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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (3)

Hasta la mañana del día siguiente no se recuperó Sam Clemens de su conmoción. El

Dreyrugr se había alejado lo bastante de las grandes olas como para navegar

oblicuamente a través de las llanuras sobre aguas menos profundas, pero aún agitadas. Habían atravesado las colinas y un estrecho paso de un pequeño cañón en la base de una montaña. Y, cuando las aguas se calmaron tras él, el barco encalló con un golpe en el suelo.

La tripulación estaba embargada por un terror tan espeso como barro frío mientras las aguas y el viento rugían y el cielo continuaba del color del hierro congelado. Luego cesó el viento. O, mejor dicho, cesaron los vientos que soplaban río abajo, y volvió a aparecer la brisa normal que soplaba río arriba.

Los cinco supervivientes que había sobre cubierta comenzaron a moverse y a hacerse preguntas. Sam tenía la sensación de apenas poder articular palabras con su boca embotada. Tartamudeando, les habló del resplandor que había visto en el cielo quince minutos antes de que llegase el viento. En algún punto al fondo del valle, quizá a trescientos kilómetros de distancia, había caído un gigantesco meteorito. El viento producido por el calor generado al pasar el meteorito a través de la atmósfera, y el correspondiente desplazamiento de aire, habían sido la causa de aquellas olas gigantescas. Con todo lo terribles que habían sido, aquellas olas deberían ser como pigmeos comparadas con las producidas en la zona próxima al impacto. En realidad, el Dreyrugr estaba en la zona exterior de aquella terrible explosión.

-Cuando llegó a nosotros no era más que una especie de broma -dijo Sam.

Algunos de los noruegos se incorporaron tambaleándose en cubierta. Otros sacaron la cabeza por las escotillas. Hachasangrienta estaba herido a consecuencia de su caída, pero logró gritar:

-¡Todo el mundo a las bodegas! ¡Puede haber muchas más olas, peores, aún que éstas, no podemos estar seguros!

A Sam no le agradaba Hachasangrienta, desde luego, pero no podía por menos de admitir que el noruego sabía lo que se hacía en todo lo relativo a navegación. El había supuesto que las primeras olas serían las últimas.

La tripulación se acomodó en la bodega. Todos se situaron donde pudieron, cerca siempre de algún punto estable al que poder agarrarse. Esperaron, pero no por mucho tiempo.

La tierra retumbó y se estremeció, y luego las aguas irrumpieron en el paso con un bufido como el de un gato de quince metros de altura, al que siguió un aullido. Empujado hacia adelante por la corriente del estrecho, el Dreyrugr se balanceó y comenzó a girar sin dejar de balancearse. Sam se quedó frío. Estaba seguro de que, si hubiese luz, él y los demás parecerían tan pálidos como cadáveres.

El barco continuó su avance, arañando de vez en cuando las paredes del cañón. En el momento en que Sam estaba a punto de jurar que el Dreyrugr había llegado a la cima del cañón e iba a caer de proa por una catarata, el barco se hundió. Descendió rápidamente, o así lo pareció, mientras las aguas atravesaban el paso casi con la misma rapidez con que habían penetrado en él. Hubo un estruendo, seguido de un pesado jadear de hombres y mujeres, de gemidos dispersos, el rumor del agua cayendo, y el bramar lejano de la corriente dejada atrás.

No habían terminado aún. Había que esperar, atenazados por el frío y ciego terror, hasta que la gran masa de agua retrocediese para llenar los espacios de los que había sido desplazada por la tremenda masa de varios cientos de miles de toneladas del meteorito. Temblaban como si estuvieran encajados en hielo, aunque el aire era mucho más cálido de lo que nunca había sido a aquellas horas de la noche. Y, por primera vez en veinte años de aquel planeta, no llovió de noche.

