Cuando el último de los grilletes se desprendió de su piel, las alas de Tania se revelaron. Por instinto, intentó desplegarlas a pesar de todo el dolor que recorría su cuerpo, pero no pudo. Era el peor tormento que había sufrido, solo que multiplicado por mil. Gritó mientras un dolor atroz le desgarraba el cuerpo. Esto no era lo que había imaginado que sus alas harían cuando finalmente las obtuviera. Se sentían como pesadas rocas en su espalda que estaban quemadas y maltratadas. El sufrimiento era tan intenso que cuando cayó al suelo sobre la suave nieve, le agradó la frescura del polvo que la cubría. Perdió el conocimiento, lo último que supo fue cómo estaba envuelta por sus propias alas. Eran de color blanco. Algo dorado también destelló, pero se deslizó en la oscuridad.
Le siguieron pesadillas.
—¡Tania! —la llamó Menkar—. Despierta. Serpientes de magia negra y aceitosa se deslizaban sobre su alma. Era tan nauseabundo que temblaba. —¡Dime dónde estás! —la instigó.
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