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Porque el dolor nos hace fuertes

Frecsil enmudeció al escuchar lo narrado por Amaris, el aire había abandonado su pecho, y la desesperación se vislumbró en su mirada.

—Sigue ahí dentro —dijo Amaris, con un poco más de calma—, lo sé... Y debo ir a buscarlo.

—No —negó con la cabeza—, nadie entrará...

—Maldita mujer —interrumpió, con la furia desbordándose de sus ojos.

—Calma, señorita Amaris —pidió, demostrando en su mirada que ella también deseaba entrar a la mazmorra a rescatar al joven—. Si lo que dijo es verdad, no podemos hacer una incursión. El piso treinta está fuera del límite del gremio.

—No le pedí su permiso, administradora —dijo, intentando ponerse de pie, para fallar miserablemente—. No lo dejaré morir...

—Nadie lo hará —dijo Frecsil con una mirada determinada—. Te prometo que obtendrás mi espada cuando los preparativos adecuados estén completos —Se volvió para observar la alta colina negra—, pero no puedo, ni permitiré que alguien más se adentre a ese maldito lugar sin tener la experiencia suficiente para salvarlo. Señorita Amaris, buscar la muerte no es sinónimo de valentía, sino de estupidez, y sabe mejor que nadie, que intentar entrar ahora, solo la conduciría a un trágico final, y a un insulto al señor Gus por el sacrificio que realizó al salvarlos a ti y al resto de exploradores.

Meditó lo hablado, y aunque deseaba con todo su corazón adentrarse a ese oscuro lugar, reconocía que la dama de cabello recogido tenía razón. Inspiró profundo, asintiendo con mala cara.

—Hazlo rápido, no esperaré demasiado —dijo con firmeza.

∆∆∆

La luz se reflejaba sobre las tranquilas aguas de la fuente de piedra, similar al bello rostro de una dama de cabello color noche. Por momentos tocaba con sus dedos la cristalina y poco profunda agua, creando pequeñas ondas que se retiraban hasta desaparecer o golpear el límite que marcaba la piedra. A veces aquellas ondas se manifestaban sin la intervención de los dedos de la dama, sino a causa de la tristeza, que se escondía en una expresión de profunda seriedad e indiferencia por la vida misma.

—Ayúdenme —ordenó, permitiendo que las dos damas distanciadas a ella se acercaran para levantarla y transportarla con seguridad a la silla cercana, acondicionada para la comodidad continúa.

Observó sus piernas, la rabia y la impotencia rápidamente se transformó en ira, provocando que las maldijera con alaridos contenidos y lágrimas, que provocaron la rápida movilización de las dos sirvientas, que impidieron que continuara lastimándose con sus uñas.

—Mi señora, por favor, deténgase —rogó Brima al ver la encolerizada mirada de su ama.

Inspiró profundo, quería que el dolor despertara sus extremidades inferiores, deseaba sentir que podía moverse una vez más, aunque fuera por un instante, lo anhelaba con todo su ser, porque solo así tendría la esperanza de poder ir a salvarlo.

—Hola, hermosa señorita. —Escuchó decir a alguien desde la lejanía, con un tono naturalmente educado.

Frunció el ceño al identificar la particular voz, limitándose a esperar, para así obtener aunque fuera por unos segundos la calma necesaria para resistir lo que sabía estaba por venir.

—Largo —ordenó al llegar, impaciente por deshacerse de los inconvenientes.

—Estas en la morada de los Cuyu, Erior —intervino, liberando un pequeño resoplido, en un intento por guardar la esperada compostura—. Tu influencia como el hijo del señor de la ciudad aquí no representa nada. Así que no órdenes a mis sirvientas, y menos me insultes haciéndolo frente a mí.

—Lamento mi impertinencia, señorita.

—¿A qué has venido, Erior? —Le miró, disgustada, sin intentar siquiera enmascarar sus verdaderos sentimientos.

—Solo quería ver a mi... verte —repuso al observar sus gélidos ojos, que le amenazaban con quitarle la vida si se atrevía a llamarle con el título prohibido—, quería observar a la mujer más bella de Atguila.

—Querías aprovecharte de la ocasión para acercarte a mí en mi estado más vulnerable —afirmó ella, sin permitir la réplica—. Erior, no soy idiota. Ya es momento de que des por vencido, lo nuestro nunca ha sido, fue o será, solo estás alimentando una fantasía que más temprano que tarde terminará por destruirte. Y lo digo por respeto a tu padre, y la cercanía hay entre las familias.

El joven moreno chasqueó la lengua en el paladar, teniendo que consumir su arrogancia en un respiro profundo.

—Perdí un duelo, y prometí en mi corazón dejarte libre, pero, como dijo ese bastardo, no eres un trofeo que podamos ganar. Señorita Amaris, estoy aquí para ti, permíteme ser la opción de la que nunca te vas a arrepentir.

—Largo, Erior, tu falsa pretensión me asquea.

—No es falsa, amada mía...

—¡Dije largo! —ordenó, destellando en sus ojos furiosos e indomables relámpagos, que provocaron que el joven retrocediera un paso y medio—. No quiero volver a verte.

—Volveré amada mía, lo haré, lo prometo —Se alejó con una sonrisa en su rostro, cordial y cálida, perdiéndola al desaparecer del campo de visibilidad que permitía el jardín—. Al menos estás muerto, pequeño bastardo, fue lo único que lograste hacer bien.

—¿Se encuentra bien, mi señora?

—Váyanse.