Antes de que las aguas golpearan de nuevo, sintieron que la tierra se sacudía y retemblaba. Hubo un gran silbido y un bramido, y de nuevo el barco se alzó, subió, giró, golpeó contra las paredes del cañón, y luego cayó. Esta vez el casco no golpeó el suelo

con tanta dureza, probablemente, pensó Sam, porque había ido a caer sobre una gruesa capa de fango.

-No creo en milagros -murmuró Sam- pero éste es uno. No entiendo cómo aún estamos vivos.

Joe Miller, que se había recuperado antes que el resto, salió a hacer un viaje de exploración de media hora. Regresó con el cuerpo desnudo de un hombre. Pero su carga estaba viva. Tenía el pelo rubio todo manchado de barro, un rostro hermoso y ojos azulgrisáceos. Dijo algo en alemán a Clemens y luego logró sonreír, después de que lo depositaran suavemente sobre cubierta.

-Lo encontré en zu planeador -dijo Joe-. En lo que quedaba de él, vamoz. Hay muchoz cadáverez a la zalida del cañón. ¿Qué queréiz hacer con él?

-Hacernos amigos suyos -repuso Clemens-. Su gente ya no está. Esta zona está limpia.

Tembló. La imagen del cuerpo de Livy sobre cubierta como un irónico presente, el pelo húmedo pegado a la zona de la cara golpeada, su ojo oscuro mirándole sombríamente, iba haciéndose cada vez más vivida y dolorosa. Sintió ganas de llorar, pero no pudo, y se alegró de ello. El llanto le hubiera hecho desmoronarse como un puñado de cenizas. Más tarde, cuando tuviese la fuerza necesaria para soportarlo, lloraría. Por ahora...

El rubio se sentó en la cubierta. Temblando descontroladamente dijo, en inglés británico:

-Tengo frío.

Miller bajó a la bodega y subió pescado seco, pan de maíz, brotes de bambú y queso. Los vikingos habían almacenado comida para cuando estuviesen en territorios hostiles donde no pudiesen utilizar sus cilindros.

-Eze idiota de Hachazangrienta eztá vivo aún -dijo Miller-. Ze ha roto variaz coztillaz y eztá todo magullado. Pero zu bocaza zigue funcionando muy bien. ¿No lo zabíaz?

Clemens empezó a llorar. Joe Miller lloraba con él e hinchaba su gran nariz simiesca.

-Ahora -dijo- me ziento mucho mejor. Nunca he eztado tan azuztado en toda mi vida. Cuando vi aquel agua, como todoz loz mamutz del mundo corriendo en eztampida hazia nozotroz, penzé, adioz Joe, adioz Zam. Dezpertaré en algún otro lugar del río, en un nuevo cuerpo, pero jamáz volveré a verte, Zam. Zolo que eztaba demaziado aterrado para zentirme trizte por ello. ¡Dioz mío, que aterrado eztaba!

El joven extranjero se presentó. Era Lothar von Richthofen, piloto de planeador, capitán de la Luftwaffe de su Majestad Imperial el Kaiser Alfredo I de Nueva Prusia.

-Hemos conocido un centenar de Nuevas Prusias en los últimos dieciséis mil kilómetros

-dijo Clemens-. Todas tan pequeñas que no podías ponerte en medio de una de ellas y lanzar un ladrillo sin que aterrizara en el centro de la siguiente. Pero la mayoría no eran tan belicosas como la vuestra. Nos dejaban desembarcar y cargar nuestros cilindros, sobre todo después de que les mostrábamos lo que teníamos para comerciar.

-¿Comerciar?

-Sí. Nosotros no compramos y vendemos artículos, mercancías, por supuesto, pues ni siquiera todos los navieros de la Tierra podrían transportar lo suficiente para cubrir una fracción del Río. Nosotros vendemos ideas.

Enseñamos a la gente a construir mesas de billar, y a hacer un fijador para el pelo de pasta de pescado desodorizada.

El kaiser de la zona había sido en la Tierra un conde von Waldersee, mariscal de campo alemán nacido en 1832 y fallecido en 1904.

