Después de que el grupo de soldados se dispersó, el anciano regresó al tren. Rayo voló para adentro del vagón del tren, desde la ventana trasera y aterrizó silenciosamente en el piso del compartimiento.
El anciano se paró frente al tablero de instrumentos, paralizado como una estatua silenciosa, mirando lo que tenía en la mano.
Al ver su espalda solitaria, Rayo quería consolarlo, pero las palabras de alguna manera la abandonaron.
El anciano no vio a Rayo hasta que ella tocó la persiana medio abierta.
—Ah, eres la niña del otro día... —dijo el anciano, que parpadeó sorprendido.
—Mi nombre es Rayo —dijo ella mientras retrocedía un paso —. Lo siento...
—Ya veo. Viniste a consolarme, ¿verdad? —El anciano dijo, sonriendo —. Está bien. No soy tan viejo todavía. No necesito una niña que me reconforte. Para ser sincero, es un poco embarazoso. Es una habilidad conveniente que tienes. Puedes ir a donde quieras.
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