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Capítulo XVI

Capítulo XVI

DONDE SE TRATA DE LA EXCELENCIA DE LOS TABACOS DE PERSIA Y DEL ASIA MENOR

El Cáucaso forma aquella parte de la Rusia meridional, compuesta de elevadas montañas y de llanos inmensos, cuyo sistema orográfico se dibuja de Oeste a Este, con una longitud de trescientos cincuenta kilómetros al Norte se extienden las comarcas de los cosacos del Don, el gobierno de Stavropol, con las estepas de los calmucos y de los nogais nómadas; al Sur, los gobiernos de Tiflis, capital de Georgia; de Kutais, Bakú, Elisabethpol y Eriván; después las provincias de Mingrelia, Imeretria, Abasia y Guriel. Al Oeste del Cáucaso está el mar Negro; al Este, el mar Caspio.

Toda la comarca situada al Sur de la principal cadena del Cáucaso se denomina Transcaucasia, y no hay más fronteras que las de Turquía y Persia, que enlazan en el monte Ararat, donde, según la Biblia, el arca de Noé atracó después del diluvio. Son numerosas las tribus que habitan o recorren aquella importante región. Pertenecen a las razas kartevel, armenia, circasiana, chechena y lesguiana. En el Norte hay calmucos, tártaros de raza mongólica; en el Sur se encuentran tártaros de raza turca, curdos y cosacos.

Si hay que creer a los sabios más competentes en semejante materia, de aquella comarca medio europea, medio asiática, es de donde ha salido la raza blanca que puebla hoy Asia y Europa. Por eso le han dado el nombre de raza caucásica.

Tres importantes vías de comunicación atraviesan aquella enorme barrera que dominan las cimas de Kasbiek, a cuatro mil ochocientos metros (altura del Mont Blanc), y del Elbruz, a cinco mil seiscientos metros.

El primero de aquellos caminos, de doble importancia estratégica y comercial, va de Taman a Poti, a lo largo del litoral del mar Negro; el segundo, de Mosdok a Tiflis, pasando por la garganta del Darial; y el

tercero de Kizliar a Bakú, por Derbend.

Es necesario no olvidar que de estos tres caminos, Kerabán, de acuerdo con su sobrino Ahmet, debía tomar el primero. ¿Para qué aventurarse en el dédalo caucásico, exponiéndose a dificultades y tardanzas? Un camino se extiende hasta el puerto de Poti, y ni pueblos ni aldeas faltan en el litoral del mar Negro.

Existían los ferrocarriles de Rostov a Vladicáucaso y de Tiflis a Poti, que hubiese sido posible utilizar sucesivamente, ya que ambas líneas apenas se hallan separadas por una distancia de cien verstas; pero Ahmet evitó astutamente el proponer aquel medio de locomoción, al que su tío había hecho tan mala acogida cuando se trató de los trenes de la Táurida y del Quersoneso.

Todo estaba bien convenido; el carruaje, la indestructible carroza, a la que solamente se hicieron algunas reparaciones poco importantes, abandonó el pueblo de Kajewskaia en la mañana del 7 de setiembre, y se dirigió por el camino del litoral. Ahmet estaba resuelto a marchar con la mayor rapidez posible. Veinticuatro días les quedaban todavía para acabar su itinerario y llegar a Scutari en el plazo fijado. En aquel punto, su tío estaba conforme con él. Sin duda, Van Mitten hubiese preferido viajar a su gusto, recoger impresiones más duraderas, y no verse en la necesidad de llegar en un día determinado; pero no se le consultaba. No era sino un convidado a comer en casa de su amigo Kerabán, a cuyo efecto se le conducía a Scutari; ¿qué más podía pedir?

Sin embargo, Bruno, por deber de conciencia, en el momento de aventurarse en la Rusia caucásica creyó conveniente hacerle algunas observaciones. El holandés, después de haberle escuchado, le mandó concluir.

—Pues bien, señor —dijo Bruno—; ¿por qué no abandonamos al señor Kerabán y al señor Ahmet, y que corran los dos solos, sin tregua ni descanso, a lo largo de ese mar Negro?

—¡Dejarlos, Bruno! —exclamó Van Mitten.

—Dejarlos, sí, señor; dejarlos, después de desearles buen viaje.

—¿Y quedarnos aquí…?

—Sí, quedarnos aquí, con el fin de visitar tranquilamente el Cáucaso, puesto que nuestra mala estrella nos ha conducido aquí. Después de todo, estaremos aquí mejor que en Constantinopla, al abrigo de las reclamaciones de la señora Van…

—No pronuncies ese nombre, Bruno.

—No lo pronunciaré, señor, por no desagradaros… Pero únicamente a ella debemos el habernos metido en semejante aventura. Correr día y noche en carruaje, verse expuesto a hundirse en los pantanos o tostarse en provincias en combustión, francamente es demasiado, y pasa de demasiado. Os propongo que no discutáis eso con el señor Kerabán (en lo que estaréis conforme), pero que le dejéis partir, previniéndole, con una amable sonrisa, que ya le encontraréis en Constantinopla a vuestro regreso.

—Esto no es conveniente —respondió Van Mitten.

—Pero sería prudente —replicó Bruno.

—¿Estás decidido?

—Completamente decidido, y, por otra parte (no sé si os habréis dado cuenta), empiezo a adelgazar.

���¡No mucho, Bruno, no mucho!

—Sí, yo mismo lo siento; y si continuara con el mismo régimen, llegaría muy pronto al estado de esqueleto.