—Pero, su padre...

—Ahora.

—Sí, señora.

Ambas damas hicieron una reverencia, despidiéndose de la presencia de su ama, pero, sin alejarse demasiado, para evitar que algo malo ocurriese.

Con lentitud extrajo de su bolsa de almacenamiento el único objeto guardado: una chaqueta color azul, de tela extraña y bordado peculiar. La llevó a su nariz, oliendo la fragancia que el cuerpo del propietario había dejado, un olor que poco a poco escapaba en el aire. La apretó hacia su pecho, con la mirada cargada de nubes grises, evitando la lágrima que solicitaba ser liberada. Había llorado suficiente, y ya no se permitía hacerlo, por más intenso que se volviera el dolor. Observó el horizonte con la chaqueta entre sus brazos, con una expresión tranquila, casi sin vida.

El cielo empezaba a tornarse oscuro, mientras el frío de la tarde-noche golpeaba con ligeras ráfagas de aire el extenso jardín.

El sombreado rostro del hombre gordo, alcanzado por la preocupación y el dolor, observaba con los labios apretados el medio de su patio.

—Retírense —ordenó sin un tono autoritario.

—Prepararemos el té, mi señor —dijo Brima con respeto. Se inclinó y se volvió a la entrada interior, con la compañía de su subalterna.

Kenver asintió. La indecisión no quería abandonar sus ojos, tratando de descifrar en su mente si lo que estaba por hacer era lo mejor. Suspiró, avanzando a pasos lentos. Quitó de su cuello el cordón dorado de la capa, que se unía para evitar la caída. Le sonrió con calidez a la bella dama sentada, que al presentir su llegada volteó a verlo.

—Hija mía —dijo, con la fuerza necesaria para no derrumbarse ante ella—, deberías entrar, el fresco de la tarde no le hace bien a tu cuerpo.

—A mi cuerpo atrofiado —compuso, aceptando que la capa de piel protegiera su cuerpo.

—No, hija mía, tu cuerpo no está atrofiado, solo herido, y necesitas descansar para sanar.

—¡¿Cuánto más necesito?! —alzó la voz, volteando de inmediato para así eludir la mirada de su padre—. Ya han pasado veinte lunas desde que salí de esa maldita mazmorra —musitó, regresando sus ojos al hombre gordo—, y no puedo mover ni un solo músculo de mis piernas... Si solo esa desgraciada de Frecsil cumpliera con lo que me prometió... Padre ¿Qué sucede? —preguntó al ver un ápice de indecisión en la mirada que no debía haber cambiado.

—Nada —sonrió con ligereza—, hija mía...

—Padre, usted prometió ser honesto —interrumpió.

—Prométeme que mantendrás la calma.

—No me deje en suspenso, padre.

—Promételo.

Amaris asintió, con el aire en el pecho.

—Lo prometo, padre.

El hombre extrajo de algún lugar de su abultada túnica un pequeño rollo de papel.

—Hace veinte días la señora del gremio visitó nuestro hogar —Amaris abrió los ojos, más que dispuesta por escuchar lo próximo a decirse—, claramente vino por ti —dijo al ver su expectante mirada—, hija mía, no servirá de nada rodear el tema contigo, así que seré franco —inspiró, haciendo suyo el valor y la fuerza necesaria—. La señora del gremio reunió un grupo exploradores y aventureros por encima de las seis estrellas doradas... Hace dieciocho días que entraron a la mazmorra.

—¿Cómo? ¡¿Eso no puede ser posible?!

—Prometiste mantener la calma.

—¿Cómo podría estar tranquila en esta situación, padre? —Tembló de ira e impotencia, con las uñas marcando la madera de la silla—, si ella me prometió que entraríamos juntas a salvarlo...

—Y le agradezco por hacer lo que hizo.

—¡¿Cómo puedes decir algo así?! Entrecerró los ojos, con una mirada que solo debía ser lanzada a un enemigo.

—¡Por qué murieron! —dijo al no poder soportar más guardarse la información. Amaris perdió el habla, y por un instante la facultad de respirar—. Esta tarde —inspiró profundo, tranquilizando su agitado corazón— recibí un mensaje de parte de uno de mis amigos cercanos, informándome que el grupo que se adentró a la mazmorra había muerto...

—¿Frecsil iba con ellos?

—Sí.

—¿Nadie salió? —preguntó al reunir toda la fuerza que conservaba, amenazando con derrumbarse con el más mínimo toque.

—Nadie... Ni la mazmorra misma quedó en pie. Ya no existe nada en esa colina negra...

Se arrojó al abrazo de su hija, sollozando al notar la palidez de su piel, y la inanimada mirada. La sostuvo de las mejillas, rogando que le mirase.

—Hija mía, vuelve conmigo. Por favor...

—Ahora está en el salón de los héroes —dijo luego de un largo silencio, con un tono tan calmo que erizaba la piel—. Los dioses celebran en su honor, y los Ancestrales claman su nombre. —Se perdió en los ojos cafés de su padre, que lagrimeaban sin cansancio. Negó con la cabeza, instándola a callar, pero ella hizo lo mismo, en un acto tranquilizador, que no sirvió de nada. Alzó el rostro, observando el negro cielo de la noche, abierto y cubierto de estrellas—. Prometo en esencia y cuerpo que seré digna, lo alcanzaré, y me recibirá con una sonrisa. Brindaremos y recordaremos el pasado, y por siempre estaremos juntos... Padre, llévame de vuelta, hace frío.

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