En casa anda todo, lo que se dice, manga por hombro. Como el señor Bukov no vive aquí, las criadas van de un lado para otro y hacen lo que se les antoja. A veces sólo contamos con Fiodora para nuestro servicio. El ayuda de cámara del señor Bukov, que es quien debe meter aquí en cintura a la servidumbre, lleva tres días sin aparecer. El señor Bukov viene en coche todas las mañanas y se indigna, y ayer le sentó la mano al criado, por lo que ha tenido sus dimes y diretes con la Policía… No tengo de momento aquí a nadie con quien enviarle a usted esta carta. Así que la echo al correo. ¡Ah, como siempre, se me olvidaba lo más importante! Dígale a madame Chiffon que cambie los encajes y busque otros nuevos que le vengan bien a la muestra que elegí ayer y que luego venga a verme para enseñarme los que haya escogido. Y dígale usted también que, con respecto a la guarnición, he mudado de idea: la quiero también bordada. ¡Ah!, y encárguele usted también que las iniciales de los pañuelos las hagan caladas y no sencillas… ¿Comprende? ¡Caladas! ¡No se le olvide a usted: caladas! ¡Ah, y todavía se me olvidaba a mí otra cosa! Dígale usted que las hojitas que lleva la pelerina deben estar muy bien cosidas, los pámpanos en cordoncillo, y que a la gorguera le ha de poner encaje o un falbalá ancho. ¡Que se lo explique usted bien todo, Makar Aleksiéyevich!
Suya,
V. D.
P. S. —Me da vergüenza volverlo a molestar a usted con mis encargos. Anteayer lo tuve a usted corriendo de acá para allá toda la tarde. ¡Pero qué le voy a hacer! En nuestra casa no hay pizca de orden, y a mí me coge enferma. ¡Así que no se enfade usted conmigo, Makar Aleksiéyevich! ¡Si viera qué pena me da! ¿Qué va a ser de mi amigo, de mi bueno y querido amigo Makar Aleksiéyevich? Miedo me da de sólo pensar en el futuro. Me acometen mil presentimientos malos y tengo la cabeza como atontada.
PP. S. —Por Dios, amigo mío, no olvide usted nada de cuanto le encargo diga a madame Chiffon. Temo que todo lo hagan al revés. Así que fíjese usted bien: ¡calados y no bordado sencillo!
V. D.
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27 de septiembre
Mi querida Varvara Aleksiéyevna: He cumplido a conciencia sus encargos. Dice madame Chiffon que ya había pensado en hacer las letras caladas; que así es más distinguido o… No sé si fue esto exactamente lo que me dijo, pues no lo entendí bien, pero sí fue algo por el estilo. Bueno; usted me hablaba algo de un falbalá; pues también ella me ha hablado de él. Sólo que, por desgracia, se me ha olvidado ya lo que me dijo de tal falbalá. Sólo recuerdo que me dijo muchas cosas de él. ¡Qué mujer tan torpe! ¿Qué fue lo que me dijo? Pero, en fin, ya se lo dirá ella misma hoy. Yo estoy, hijita, yo estoy completamente fuera de mí. Esta mañana no he ido a la oficina. No se preocupe usted, hijita; no ha sido por nada grave. Con tal de procurarle a usted paz y sosiego, estoy yo dispuesto a visitar todas las tiendas de Petersburgo. Me escribe usted que le da miedo mirar al porvenir o pensar en él.
