—Piérdete. Ahora —An Xiaxia enfatizó cada palabra—. ¡O vivirás en prisión por el resto de tu vida!
Era la primera vez que Song Qingwan la veía así. Sus piernas cedieron y casi cayó de rodillas frente a ella. El Sr. Nan agitó su mano y de inmediato aparecieron unos guardaespaldas para llevársela antes de echarla del hospital.
—No te preocupes —An Xiaxia se recostó sobre la banca, como si hubiera usado toda su energía descargando su rabia. Tenía los ojos igual de rojos que un conejo. Sheng Yize le frotó la cabeza con ternura—. Estoy aquí contigo.
«Estaré para bien o para mal, en la salud o enfermedad.»
—Ejem —el Sr. Nan aclaró su garganta y volteó hacia ella—. Señorita, llegaron los abogados. ¿Tiene alguna instrucción que darles?
Sacudió la cabeza, exhausta.
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