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Desde Un Lugar Lejano

Capítulo Tres --- Desde Un Lugar Lejano.

Miro el trozo de papel y casi siento como su material se pega a mis largos dedos blancos. Suelto un suspiro. ¿Será de él? ¿Podré llamarlo? No. No debería hacerlo, eso no será necesario, él puede que no me conteste o haya cambiado de número después de muchos años.

Cierro mis ojos e imagino aquella vez en la que me defendió de aquel grupo de chiquillas tontas que montaban problemas en el salón.

Jarrieta movía su voluptuoso cuerpo por el lugar, había optado por colocarse un abrigo muy largo y negro que le tapaba completamente el cuerpo. Aquella prenda la hacía ver más rellena de lo que realmente es, una forma muy sosa de querer ocultar su cuerpo.

Entró al baño, se sacó la bincha del cabello y sus hermosos cabellos castaños claros caen sobre su rostro. Observa el espejo, mirando su nariz prendida de un rojo fuerte debido a la alergia que se ha montado esta mañana, su rostro tiene algunas espinillas y barros que le han provocado que su blanca piel se torne roja.

Pasa sus manos por la cara e intenta refrescarse con algo de agua, tan solo necesita hacerlo. Pero, es en vano. Varias risas entran por detrás de ella, un trío de chicas entra al baño de igual manera, con las faldas sobre las rodillas mostrando unas largas y estéticas piernas que sacuden a los chicos en las mañanas. Una de las chicas, de cabello castaño miel se posa frente al espejo de la izquierda, a cuatro pasos de Jarrieta.

Coloca su bolso sobre el mesón de mármol y saca de ahí un poco de maquillaje para retocarse un poco, la muchacha tiene el único deseo de mantener una increíble estampa que exhibir a los chicos de la secundaria.

—… Pues no, el vestido realmente le quedaba feo… —alcanzó a oír la chica solitaria a la última que entró.

La chica castaña, toma un pintalabios y pasa un poco de color carmesí por esa zona. Da un reojo a la chica de cuerpo ancho junto a su lado, dando una mirada de menosprecio para la figura que se carga.

—Sí, hay ciertas mujeres —guarda el pintalabios y lo sostiene en su delicada mano—, que realmente nada les queda bien.

La última chica que entró al baño, vuelve a intervenir con aire chistoso.

—Ay, Paola, no seas mala.

El grupo de chicas, cuchichean entre ellas y lanzan sonoras carcajadas, haciendo sentir incomoda a Jarrieta, que se toca el brazo con modestia.

La chica de ojos grandes, como los de un gato está aturdida, ella nunca tendría algo en mente que responder, siempre fue criada con la idea de que debe ser respetuosa y evitar los problemas. Lo malo es que no le enseñaron a dejar a las personas en su sitio y no dejarse pisotear.

La chica sacude su bella cabellera castaña de color miel y se posa frente a ella, con un movimiento seguro y coqueto, con una sonrisa que Jarrieta puede sentir como hipócrita y burlesca.

—Jarrieta, ¿no? —ella levanta la mirada por respeto, mientras no deja de quitar la mano de su brazo—. Habrá una fiesta este fin de semana, será de disfraces. Siempre he sido una persona muy amigable con todos. Puedes ir disfrazada o en tu caso…usar lo que mejor prefieras para sentirte cómoda —mueve el pintalabios en su mano y se lo extiende—… O en todo caso, darte una arregladita…—le extiende el labial a la chica de rostro blanco.

Jarrieta lo toma con oprobio e inseguridad. Aquella niña no le daba nada de seguridad.

—¿Y esto? —pregunta, mirando como aquella esquelética mano le pasa aquel pintalabios, mientras ella extiende su mano regordeta para atraparlo.

—Úsalo —recomienda, con una burlesca sonrisa—. Los chicos están atentos de que los sorprendamos.

Tal brutal payasada que ha soltado la chica deja en humores internos que no puede expresar. Es sabedora del mundo en el que vive, donde las chicas de bella y extensa cabellera, con un voluptuoso pecho y grandes nalgas impactan más a los chicos que una chica inteligente.

Sería lamentable que un hombre quedara sorprendido con tan exquisita belleza y terminar desalentado con tanta ignorancia encontrada en ella.

