El resto del sábado consistió en Keeley tratando de distraer a su papá. Miraron películas, jugaron juegos de mesa y salieron a cenar a uno de sus restaurantes favoritos. La tristeza en sus ojos persistía, pero al menos ella estaba allí con él. Esperaba que estuviera marcando alguna diferencia.
El domingo fue diferente. En el aniversario, siempre sacaban viejos álbumes de fotos, hablaban de sus recuerdos y visitaban la tumba. No era un momento para distracciones; era un momento para abrazar el dolor celebrando las vidas que habían sido truncadas.
Cuando llegaron a la tumba, notó que había algunas flores marchitas. No podrían tener más de una semana de antiguas.
Keeley miró a su papá. —¿Cuántas veces había venido aquí solo desde que ella se mudó? —Debió haber estado aún más solo de lo que ella pensaba.
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