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capítulo 02: Más allá de la gran muralla. 2da parte.

Los gritos durante el trayecto aún resuenan en mi memoria, un eco persistente de nuestro paso por el infierno. Desde aquel momento, las desgracias inimaginables comenzaron a materializarse.

Torres, con una sombra de duda sobre la suerte que parecía favorecernos, y sin noticias del equipo de guarnición en la muralla María, decidió buscar respuestas abriendo una búsqueda entre las casas y los alrededores.

La mitad de los guardias, liderado por López, avanzaban en la búsqueda de pistas y respuesta junto a Gonzales, quien es el más apto para la situación.

El resto del pelotón, liderado por Torres, se quedó en posición defensiva protegiendo al resto del grupo y los equipos médicos. Pero la búsqueda no arrojaba buen augurio; sin una señal de lo ocurrido y con la luna de enemiga, Torres tomó la decisión de cambiar el rumbo. Los transportistas se encontraban confundidos, y nosotros, los médicos, desconcertados, no entendíamos la necesidad de tal cambio cuando estábamos tan cerca de la puerta Matías.

— ¡Bien!... —Torres se dirigió a la tropa con una voz que resonaba con autoridad y urgencia. —Hemos mantenido a los doctores y científicos seguros entre las cinco caravanas hasta ahora. Pero las circunstancias exigen un cambio: los doctores y científicos se trasladarán a las primeras tres caravanas, y las dos últimas actuarán como señuelos.

— Capitán Torres, hemos progresado sin incidentes. ¿Por qué alterar nuestra formación en este punto crítico? —cuestionó Vidal la decisión de Torres, mientras fruncía el ceño.

— La ausencia de incidentes no garantiza seguridad, Vidal. Si estamos bajo vigilancia, el enemigo se centrará en las últimas caravanas. Es un riesgo que no estamos dispuestos a tomar —respondió López, quien no permitiría que cuestionen a su capitán.

—No tenemos noticias desde la noche y, las revueltas son el talón de Aquiles de esta odisea, debido a que no hay un registro de quienes o cuantos son los integrantes —expuso Torres su preocupación—. En los últimos meses, han creado todo un caos en la muralla María, y su número de incidentes no hace más que aumentar, inclusive podría asegurar que esta situación es obra de ellos.

— Capitán, su paranoia no es suficiente para justificar este cambio. Necesitamos una razón más convincente para poner nuestra fe en su estrategia —intervino Gonzales desafiando al capitán.

El capitán Torres se tomó un momento antes de hablar, eligiendo sus palabras con cuidado. —No sabemos qué le ocurrió al pelotón en la muralla, y eso es motivo de preocupación. Cambiar la estrategia es una precaución necesaria. Además, si la situación se deteriora, necesitamos asegurarnos de que tengan una vía de escape. No es solo una cuestión de seguir órdenes; es proteger lo que más importa... sus vidas.

— Nuestras vidas no deberían ser moneda de cambio, capitán. ¿Acaso no valen las de sus hombres? —replicó Vidal, quien no se veía convencido.

— Vidal, mis hombres y yo sabemos los riesgos que asumimos al servir, pero, si nuestras vidas pueden asegurar el éxito de esta misión y la supervivencia de los doctores, entonces no habrá sido en vano —dijo Torres usando voz baja pero firme.

— Si el capitán cree que esto es lo mejor, entonces yo lo apoyo. Al final del día, todos queremos sobrevivir y cumplir con nuestra misión —finalmente habló Duarte, quien había estado en completo silencio.

— Solo te preocupas por tu supervivencia, Duarte. Eres despreciable —acusó González, siguiendo los pasos de Vidal.

— Deberíamos dejar los insultos para cuando salgamos de toda esta tensión, ¿no creen? — dice Almánzar buscando apaciguar la calurosa discusión.

— Estoy de acuerdo con Almánzar, es suficiente de pelear entre nosotros. Duarte, ayúdanos a sacar los equipos —solicitó Binet, para romper la tensión que se empezaba a formar.

En menos de una hora, ya estábamos listos, embarcándonos nuevamente en un trayecto marcado por un plan arriesgado, pero prometedor, al menos para los médicos.

Circundábamos la gran muralla, dirigiéndonos hacia la puerta noreste, adyacente al bosque.

A lo largo del camino, observábamos a lo lejos varios asentamientos y aldeas. Torres desplegaba pequeños destacamentos para realizar reconocimientos rápidos y verificar la presencia de enemigos o campesinos. Los lugares yacían en ruinas, carcomidos y putrefactos hasta el último vestigio de madera; los huesos de ganado y otros irreconocibles se amontonaban por doquier; más sin rastro de amenazas, continuábamos.