Clemens cabeceó y dijo:

-Recuerdo que leí algo sobre su muerte en la prensa, y sentí una gran satisfacción por sobrevivir a otro contemporáneo. Ese era uno de los pocos placeres auténticos y gratuitos de la vida. Pero, si sabes volar, debes ser un alemán del siglo xx, ¿no?

Lothar von Richthofen hizo un breve resumen de su vida. Había pilotado un caza de las fuerzas alemanas en la Weltkrieg. Su hermano había sido el más diestro piloto de la guerra.

-¿La primera Guerra Mundial o la segunda? -preguntó Clemens.

Había conocido a los suficientes sigloveintianos como para saber algunos datos y fantasías sobre acontecimientos sucedidos después de su muerte, después de 1910.

Von Richthofen añadió más detalles. Había participado en la I Guerra Mundial. Había combatido bajo las órdenes de su hermano y había dado cuenta de cuarenta aviones aliados. En 1922, conduciendo a una actriz de cine americana y a su representante de Hamburgo a Berlín, el aparato se había estrellado y von Richthofen había muerto.

-La suerte de Lothar von Richthofen me abandonó -dijo-. O al menos eso he pensado después. Se rió.

-Pero aquí estoy, otra vez a mis veinticinco años, olvidadas las cosas tristes de la edad adulta, cuando las mujeres ya no te miran, cuando el vino te hace llorar en vez de reír y te amarga la boca con el sabor de la debilidad, y cada día es un paso hacia la muerte.

"Mi suerte falló de nuevo cuando estalló ese meteorito. Mi planeador perdió las alas al primer golpe de viento, pero en vez de caer, floté en mi fuselaje, dando vueltas y vueltas, cayendo, alzándome de nuevo, cayendo, hasta que fui depositado con la levedad de una cuartilla de papel sobre una colina. Y cuando llegó el retroceso de la onda, el fuselaje fue arrastrado hasta el agua y yo caí gentilmente de bruces contra la loma de un monte. ¡Un milagro!

-Un milagro: una disposición afortunada de los acontecimientos, que sucede una vez cada millón -dijo Clemens-. ¿Crees que fue un meteoro gigante lo que provocó la inundación?

-Vi su resplandor, su estela ardiendo en el aire. Debió de caer muy lejos, afortunadamente para nosotros.

Bajaron del barco y anduvieron por el espeso barro de la entrada del cañón. Joe Miller apartó troncos que no hubiese podido arrastrar un tiro de caballos. Echaba a un lado otros, y los tres bajaron por las faldas de las colinas hacia las llanuras. Los demás les seguían.

Caminaban en silencio. La tierra había quedado allí desnuda de arbolado, a excepción de los grandes árboles de hierro. Estaban tan profundamente enraizados que muchos de ellos se mantenían aún erectos y en pie. Además, donde no se había asentado el barro, había hierba. Era un testimonio de lo firme y profundamente que estaba enraizada la hierba, que a pesar de los millones de toneladas de agua seguía aferrada allí.

De vez en cuando aparecían pecios arrastrados por la resaca. Cadáveres de hombres y mujeres, maderas rotas, toallas, cilindros, canoas, pinos arrancados de raíz, y robles, y tejos.

Las grandes piedras en forma de seta, a kilómetro y medio una de otra por ambas riberas, estaban también intactas e incólumes, aunque había algunas enterradas en el fango.

-Las lluvias acabarán arrastrando el fango -dijo Clemens-. La tierra cae hacia el Río. Apartó la vista de los cadáveres. Le producían una gran desazón. Además, tenía miedo

de ver otra vez el cuerpo de Livy. No creía poder soportarlo. Le enloquecería.

-Hay una cosa segura -dijo Clemens-. No quedará nadie entre nosotros y el meteorito. Seremos los primeros en reclamar su posesión, y habremos de defender ese inmenso tesoro de hierro de los lobos que acudirán atraídos por su aroma.

"¿Te gustaría unirte a nosotros? Tendremos un avión algún día, no un simple planeador.