Pues hoy, a las siete, ha de salir usted de dudas. Madame Chiffon va a ir a verla a usted personalmente… Así que tenga usted paciencia. Piense que quizá todo acabe en bien. Ese dichoso falbalá es el que no se me quita de la cabeza, y los oídos me zumban… ¡Falbalá, falbalá, falbalá!…
Dentro de un ratito iré a verla, angelín mío; tengo que pasar, sin falta, un ratito a echar con usted un párrafo; ya por dos veces me he aproximado a su puerta; pero Bukov, es decir, el señor Bukov, tiene muy mal genio y no le haría mucha gracia… ¿Verdad? Suyo,
Makar Dievuschkin
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28 de septiembre
Mi querido Makar Aleksiéyevich: Por el amor de Dios, dese usted prisa a ir a la joyería. Dígale usted al dueño que no me haga ya los pendientes con perlas y esmeraldas. Dice el señor Bukov que son muy caros y van a abrir brecha en su bolso. Está muy enfadado. Dice que sin eso ya le estoy saliendo por un ojo de la cara y que lo estamos desplumando. Y ayer fue y dijo que si hubiera podido presumir estos gastos no habría precipitado tanto las cosas. Dice que inmediatamente después de la boda tenemos que emprender el viaje, y que no vaya a hacerme ilusiones: que a la boda no ha de haber invitados ni se ha de bailar en ella, que las fiestas se han de celebrar allá en el campo, pero que no imagine que vaya poder bailar en seguida. ¡Así mismo me lo soltó! Y Dios sabe hasta qué punto pienso yo en esas cosas. El señor Bukov es quien todo lo ha dispuesto. Yo no me atrevo a contradecirle en nada: ¡es tan vivo de genio! ¿Qué va a ser de mí, Dios mío?
V. D.
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28 de septiembre
Palomita mía, mi querida Varvara Aleksiéyevna: Yo, es decir, el joyero, dice que… está bien.
Yo, por mi parte, sólo quería decirle que estoy malo y que no puedo tenerme en pie. Precisamente ahora que hay que hacer tantas cosas y tanto necesita usted de mi ayuda, tenía yo que coger este enfriamiento. ¿No es esto un absurdo? Tengo también que participarle que, para colmo de desdicha, a Su Excelencia le ha dado el naipe por estar hoy de muy mal humor; se enfadó con Yemelia Ivánovich y le regañó mucho, tanto, que a lo último parecía rendido, de forma que a mí me inspiraba la mar de compasión. Ya ve usted cómo se lo cuento todo.
Quería escribirle más; pero temo quitarle a usted tiempo, que puede dedicar a otras cosas. Yo, hijita, soy un hombre lerdo, sin instrucción, un ignorante que escribe a la pata la llana, según se le ocurre, de suerte que usted a veces notará algo… No sé qué quiero decir… ¡Ah sí; con tanto como ahora tenemos que hablar!
Suyo,
Makar Aleksiéyevich
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28 de septiembre
Varvara Aleksiéyevna, corazoncito mío; hoy he visto a Fiodora y he estado hablando con ella, palomita mía. Me ha dicho que mañana es su boda de usted y que pasado mañana se marcha. El señor Bukov ha encargado ya los caballos.
Le hablaba a usted ayer de Su Excelencia, hijita. Bueno; he repasado las cuentas de madame Chiffon y están bien, sólo que resulta todo muy caro. Pero ¿por qué se enfada el señor Bukov con usted? Bueno; que sea usted muy feliz, hija mía. Yo me alegro mucho de su suerte. Sí; me alegraré siempre de su felicidad, hija mía. Yo iría mañana a la iglesia; pero no puedo, hija mía; me pesa mucho mi cruz.
Pero ¿qué vamos a hacer de nuestras cartas?… Insisto otra vez en ello… ¿Cómo vamos a seguir escribiéndonos, quién se va a encargar de entregárnoslas, vida?
Sí; eso era lo que yo quería decir; ¡se ha portado usted muy espléndidamente con Fiodora! Ha hecho usted así una buena obra, digna de usted. El Señor nos bendice por cada buena acción que realizamos. Nada queda sin recompensa, y la virtud está siempre segura de recibir el galardón divino.