A escasos kilómetros de la puerta Matías, cerca del Cabo San Rafael, se desató la calamidad. Nuestro camino, hasta entonces impecable, se convirtió en un torbellino, semejante a un barco golpeado por olas furiosas. Al pasar por la Laguna Redonda, fuimos sorprendidos por un grupo armado a caballo; dispararon contra el primer carruaje, alcanzando a impactar en la cabeza de Yeremi Santos. Uno de los científicos de la CDE. Torres y los guardias respondieron al ataque, pero los caballos enemigos no eran meras bestias salvajes, sino criaturas entrenadas y preparadas para la batalla, a diferencia de los caballos del capitán y sus guardias, menos aptos para un enfrentamiento de tal magnitud. Los bandidos tenían la ventaja, conocedores del terreno y con el elemento sorpresa de su lado... estábamos acorralados, sufriendo bajas; varios guardias eran derribados de sus monturas, impidiéndonos protegernos, mientras otros eran rodeados y masacrados como piñatas en una feria; solo que en lugar de dulces, eran órganos los que caían al suelo junto con la sangre.

— ¡Mierda! —exclamó Fabiel Batista, al presenciar a su colega desangrarse—. No podemos abandonarlo, ¡Duarte!, Duarte... ¡Despierta de una vez!, tenemos que hacer algo —gritó desesperado.

— Sí, sí... volquémoslo para evitar que se ahogue en su propia sangre —respondió Duarte, visiblemente conmocionado por lo repentino de la situación.

— Olvídenlo, ya está muerto —sentenció González, quien sostenía con fuerza a Duarte para que se detuviera.

— Todavía podemos salvarlo, usemos el equipo médico.

— Es inútil, solo desperdiciarán medicinas, morfina y vendajes en un cadáver... mejor reservarlos para los vivos —replicó González con pragmatismo ante la poca visión de Duarte.

La discusión se intensificó entre los miembros de la CDE y la OMS, pero no había tiempo para disputas dada la situación crítica.

Torres y su equipo lograron repeler a algunos jinetes de la emboscada, pero la incertidumbre sobre el origen de los próximos ataques los mantenía en constante tensión. Sin alternativas claras, nos desviamos bordeando la laguna Redonda, intentando ganar tiempo mientras éramos trasladados a otros vehículos. Fue entonces cuando dejamos el cuerpo de Yeremi Santos a la orilla del río. El dolor que Binet sintió al ver a uno de sus colegas inertes, arrojado como un objeto desechable, marcó el inicio de una ruptura y resentimiento que presagiaba desgracias futuras.

Era imperativo agilizar el intercambio y concebir un nuevo plan de escape. Pronto, los jinetes regresaron disparando, esta vez con el objetivo de eliminar a los conductores; los pocos kilómetros que nos separaban de la puerta se tornaban eternos, pese a la cercanía. Torres, junto a tres guardias y dos exploradores, cubrían el flanco izquierdo como escudos humanos, mientras diez más mantenían la formación en la retaguardia; el frente estaba despejado tras la caída de siete guardias y dos exploradores.

Torres nos libró de la segunda oleada, ganando tiempo valioso para alcanzar la puerta Matías. Como era de esperar, la puerta estaba cerrada, pero a diferencia de la puerta Matías, podíamos entrar. El problema eran los jinetes que se acercaban con refuerzos.

Nos desmontamos con el corazón a punto de estallar por la adrenalina; comenzamos a cargar los equipos, mientras los transportistas improvisaban barricadas con las autocaravanas y abrían fuego para repeler al enemigo. Algunos guardias intentaban forzar la puerta con el enemigo casi encima, mientras Torres y los demás disparaban desde los flancos.

— Necesitamos una distracción, o todos correremos peligro —gritó Torres.

— Torres, captaré su atención. Los alejaré todo lo que pueda —respondió Almánzar.

— No podemos perder al líder de los transportistas, no seas insensato, Almánzar, solo tú puedes mantener a tu gente con la moral en alto.

— ¿Entonces qué propones?, ¿Nos quedamos a morir sin hacer nada?

— Debo ser yo quien vaya, soy el capitán y mis hombres me seguirán hasta el final. Una vez abierta la puerta, podrán estar a salvo al otro lado.

— Esa idea es aún más absurda que la mía, con todo respeto. ¡Mira a los hombres, capitán! Están aterrados y usted es el único que puede apaciguar este tumulto. Todos aguardan sus órdenes, todos quieren creer que podemos salir de esto sin más bajas, y solo usted puede darles esa esperanza... así que, permítame arriesgar mi vida.

