartz. Había conseguido sin embargo construir una segunda aeronave, pese a ser tan solo una mujer. Y había sido algún estúpido hombre el

que había hecho volar la nave de aluminio (que se parecía más que a ninguna otra cosa a una botella termo), se había sentido presa del pánico, y la había estrellado contra el suelo.

Todo lo que había quedado del sueño de Schwartz y de la devoción de su esposa fue una retorcida masa de metal plateado. No se podía soñar libremente cuando un gran falo, un cerebro liliputiense, y un coraje de ratón estaban a los controles. Ahora bien, si el estúpido hubiera sido una mujer, su nombre hubiera quedado registrado en la historia.

¿Ven lo que pasa cuando una mujer abandona la cocina? Si Dios hubiera querido...

Jill Gulbirra tembló, sintiendo un ardiente dolor en el pecho. Cálmate, murmuró. Tranquilízate, o vas a estropearlo todo.

Salió de su ensoñación. Mientras había estado reviviendo el sueño de Frau Schwartz, había dejado que la canoa siguiera libremente Río abajo. El fuego se había vuelto más pequeño y las voces más débiles, pero no se había dado cuenta de ello. Será mejor que estés algo más atenta, se dijo a sí misma. Siempre tenía que estar despierta, o jamás convencería a los poderes decisorios de que estaba cualificada para ser uno de los miembros de la tripulación. ¿Para ser la capitana?

¡Tenemos todo el tiempo que queramos! estaba tronando Firebrass. ¡No hay ningún contrato con el gobierno, ninguna asignación monetaria, ningún proyecto con sello de urgencia! Pasarán treinta y siete años o más antes de que Sam alcance el final del Río. Nosotros sólo necesitaremos dos años, quizá tres, para completar nuestro monstruo. Mientras tanto, utilizaremos el dirigible pequeño para el entrenamiento. ¡Y cuando estemos preparados, partiremos hacia el límpido cielo azul y hacia el brumoso mar del Polo Norte, donde vive no Santa Claus, sino alguien que nos ha dado regalos que hacen que San Nicolás parezca el peor tacaño del mundo! ¡Hacia la Torre de las Nieblas, el Auténtico Gran Cilindro!

El cuarto hombre habló entonces. Tenía una agradable voz de barítono, pero era evidente que el inglés no era su idioma natal. ¿Cuál era? Parecía tener acento francés bajo algunos aspectos, pero... Sí, por supuesto. Aquél debía ser Savinien de Cyrano de Bergerac, si podía creer lo que había oído de centésima mano. Sólo que no parecía posible que pronto pudiera estar hablando directamente con él. Quizá no pudiera, puesto que había tantos farsantes en el Río.

Hubo un momento de silencio, el silencio que sólo los habitantes del valle del Río conocían... cuando la gente mantenía sus bocas cerradas. Ningún pájaro, ningún animal (especialmente ningún perro ladrando), ningún monstruo mecánico rugiendo, petardeando, zumbando, chirriando, ningún bocinazo, ninguna sirena aullante o ululante, ningún rechinar de frenos, ninguna radio a toda potencia, ningún tocadiscos aullando su música. Sólo el agua lamiendo la orilla y luego el chapoteo de un pez saltando fuera y volviendo a caer. Y el crujir de la madera en el fuego.

¡Ah! dijo Firebrass. ¡Espléndido! ¡Mejor que cualquiera que haya probado en la Tierra! ¡Y gratis, gratis! ¿Pero cuándo, cuándo van a presentarse esos hombres de los aires? ¡Necesito más hombre con experiencia, auténticos aeronautas!

Schwartz hizo chasquear su lengua Jill pudo verle ahora alzar la botella y dijo:

¡Vamos! ¡No te preocupes tanto por eso!

La canoa tocó la orilla, y Jill bajó sin ladearla. El agua le llegaba por encima de la cintura, pero las ropas selladas magnéticamente mantenían el frío líquido fuera. Se acercó a la orilla tirando de la larga y pesada canoa, hasta salir completamente del agua. Entonces dejó la canoa en el suelo y la arrastró hasta que toda su longitud estuvo en seco. La ribera estaba tan sólo a treinta centímetros por encima del nivel del agua. Vaciló por un instante, planeando su entrada, luego decidió no ir armada.

Oh, finalmente los encontraré estaba diciendo Firebrass.

Ella se acercó, haciendo deslizar sus pies sobre la corta hierba.

Soy quien estás buscando dijo en voz alta.