Jarrieta agradece, mientras sus fragancias quedan impregnadas en su nariz cuando se marchan entre carcajadas. Esa chica es Paola Otero, una jovencita que tan solo usa su inteligencia para combinar sus prendas de vestir y para sorprender chicos. Eso no quita que en un futuro tenga un destino brillante como modelo o maquillista profesional.

—¡Oh, Romel, querido! ¡Te has equivocado de baño! —escucha la voz de la castaña con sorna.

—No, venía por alguien…

—¿Te contaron de la fiesta que estamos organizando? —pregunta con cierto dejo de asco por el color de piel de Romel.

—Estaré ahí…

Jarrieta mira por el reflejo del espejo. Observa a un chico grande, de cabello exageradamente cortado, con sus orbes cafés atentos a la mirada coqueta de la chica, moviendo sus hombros anchos y la belleza de sus dientes blancos en contraste con su piel oscura.

Se voltea luego de escuchar los pasos de salida y lo admira, con las manos hacia atrás. Él, deja ver aquella frente tan brillante y amplia, con una cara redondeada. Su pasar es seguro y proporcionado, con las piernas abiertas y los hombros ensanchados.

—¿Te asustaste? —interroga, posando sus brazos sobre el mesón.

Jarrieta voltea la cara y trata de escapar de esos orbes oscuros que la atrapan con lentitud.

—No —niega, dando la espalda—, tan solo me sentí un poco…

—¿Incómoda? —pregunta, ella al escuchar la palabra correcta se voltea con lentitud y se planta frente a él—. No deberías sentir eso. Es normal.

Jarrieta había explotado en rubor cuando Romel le había confesado que no le gustaban las chicas de huesos cortos, que a él siempre le ha gustado de aquellas chicas 'diferentes'.

—Fui un tonto e irrespetuoso contigo —le toca con suavidad el hombro y la mueve frente al espejo. Se da a notar que alcanza a ver el labial en su mano y le toca con sus palmas calientes—. Aun así, eso no significa que yo mienta.

Jarrieta se mueve enseguida, acongojada.

—Puede pensar que mientes.

—¿Por qué lo haría?

Le mueve sus cabellos castaños y los suelta, le levanta la mano a la chica y esta se ve tentada a usar el labial rojo que le ha sido obsequiado.

—A veces, los chicos tenemos gustos diferentes.

Como si fuera las piezas de un domino, cae de nuevo sobre ese sillón floreado, con una eternidad que no se puede cambiar, doliendo en el fondo y el único remedio que pide su corazón, es pasar por aquello una vez más.

Toma el teléfono luego de haber tecleado el número mientras escucha el timbre de espera en su oído.

Se lo repite una y otra vez, de no poder continuar con aquella fuerza que ha sido fatal con los destinos. Aquella fuerza interna que ha errado en las decisiones más importantes. Ya lo he pensado mucho, hay besos que nacieron muertos y aún unos que agonizan.

Mi pecho es oscuro para mi corazón, encerrado en ese recoveco sin salida. Tengo miedo a no poder volver con él, de no poder salir a flote de esto. Caí a pedazos. Marchita igual que los pétalos de una rosa que antes era bella y húmeda.

—¿Hola? —llama desde el otro lado.

Se queda en silencio, mientras en el fondo tan solo se escucha un «hola» fuerte y seguro.

—¿Con quién hablo? —insiste la voz masculina al otro lado—. Acabo de salir de la ducha y tengo una toalla, esto no es bueno para mí.

Evito reírme para que no tome a mal; pero no ha cambiado, siempre como un comentario tonto a la orden del día.

Lo conozco, sé que esa voz fue la que ronroneo en mi cuello muchas noches en las que la soledad y la penumbra estuvieron presentes en nuestros abrazos que hoy puedo considerarlos muertos.

—Hola… —suelto, con la voz cortada y la garganta doliendo—. Soy yo.

Se escucha tan solo su respiración, tan pesada y si pudiera verlo, sentiría que se siente dolido ante mi voz ausente. Tan solo sirvió un simple saludo para que nuestra historia dejara de estar muerta.