— No. Te necesito coordinando a los transportistas y listo para cruzar la puerta. Requiero al mejor transportista y a cuatro guardias en una autocaravana... usaremos un señuelo para ganar tiempo.

— No hay otra opción, jefe, déjame ir, ¡sabes que soy el mejor al volante!

— ¡Vázquez!, ¿qué pretendes hacer? —preguntó Almánzar a su mejor amigo.

— Estos médicos son más importantes que nosotros, y por eso debemos asegurar su protección. Si siguen muriendo, todo habrá sido en vano.

— ¿Qué le diré a tu querida Catrina y al pequeño Joaquín si te sucede algo?

— No se preocupe, jefe... ¡Voy a estar bien! No hay tiempo que perder. Ya perdimos a un científico... no permitiré que las únicas personas capaces de detener esta calamidad mueran.

— Almánzar, es nuestra única salida. Pronto estaremos rodeados y todos moriremos si no los enviamos. Necesito a un transportista, a cualquiera.

— Entonces escogeré a otro.

— No hay tiempo y soy el mejor. Prometo regresar y cobrarte lo que me debes, jefe —dijo Vázquez antes de subirse a su auto junto a cuatro soldados.

— Esto debe ser una broma... asegúrate de volver, Juan... por favor.

— Lo entiendo, Almánzar. Acabo de perder a siete de mis hombres y ni siquiera podrán tener un entierro digno. Lo justo es que estos doctores continúen con vida, mientras cumplan con su deber, las muertes de los demás no habrán sido en vano.

Vázquez y su grupo se lanzaron contra los jinetes que se aproximaban, quitándoles la vida a dos de ellos, mientras los guardias disparaban enfurecidos por la pérdida de sus compañeros. Durante la confrontación, ningún jinete podía acercarse sin ser alcanzado por los disparos de la formidable barrera de guardias que les impedían avanzar. Torres y su equipo lograron desbloquear el mecanismo y elevar la puerta, mientras Almánzar y los transportistas movían los autos con los médicos y el equipo adentro.

Una vez la puerta Matías se abrió completamente, entramos en espera de nuestros compañeros que servían de barrera.

— ¡Chicos, es hora de retirarse! —gritó Vázquez a los guardias.

Para su horror, tres de los guardias habían sido asesinados y mutilados. Un joven soldado, temeroso y herido, corría hacia la puerta. Vázquez, presa del pánico, también huyó.

— ¡Capitán, allí vienen! Son dos, han sobrevivido —exclamó Vidal, emocionado.

—Bajad la puerta —ordenó el capitán.

— ¿Qué están haciendo? ¡No pueden dejarlos atrás! —protestó Vidal, con un rostro desencajado por la incredulidad.

— Es una decisión difícil, pero necesaria. El sacrificio de unos pocos asegura la supervivencia de muchos —respondió Torres con pesar.

— ¡Es inhumano! —replicó González, con un tono que denotaba tanto irá como tristeza.

— En tiempos de guerra, la humanidad a menudo se ve eclipsada por la supervivencia —murmuró Duarte, intentando justificar lo injustificable.

— Cuando pienso que no puedes caer más bajo, caes, Duarte —contraataca González.

— ¿Vivir, a costa de las vidas de otros? Es la peor excusa que me han dado —grita Vidal.

La puerta Matías se cerraba inexorablemente, y con cada centímetro que descendía, el destino de Vázquez y el guardia se sellaban con un frío final. Sus rostros, bañados en sudor y polvo, reflejaban un terror visceral, una comprensión súbita de que su fin estaba cerca. No había palabras que pudieran describir el pánico que les invadía, un miedo tan profundo que les robaba el aliento y paralizaba sus corazones.

— ¡Capitán, por favor! —imploraba el joven soldado, su voz quebrándose bajo el peso de la traición—. ¡No pueden hacer esto!

Pero la respuesta fue el silencio, un silencio que gritaba más fuerte que cualquier palabra. La puerta se cerró con un golpe definitivo, y el mundo para Vázquez y el guardia se redujo a un estrecho pasillo de muerte, con los jinetes acercándose como aves de presa.

El guardia, con los ojos desorbitados, buscaba frenéticamente alguna señal de misericordia en los rostros de sus compañeros al otro lado. Pero solo encontraba miradas desviadas, ojos que no podían sostener la gravedad de su angustia.

El horror de su situación era palpable, una mezcla de incredulidad y desesperación. Habían sido abandonados, dejados para morir por aquellos en quienes confiaban, por aquellos con quienes habían compartido risas y sueños. Ahora, esos mismos compañeros se convertían en jueces y verdugos, dictando su fin sin un atisbo de remordimiento.