Sam dio algunas explicaciones sobre su Sueño. Y explicó un poco sobre la historia de la Torre de las Nieblas de Joe Miller.

-Solo es posible disponiendo de gran cantidad de hierro. Y es necesario trabajar de firme -dijo-. Estos vikingos son capaces de ayudarme a construir un buque de vapor. Necesito conocimientos técnicos que no poseo. Pero estaba utilizándolos para hacerme con una posible fuente de hierro. Había supuesto que podría haber suficiente mineral en el lugar en que había aparecido el usado para hacer el hacha de Erik. Utilicé su codicia por el metal, y también la historia de Miller, para embarcarles en esta expedición.

Ahora no tenemos que buscar. Sabemos dónde tiene que haber más que suficiente. Lo único que hace falta es extraerlo, fundirlo, refinado, y darle la forma que necesitemos. Y protegerlo. No quiero engañarte con un cuento color de rosa. Tardaremos años en poder construir ese buque, y tendremos que trabajar de firme.

El rostro de Lothar resplandeció ante las palabras de Clemens.

-¡Es un noble y magnífico sueño! -dijo-. Sí, me gustaría unirme a ti. ¡Te juro por mi honor que te seguiré hasta el asalto de la Torre de las Nieblas! ¡Tienes mi palabra de caballero y de oficial! ¡Lo juro por la sangre de los barones de Richthofen!

-Basta con que me des tu palabra de hombre -dijo secamente Sam.

-¡Formamos un trío bastante extraño, increíble realmente! -dijo Lothar-. Un gigante subhumano, que debió de morir por lo menos cien mil años antes de la civilización. Un barón y aviador prusiano del siglo xx. Un gran humorista norteamericano nacido en 1835. Y nuestra tripulación... -Clemens alzó sus tupidas cejas al oír nuestra-. ¡Vikingos del siglo x!

-Una pena -dijo Sam, contemplando a Hachasangrienta y a los otros que caminaban chapoteando en el barro, llenos de heridas de la cabeza a los pies y muchos cojeando-. No me siento muy bien. ¿Has visto alguna vez a un japonés ablandar un pulpo muerto? Ahora sé cómo se siente el pulpo. Por cierto, yo era algo más que un humorista, ¿sabes? Yo era un literato.

-¡Oh, perdona! -dijo Lothar-. ¡He herido tus sentimientos! ¡No pretendía ofenderte! Permíteme que corrija mi error explicándote que cuando era niño me reí muchas veces leyendo tus libros. Y tu Huckleberry Finn lo considero un gran libro. Aunque he de admitir que me gustó muy poco cómo ridiculizabas a la aristocracia en tu Connecticut Yankee. Aunque, de todos modos, ellos eran ingleses, y tú eres norteamericano.

Erik Hachasangrienta decidió que estaban demasiado cansados y magullados para iniciar los trabajos necesarios para conducir el barco río abajo aquel día. Cargarían sus cilindros al anochecer, comerían, dormirían, y después de desayunar se pondrían a trabajar.

Volvieron al barco, cogieron sus cilindros de los depósitos, y los introdujeron en las depresiones del techo liso de una piedra de cilindros. Cuando el sol tocó las cimas de los montes por el oeste, los hombres esperaron el estruendo y el fogonazo azul y ardiente de las piedras. La descarga eléctrica cargaría los convertidores que transformaban la energía en materia en el interior del cilindro, y, al abrir las tapas, los hombres encontrarían carnes cocinadas, verduras, pan y manteca, fruta, tabaco, goma de los sueños, licores, hidromiel...

Pero cuando la oscuridad cubrió el valle, las piedras de cilindros continuaron frías y silenciosas. Al otro lado del Río brotó un fogonazo de las piedras de cilindros situadas allí, al que siguió un desmayado estruendo.

Pero las piedras de la ribera occidental, por primera vez en los veinte años transcurridos desde el día de la Resurrección, no funcionaron.

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