Domingo, 25 de noviembre, 1005.
Las campanas de la capilla comenzaron a sonar, su eco resonando a través de los muros de piedra del castillo y llegando a cada rincón como un llamado celestial.
En la cocina, los sirvientes que estaban a medio preparar la comida, dejaron sus utensilios y se apresuraron a terminar sus tareas. Las ollas aún humeantes fueron retiradas del fuego, y los panes recién horneados se colocaron en las canastas de mimbre, cubiertos con paños blancos para mantenerlos calientes.
Por los pasillos, el sonido de pasos apresurados llenaba el aire mientras los criados se dirigían a sus habitaciones. Había una urgencia compartida, un deseo de presentarse ante el Señor no solo con el espíritu sino también con la vestimenta apropiada para la ocasión.
En sus aposentos, cada uno se despojaba de sus ropas de trabajo, desgastadas y manchadas por el esfuerzo del día a día, y se vestían con sus mejores galas.
Los hombres se ponían camisas de lino, pantalones anchos hasta la rodilla, un chaleco o jubón simple y medias de lana que cubrían las piernas hasta la rodilla y en los pies unos zapatos simples de cuero.
Mientras que las mujeres se vestían con vestidos largos y holgados, hechos de tela de lino, con mangas largas y ajustadas. Sobre el vestido, llevaban un delantal para protegerlo de manchas y suciedad. Para cubrir la cabeza, usan un pañuelo o cofia sencilla. En cuanto al calzado, llevaban zapatos de cuero simples.
Mientras las últimas notas de las campanas se desvanecían en el aire, una procesión de sirvientes, ahora transformados en fieles devotos, comenzaba a formarse. Juntos, se dirigían hacia la capilla ante la promesa de una comunión y reflexión espiritual.
Al llegar a unas puertas gigantes de madera abiertas, todos menos María entraron. María se quedó fuera esperando a las gemelas.
Al entrar los sirvientes, lo que vieron fue una capilla que inspiraba reverencia y humildad. Los bancos de madera, desgastados por el uso pero sólidos, estaban dispuestos en dos secciones, una a la izquierda y otra a la derecha, con una alfombra que se extendía desde la entrada hasta el altar, marcando el pasillo central. La alfombra, aunque descolorida por el tiempo, aún mostraba rastros de su antiguo esplendor, con intrincados patrones que invitaban a seguir su camino hacia el sagrado altar.
El techo de la capilla era un lienzo donde se desplegaban frescos de escenas celestiales. Ángeles con alas desplegadas y santos en actitudes de oración estaban pintados con tal detalle que parecían a punto de desprenderse y ascender al cielo. Estas imágenes, aunque algo desvanecidas por la edad, seguían contando sus historias sagradas a todos los que levantaban la vista.
El retablo detrás del altar era una pieza majestuosa, tallada en madera oscura y dorada en los puntos clave, representando diversas escenas de la vida de Cristo. Cada figura tallada era un testimonio de la habilidad artesanal y la devoción religiosa de la comunidad que había contribuido a su creación.
A un lado del altar, un atril de madera sostenía un gran libro abierto, sus páginas amarillentas y bordes desgastados evidenciaban el paso de los años y el uso constante en cada servicio. El atril, tallado con motivos que hacían eco de los del retablo, era tanto un mueble funcional como una pieza de arte.
El órgano, ubicado en un rincón elevado de la capilla, era un instrumento imponente con tubos que se alzaban hacia el techo como columnas plateadas. Aunque se utilizaba solo en ocasiones especiales, su presencia añadía una sensación de solemnidad y grandeza a la estancia.
La luz del día se filtraba a través de las ventanas de vidrio coloreado, proyectando manchas de luz multicolor sobre el suelo de piedra y los rostros de los congregados. A pesar de la simplicidad de su construcción, la capilla era un lugar donde la belleza de la fe se manifestaba en cada detalle, desde el suelo hasta el techo, creando un espacio donde el espíritu podía elevarse en oración y contemplación.
Los sirvientes instintivamente comenzaron a dividirse según la costumbre establecida. Los hombres se dirigieron hacia los bancos de la izquierda, mientras que las mujeres tomaron asiento en el lado derecho.
Las dos primeras filas permanecían vacías, reservadas para los miembros de mayor rango.
Mientras los sirvientes se acomodaban, el murmullo de sus voces se fue apagando gradualmente, y la capilla se llenó de un silencio. La luz que se filtraba a través de las vidrieras pintadas bañaba el espacio en colores suaves, y la atmósfera se cargaba con la solemnidad del momento sagrado que estaba a punto de comenzar.
Justo cuando el último de los sirvientes encontró su lugar y el silencio comenzó a asentarse sobre la capilla, Urraca acompañada de su hija Sancha
avanzaron por la alfombra central, sus pasos amortiguados por la alfombra que cubría el suelo de piedra.
Al llegar a la primera fila del lado derecho, Urraca hizo una leve inclinación de cabeza ante el altar antes de tomar asiento, indicando a Sancha que hiciera lo mismo. La joven obedeció, y ambas se sentaron en los bancos que les estaban reservados.
La presencia de Urraca y Sancha en la primera fila era un recordatorio de la jerarquía social que imperaba incluso en los actos de fe.
Las gemelas Emma y Agnes, con sus vestidos idénticos y sus ojos llenos de curiosidad, se acercaron a María, que estaba de pie cerca de la entrada, observando la congregación. Con una mezcla de timidez y respeto, Emma preguntó en voz baja, "María, ¿dónde debemos sentarnos?"
María les sonrió con amabilidad y les explicó, "Las dos primeras filas están reservadas para los nobles. La tercera y la cuarta fila son para los sirvientes principales, y las demás filas son para los demás sirvientes. Vosotras os tenéis que sentar conmigo en la tercera fila. Seguidme."
Con un gesto de la mano, María las guió hacia el interior de la capilla. Las gemelas siguieron sus pasos, pasando junto a los bancos de madera donde los otros sirvientes ya se habían acomodado, sus rostros reflejando la serenidad del lugar sagrado.
Al llegar a la tercera fila del lado derecho, María indicó a Emma y Agnes que tomaran asiento junto a ella. Las jóvenes obedecieron y se deslizaron en los bancos, sus movimientos gráciles y silenciosos. Una vez sentadas, las tres mujeres se unieron al resto de la multitud en la espera reverente del inicio del servicio, cada una sumida en sus propios pensamientos y oraciones.