— Hicieron lo que tenían que hacer. Ahora, debemos continuar —dijo López, aunque su voz temblorosa revelaba la tormenta interna que luchaba por contener.

— No puedo creer que esté pasando esto, ¿desde cuándo las vidas se volvieron intercambiables como en el ajedrez? — pregunta Vidal.

— ¡¡¡Desde que las desgracias asediaron a los débiles!!! —gritó Torres con un nudo en su garganta—. No pido que compartan mi pecado, simplemente, cállense y acéptenlo.

— Capitán, ábranos, por favor, no deje que muramos aquí —implora el guardia.

— Gracias por tus servicios... el mecanismo de la puerta está siendo destruido para impedirles el paso al enemigo. Gracias a su valiente esfuerzo, pudimos poner a salvo a los médicos —López agradeció compartiendo parte del pecado de Torres.

— Está bromeando... ¿Verdad, capitán?

— Lo siento, pero, no es una broma.

— ¡Capitán!, ¿qué diablos esperan para abrir?, dense rápido —grita Vázquez, quien está batallando con un enemigo.

— Vázquez, lamento que tuvieras que dar tu vida por el bien del país y de los demás... se te reconocerá como un héroe.

— No es momento para hacer bromas.

— El maldito no está bromeando Vázquez —responde el guardia.

— ¡Jefe, por favor, ayúdenos, no nos dejen! —grita Vázquez, su voz desesperada resuena. El eco de su súplica se mezclaba con el sonido metálico de los barrotes de la puerta, una sinfonía macabra de abandono.

— Lo... Lo siento, Vázquez, el mecanismo está destruido y no hay manera de hacer que la puerta suba otra vez... Perdón —se disculpa Almánzar, quien sabía cómo terminaría todo desde antes de permitirle a Vázquez que fuese a ser carnada.

—Jefa —. Se acerca a la puerta. — ¡Míreme! Tenga el valor de verme a los ojos y decirlo de nuevo... ¡¡¡Que me mire!!! —Grita —. ¿Le parece divertido tener que mandarnos como carne a los lobos, solo somos piezas de vehículo reemplazable?

— Yo... No quería que esto pasara, Vásquez.

— Y usted, capitán... es la más grande basura que he conocido, no merece ser llamado héroe, mandas a otros a morir por usted, ¿no le pesa la conciencia?, ¡Cierto!.. Le hace falta tener una.

Vázquez, con la determinación de un hombre que no tiene nada que perder, se enfrentó a sus perseguidores. Su lucha era feroz, pero en su corazón sabía que era inútil. El guardia, herido y solo, se arrastraba hacia la seguridad ilusoria de la puerta, su sangre dejando un rastro sombrío en la tierra, tierra que pronto sería abonada con su cuerpo.

Los gritos de batalla se transformaron en súplicas, y las súplicas en un silencio mortal. La puerta Matías, ahora cerrada, se convirtió en el umbral entre la vida y la muerte, entre la esperanza y la desolación absoluta.

En el otro lado, los supervivientes no podían escapar de los lamentos que habían ignorado, de las vidas que habían sacrificado. La victoria, si es que podía llamarse así, estaba teñida con la sangre de sus propios hermanos.

Torres dio la orden de marcharnos, ya que el enemigo estaba muy cerca y solo podíamos escuchar, el cómo nos maldecían. Tras las imprecaciones, sus voces se tornaban en súplicas desesperadas, implorando clemencia a aquellos mismos que, momentos antes, buscaban arrebatarles la vida.

En todo el conflicto, me limité a ser un espectador; un mero cero a la izquierda que no poseía voz, ni fuerzas para hacer o decir. — Por favor, perdónenme... no quise matar a los suyos, perdónenme, tengo familia.

Fueron las últimas palabras de Vázquez, antes de ser brutalmente asesinados a ojos de quienes decían ser sus compañeros, con quienes compartió bebida la noche previa. En nuestras retinas se quedaron grabados los últimos momentos de vida del transportista, Juan Vázquez.

La puerta Matías, se había cerrado con un estruendo final, y con ella, se apagaron las vidas de los que quedaron fuera. Los que estaban adentro se enfrentaban ahora a un silencio ensordecedor, un vacío lleno de preguntas sin respuesta y de vidas truncadas.

El convoy se puso en marcha, dejando atrás la laguna Redonda y los ecos de una batalla perdida, que había cobrado más de lo que cualquiera estaba dispuesto a pagar. La sombra de la muerte se cernía sobre ellos, pero también la esperanza de que el sacrificio no hubiera sido en vano.

A tan solo un día, en el país de Santa Catha, murieron once guardias, dos exploradores, un científico de la CDE y un transportista.

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