Casi siento sus respiros que se apresuran a salir en silbidos suaves por sus gruesos labios. Deseo imaginarlo en mi mente en aquella forma tan descuidada que tiene para sentarse, con las piernas extendidas y mirando al suelo mientras sujeta el teléfono con su gran mano.

Él no contesta, tan solo escucho sus resoplidos e imagino un desierto ante mis llamados que no son atendidos.

—¿Hola? —insisto, con la voz un poco rasposa y tocada, aguantando las ganas de llorar—. ¿Puedes oírme?

—Sí —afirma luego de varios segundos—. Te escucho.

No puedo solo sentir su distancia y miles de kilómetros entre nosotros, también está el desapego entre ambos. Tengo tanto miedo, miedo de que me haga sentir inferior, de que con sus silencios me corte las alas.

—Después de tanto tiempo… —le menciono—…finalmente logro escuchar tu voz.

No quería que me escuche desdichada, pero no puedo evitarlo. Es imposible para mí no dejar de parecerlo, ante sus simples palabras puedo jurar a los cuatro vientos que él me desarma al desnudo.

—Pensé que estabas en una gira, promocionando tu libro.

Mi editorial me dio cerca de un mes para poder dedicarme completamente a mí. Empecé por una gira en las principales librerías, radios, televisión y entrevistas por todo el país, luego salí del país y recorrí cerca de once países. Regrese con suerte y ahora es mi tiempo de recuperarlo.

—Me he dado un tiempo —desplazo mi dedo índice temblante por el escritorio, acariciando todos los bordes y acabados, hasta llegar a un porta retrato—. Estoy justo aquí, en el lugar donde fuimos inexpertos y libres, el lugar donde nos tumbamos sobre el suelo a imaginar un futuro.

Parece que puedo escuchar una sonrisa en el fondo, una entrecortada y hasta irónica. Debe de estar dolido. Debe de estarlo. Yo lo estaría si él no hubiera dado el todo por mí.

—El lugar donde te esperé días y no volviste…

Es ahí que mi sonrisa cesa, cae y camina en la desolación de la pesadumbre. Ahí exactamente donde sé que no podré verlo más. Es verdad. El tiempo no lo cura todo.

—Lamento haberte roto el corazón —me disculpo, con varias lágrimas cayendo sobre mi rostro. No quiero darle motivos de hacerme ver miserable—. Soy consciente que el mundo se me fue abajo cuando me alejé de ti, supongo que también derrumbé el tuyo.

Vuelve a quedarse callado, a escuchar esos bufidos suaves cerca de la bocina del teléfono. Me callo y casi puedo sentir que si estuviera frente a mí, me dejaría hablando sola. Esas heridas son las incurables.

—¿Volviste a aquel lugar que era nuestra casa? —acentúa la penúltima palabra—. Debo de haber olvidado como la dejamos. Cuando salí de ahí, prometí volver cuando le haya encontrado sentido a mi vida.

Me pongo de pie, luego de haber pasado mi mano sudada por mi blusa para secarla. Muevo mis pies despacio, desplazándome por la sala hasta llegar a un reloj de piso que marca las dos de la tarde.

—No ha cambiado mucho, en realidad nada en esta ciudad ha cambiado.

Él suelta una risa y con la mayor sinceridad me declara.

—En esa ciudad ya no estamos nosotros, eso es un gran cambio. —Qué manera tan deprimente de sentirme añicos. Es real. A veces solo el amor puede herir de esta forma.

Se han roto mil cosas que no queremos arreglar. Quiero encontrarlo, en otro lugar o en otra vida. Quiero verlo, tocarlo, palparlo, pero sé que él no querrá. Me duele esta soledad. El dinero y la fama no trae el amor y la paz.

—Me tengo que ir —suelta, con una voz que desea cortar la charla de inmediato, ansioso de regresar a sus ocupaciones—. Tengo una práctica y ya voy retrasado. Hablamos.

Me olvido del remordimiento del miedo y de las cosas que me he tragado. Dolida y queriendo envejecer solo con él. Pero antes de que pueda detenerlo y decirle unas cuantas cosas, me cuelga.

—Tengo la seguridad que por lo menos te llamé para arreglar lo nuestro…—musito, mientras el sonido del teléfono es mi única compañía.

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