¡Hija, hija mía! Le escribiría a usted todavía muchas cosas; pero temo me pasaría los minutos, las horas todas, escribiéndole; por mi gusto, le estaría escribiendo siempre. Tengo aquí todavía un librito de su propiedad: los Cuentos de Bielkin, que olvidé devolverle. Pero mire usted, hijita: déjemelo usted, no me lo quite usted, regálemelo, ¡palomita mía! No es que yo vaya a tener gusto en leer otra vez esas historias, sino que, ya sabe usted, hijita, se echa encima el invierno; las tardes serán largas; se pondrá uno triste…, y entonces me hará mucho bien tener un libro que leer… Yo, hija mía, voy a mudarme de este cuarto al de ustedes, donde Fiodora me alquilará una habitación. De esta honrada viejecita no habrá en adelante quien me pueda separar. Además, ¡es tan trabajadora!… Ayer estuve yo revistando la habitación que usted deja. Allí estaba todavía su bastidorcito con la labor empezada; todo lo hemos dejado intacto, según estaba. También estuve viendo sus bordados. Han quedado allí algunos zurcidillos. En un trocito de una de mis cartas había usted empezado a liar hilo. En su mesita encontré aún un pliego de papel de cartas en el que usted había escrito: «Mi querido Makar Aleksiéyevich: Me apresuro…». Y nada más. Por lo visto, no había hecho usted más que empezar la carta cuando alguien vino a interrumpirla. En el rincón, detrás del biombo, está su camita… ¡Angelín mío!
Bueno, hijita; que lo pase usted bien, muy bien. Por lo que más quiera, escríbame algo como respuesta a mi carta, ¡y pronto!
Makar Aleksiéyevich
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30 de septiembre
Amigo, querido amigo Makar Aleksiéyevich: ¡Ya está todo! ¡Se decidió mi suerte! No sé lo que me reservará el porvenir; pero desde ahora me remito a la voluntad de Dios. Mañana partimos.
Por última vez me despido de usted, mi único, mi fiel, querido y buen amigo. ¡Usted es mi único pariente, el único que me ha ayudado en mis apuros!
¡No se inquiete por mí, viva dichoso, recuérdeme alguna vez y que Dios lo bendiga! Yo pensaré mucho en usted y no lo olvidaré en mis oraciones. ¡Ya pasaron aquellos tiempos! Pocos son los recuerdos gratos que del pasado llevo a mi vida futura; pero, por eso mismo, me es más y más preciado el recuerdo de usted y más estimable todavía usted mismo para mi corazón. Usted es mi único amigo, usted quien únicamente me ha tenido aquí afecto. Yo no soy ninguna ciega, he podido ver cuánto me quería usted. Mi sonrisa bastaba para hacerlo a usted feliz, y una línea mía lo reconciliaba a usted con todo. Ahora va a tener usted que acostumbrarse a pasarse sin mí. ¿Cómo va usted a poder vivir ahí tan solo? ¿Quién estará a su lado, mi bueno, inestimable y único amigo?
Le regalo a usted el libro, el bastidor y la carta iniciada. Al leer esos renglones empezados, siga usted leyendo, hágase cuenta que lee en mi pensamiento, que lee todo aquello que hubiera leído o escuchado de mí con gusto, todo lo que yo hubiera podido…, ¡y ahora ya no podré escribirle! No olvide usted a su pobre Várinka, que sincera y cordialmente le ha querido. Sus cartas las tiene todas Fiodora en la cómoda, en el gavetín.
Me escribe usted que está malo. De buena gana iría a verlo; pero el señor Bukov no me deja salir hoy. Le escribiré a usted, amigo mío; se lo prometo; pero sólo Dios sabe lo que puede ocurrir. Así que despidámonos para siempre, amiguito mío, palomito mío, como usted me llama a mí, rico mío. ¡Para siempre!… ¡Ay, qué abrazo le daría yo ahora! Siga usted bien, amigo mío; que sea muy feliz; mucho, mucho, ¡mucho! Que se conserve con salud. No olvidaré nunca rezar por usted. ¡Oh, si usted supiera qué pena tengo, qué doloridamente agobiada tengo el alma!
El señor Bukov me está llamando.