Los cuatro se volvieron, y uno trastabilló y hubiera caído de no sujetarse a otro. Se la quedaron mirando, sus bocas y ojos agujeros negros en medio de la palidez. Como ella, iban cubiertos con ropas, pero las suyas eran brillantemente coloreadas. Si ella hubiera sido un enemigo, hubiera podido clavar una flecha en cada uno antes de que pudieran coger sus armas... si es que las tenían. Entonces vio que llevaban pistolas, aunque ahora estaban sobre el borde del remate en forma de seta de la piedra de cilindros.

¡Pistolas! ¡Hechas de acero! ¡Así pues, era cierto!

Entonces, repentinamente, vio un espadín, una larga y aguzada hoja de acero, brotar en la mano del más alto de los cuatro hombres. Su otra mano echó hacia atrás su capucha, revelando un largo y bronceado rostro con una gran nariz. Tenía que ser el fabuloso Cyrano de Bergerac.

Cyrano dijo algo en francés del siglo XVII, de lo que sólo pudo comprender unas pocas palabras.

Firebrass echó también hacia atrás su capucha.

¡He estado a punto de mearme en los calzones! ¿Por qué no nos has avisado de tu llegada?

Ella bajó también su capucha.

Firebrass avanzó unos pasos y la examinó con sorpresa.

¡Es una mujer!

De todos modos, soy tu hombre dijo Jill.

¿Qué dices?

¿Acaso no entiendes el inglés? dijo ella, furiosa.

Pero su irritación era más contra sí misma. Se sentía tan excitada, mientras pretendía mantenerse exteriormente tranquila, que había hablado en su dialecto toowoomba. Igual hubiera podido hablar en inglés shakespeariano. Repitió lo que había dicho en el americano del medio oeste standard que tan penosamente había aprendido.

De todos modos, soy tu hombre. Por cierto, mi nombre es Jill Gulbirra. Firebrass se presentó y presentó a los demás, y luego dijo:

Necesito otro trago.

A mí también me iría bien uno dijo Jill. Es una mentira que el alcohol la caliente a una, pero da esa sensación, y eso es lo importante.

Firebrass se inclinó y tomó una botella... el primer objeto de cristal que Jill veía en años. Se la tendió, y ella bebió el escocés sin limpiar el gollete. Después de todo, no había gérmenes de enfermedades en el Río. Y ella no sentía ningún prejuicio acerca de beber de una botella que había estado en la boca de un seminegro. ¿No era su abuela una aborigen? Por supuesto, los abos no eran negros. Eran caucasianos arcaicos de piel negra.

¿Por qué estaba pensando estas cosas?

Cyrano, la cabeza inclinada hacia adelante, la espalda curvada, avanzó hacia ella. La miró de arriba a abajo, sacudió la cabeza y dijo:

Mordioux, su pelo es más corto que el mío! ¡Y no lleva maquillaje! ¿Estáis seguros de que es una mujer?

Jill hizo circular el escocés por el interior de su boca y lo engulló. Era delicioso, y calentaba todo el camino que recorría.

Vamos a verlo dijo el francés. Puso una mano sobre su pecho izquierdo, y apretó suavemente.

Jill lanzó un puño contra el duro vientre del hombre. Cyrano se dobló, y Jill alzó su rodilla contra su mandíbula. El hombre se derrumbó pesadamente.

¿Qué infiernos? dijo Firebrass, y se la quedó mirando.

¿Cómo reaccionarias si yo te palpara los testículos para ver si eras un hombre?

Simplemente me hubiera excitado, cariño dijo Firebrass. Lanzó una carcajada y empezó a danzar en torno a ella, mientras los otros dos hombres se lo quedaban mirando como si pensaran que se había vuelto loco.

Cyrano se apoyó en el suelo con manos y rodillas y luego se puso en pie. Tenía el rostro enrojecido y refunfuñaba en voz baja. Jill sintió deseos de retroceder, sobre todo después de que él recogiera su espadín. Pero se mantuvo en su sitio, y dijo con voz firme:

¿Siempre te tomas tales familiaridades con las mujeres a las que no conoces?

Cyrano se estremeció. Su rojez desapareció, y su refunfuñar se convirtió en una sonrisa.

No, madame, y mis disculpas por mis modales tan inexcusables. No suelo beber, puesto que no me gusta ver mi mente enturbiada y volverme grosero. Pero esta noche estábamos celebrando el aniversario de la partida del Barco Fluvial.

Está bien dijo Jill. Pero procura que no vuelva a producirse.

Aunque sonreía, Jill se maldijo a si misma por haber empezado de tan mala manera su relación con un hombre por el que sentía una tan gran admiración. No era culpa suya, pero no podía esperar que él la perdonara por haberlo puesto fuera de combate tan fácilmente ante testigos. El ego de ningún macho podía sobrevivir a algo así.

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