La que siempre lo querrá.
V.
P. S. —Tengo el alma tan llena, tan llena, tan llena de lágrimas… ¡Amenazan con ahogarme, con destrozarme! ¡Siga usted bien, Makar Aleksiéyevich! ¡Adiós! ¡Qué tristeza!
No me olvide, no olvide nunca a su pobre Várinka.
V.
* * *
Hija mía, Várinka; palomita mía, corazoncito mío: Se la llevan a usted, se va. Sí, sería preferible que me arrancasen a mí el corazón del pecho antes que quitármela a usted. ¿Cómo es posible que esto sea? ¿Cómo puede usted consentirlo? Acabo de recibir ahora mismo su carta, que en muchos sitios está salpicada de lágrimas. ¿Es que por su gusto no viajaría usted? ¿Acaso se la llevan a usted por la fuerza? ¿Es que siente compasión de mí? Sí, pero… ¡entonces es que me tiene cariño! ¡Cómo puede ser! ¡Entonces…! ¿Qué va a suceder hora? Su corazoncito no va a poder resistir aquello; allí todo es feo, horrible, frío. La nostalgia la va a enfermar, la pena va a acabarla. Allí se morirá usted, la enterrarán en la tierra húmeda y no habrá nadie que la llore. El señor Bukov estará siempre cazando liebres… ¡Ah hija mía! ¿Qué resolución tomó usted? ¿Cómo pudo usted avenirse a nada semejante? ¿Qué ha hecho usted, qué ha hecho usted contra sí misma? La llevarán a usted al sepulcro, hija mía; sencillamente, darán cuenta de usted, ¡angelín mío! ¡Usted es una niñita, tierna y débil como una pluma! Pero ¿dónde estaba yo, hombre? ¡Yo, torpe de mí, dormía con los ojos abiertos! ¡No veía yo que una cabecita de niña se había propuesto algo imposible, no sabía yo que a la niñita solamente le faltaba juicio! Yo habría debido, sencillamente… ¡Pero no! Yo me he portado como un verdadero idiota; no pensaba ni veía nada, como si eso fuera lo justo, como si a mí no me interesase el asunto, y hasta me bebía los vientos en busca de falbalás… No, Várinka; yo despertaré; hasta mañana puede que continúe dormido; pero luego me despertaré sencillamente. ¡Y entonces iré, sin más ni más, a arrojarme bajo las ruedas de su coche! ¡No la dejaré a usted partir! ¿Cómo, qué es eso, adónde conduce? ¿Con qué derecho ocurre todo esto? ¡Yo partiré con usted! ¡Correré a la zaga de su coche, si no quiere usted admitirme en su interior, y correré, correré hasta que no pueda más, hasta que me falte el aliento y exhale el último suspiro!
Pero ¿sabe usted bien, hija mía, lo que le aguarda allí a donde la llevan? ¡Pues si no lo sabe, pregúntemelo a mí, que sí lo sé! Allí sólo la aguarda la estepa, angelín mío, la estepa llana, pelada e infinita, ¡tan desnuda como mi mano! Allí sólo verá usted campesinos brutales, sin sentimiento, y rústicos, zafios y borrachines. Ahora, ya por este tiempo, no encontrará allí árbol con hoja, estará lloviendo y hará frío… hará frío… ¡Ahí tiene adónde la llevan!
Desde luego, el señor Bukov tendrá en qué entretenerse: va a cazar liebres. Pero ¿y usted? ¿Qué va usted a hacer allí? ¿Es que le gusta eso de ser propietaria rural? Pero ¡hija mía! Pero ¿es que eso la atrae, que está lampando por serlo?
¿Cómo es posible, Várinka? ¿A quién voy a escribirle en lo sucesivo? ¡Eso es! Reflexione y pregúntese a sí misma solamente una cosa: ¿a quién va ahora el pobre a escribirle cartas? ¿Y a quién voy a poder llamar desde ahora hija mía; a quién podré, en adelante, darle este tierno nombre; a quién podré dirigirle esa dulce invocación? ¿Dónde volveré a encontrarla a usted, angelín mío? ¡Me moriré, Várinka; de fijo que me moriré! ¡No; mi corazón no podrá sufrir tal desdicha!
Yo la he querido a usted como a la luz del sol, como a una verdadera hija mía la he querido, y he querido todo lo suyo, ¡palomita mía! Sólo por usted vivía yo. He trabajado y escrito, he pasado y reflejado después mis impresiones en mis cartas, sólo porque usted, nena, era mi vecina. ¡Usted, quizá no lo comprendiera; pero era así, era realmente como se lo digo!
Pero hágame caso, hija mía; reflexione usted y considere, palomita mía, si está bien que ahora me abandone… ¡No, hija mía; esto no es posible y no lo será! ¡Eso no hay ni que pensarlo! Está lloviendo y usted está tan delicada… ¡No tendrá más remedio que coger un enfriamiento! ¡Se mojará el coche en que viaje, que un coche no es una casa…, y usted también se calará, y apenas haya salido de la población se le romperá al coche una rueda, o se hará trizas todo él! ¡Aquí, en Petersburgo, hacen unos coches muy malos! Yo conozco a todos los constructores de coches; los hacen de relumbrón, muy bonitos, sí, pero de solidez no hablemos. Créame usted, se lo juro: esos cochecitos no valen absolutamente nada.
Yo me echaré, hija mía, a los pies del señor Bukov y se lo diré lodo, todo. ¡Y también usted, hijita, tratará de convencerlo! Se lo contará usted todo, discretamente, y lo convencerá. Dígale, sencillamente, que usted se queda aquí, que no puede acompañarle en su viaje… ¡Ah! ¿Por qué no se habrá casado con la hija de aquel comerciante de Moscú? ¿Por qué no habrá optado por eso? Habría sido mejor para todos, y más propio para él, ¡me consta! Entonces usted habría continuado aquí, a mi lado. Pero ¿qué relación tiene con usted ese señor Bukov? ¿Cómo es que tan de repente se enamoró de usted y le tomó tanto cariño? ¿Quizá la trastornó a usted con esos falbalás que le regaló…, o por qué, en suma? Pero ¿para qué sirven, después de todo, esos falbalás? Un falbalá, al fin y al cabo, hija mía, no es más que un pedazo de tela. Lo que aquí se ventila es la vida de un hombre, hija mía, y esos falbalás son sencillamente trapos…, trapos sin importancia alguna, y nada más. Aunque yo también puedo regalarle a usted falbalás de ésos; sólo necesito esperar a la próxima paga y entonces ya verá hijita, cómo se los compro, que ya sé dónde los venden y conozco la tienda: sólo que ha de tener usted paciencia hasta que cobre mi sueldo, angelín mío, Várinka.
¡Dios mío, Dios mío! ¿De modo que se va usted de veras con el señor Bukov, a la estepa, para siempre? ¡Ay hija mía!… ¡No, usted tiene que volver a escribirme, aunque sólo sea por una vez, contándomelo todo, y si es que ya emprendió la marcha, entonces me escribe desde allí! ¡De otra suerte, hija mía, ésta sería la última carta, y eso no es posible, no puede ser que ésta sea la última carta! ¿Cómo, cómo podría ser eso, tan de pronto?… ¡La última, verdaderamente la última! Pero no; yo he de escribirle a usted muchas cartas todavía, y usted a mí también… ¡Si ahora es cuando empiezo a tener estilo!… ¡Ah hija mía!, pero ¿qué hablo de estilo? Yo le escribo a usted al tuntún, sin saber lo que escribo porque no lo sé, no, señor, y no repaso lo que escribo, ni lo enmiendo, ni nada. ¡Yo escribo únicamente por escribir, por escribir cada vez más!… ¡Oh palomita, mi nena, mi hijita, mi Várinka!…