—¿Te has pesado, Bruno?

—Quise pesarme en Kerch —respondió Bruno—, pero sólo encontré un pesacartas…

—¿Y no fue suficiente? —respondió, riéndose, Van Mitten.

—No, señor —respondió gravemente Bruno—; pero dentro de poco será suficiente para pesar a vuestro servidor. ¡Vamos, dejemos al señor Kerabán continuar su camino!

En verdad aquella manera de viajar no gustaba a Van Mitten, buen hombre, de carácter apacible, y que no se apresuraba por nada. Pero el pensamiento de disgustar a su amigo Kerabán, abandonándole, le fue tan desagradable, que rehusó solemnemente.

—No, Bruno, no —dijo—; estoy convidado y…

—Un convidado —exclamó Bruno—, un convidado al que se le obliga a andar seiscientas leguas en vez de una.

—¡No importa!

—Permitidme deciros que no tenéis raz��n, señor —replicó Bruno—. Os lo repito por décima vez. ¡No estamos todavía al final de nuestras miserias, y tengo el presentimiento de que vos, tal vez más que nosotros, tendréis vuestra buena parte!

¿Llegarían a realizarse los presentimientos de Bruno? El porvenir se lo demostraría. Sea como fuese, con prevenir a su amo había cumplido su deber de fiel servidor, y, puesto que Van Mitten estaba resuelto a continuar aquel viaje, tan absurdo como incómodo, no tenía que hacer más que seguirle.

Aquel camino del litoral sigue casi invariablemente los contornos del mar Negro. Si se aleja algunas veces, por evitar un obstáculo del terreno o dejar atrás algún pueblo, sólo es por algunas verstas. Las últimas ramificaciones de la cadena del Cáucaso, que corta así paralelamente la costa, vienen a morir en los confines de aquellas poco frecuentadas riberas. En el horizonte, hacia el Este, se dibuja, como un ariete de dientes desiguales que muerden el cielo, aquélla eternamente nevada cordillera.

A la una de la tarde empezaron a costear la pequeña bahía de Zemas, a siete leguas de Kajewkaia, con el fin de llegar, ocho leguas más allá, a la localidad de Gieliendyk.

Aquellos pueblos, como puede verse, están poco alejados los unos de los otros.

En el litoral de los distritos del mar Negro se encuentran, poco más o menos, a la distancia indicada; pero fuera de aquellos grupos de viviendas, menos importantes algunas veces que un pueblecillo o un caserío, el país

se convierte casi en un desierto, y el comercio se efectúa la mayor parte de las veces por embarcaciones de cabotaje.

Aquella faja de tierra, entre el pie de la montaña y el mar, es de agradable aspecto. Aquella tierra sustenta multitud de árboles de diversas especies: grupos de robles, tilos, nogales, castaños, plátanos, donde los caprichosos sarmientos de la vid silvestre se entrelazan como las lianas de un bosque tropical. Sobre todo esto, ruiseñores y currucas salen jugueteando de los campos de azelias, que solamente la Naturaleza ha sembrado sobre aquellos fértiles terrenos.

Hacia el mediodía, los viajeros encontraron una tribu completa de calmucos nómadas, o sea, de los que se han dividido en ulusers, comprendiendo muchos khotones, son verdaderos pueblos ambulantes, compuestos de cierto número de kibitkas o tiendas, que permiten situarse en cualquier sitio, ya sea en la estepa, ya en los verdes prados de los valles, ya en las orillas de algún río, a voluntad de los jefes. Se sabe que aquellos calmucos son de origen mongólico.

En las regiones caucásicas eran antes muy numerosos; pero las exigencias de la administración rusa, por no decir sus vejaciones, han provocado una numerosa emigración a Asia.

Los calmucos han conservado costumbres aparte y un traje especial. Van Mitten anotó en su agenda que los hombres llevaban un ancho pantalón, botas marroquíes, una khalat, especie de bata muy ancha, y un bonete cuadrado rodeado de una banda de tela forrada de piel de camero. El traje para las mujeres es, sobre poco más o menos, el mismo, excepto el cinturón, y además un gorro, del cual salen trenzas de cabellos, adornadas de cintas de color. En cuanto a los niños, van casi desnudos, y en el invierno, para calentarse, se agazapan en el atrio de la kibitka, durmiendo sobre las cenizas calientes.

Pequeños de estatura, pero robustos, excelentes jinetes, vivos, hábiles, astutos, alimentados con un poco de sopa de harina cocida en agua con pedazos de carne de caballo, son, sin embargo, borrachos, ladrones, ignorantes hasta el punto de no saber leer, supersticiosos en exceso, jugadores incorregibles; tales son aquellos nómadas que recorren incesantemente las estepas del Cáucaso. El carruaje atravesó uno de sus khotones, sin causar casi ninguna admiración. Apenas se molestaron para mirar a aquellos viajeros, de los cuales, uno por lo menos, los observaba

con atención. Quizá arrojaran envidiosas miradas a aquel rápido tren que galopaba sobre el camino. Pero, felizmente para Kerabán, permanecieron tranquilos. Los caballos pudieron llegar al próximo relevo sin inconveniente alguno.

El carruaje, después de haber costeado la bahía de Zemas, encontró un camino estrechamente abierto entre los primeros contrafuertes de la cadena y el litoral; pero, más allá, aquel camino se ensanchaba sensiblemente, y llegaba a ser algo más practicable.

A las ocho de la noche llegaban al pueblo de Gieliendyle. Relevaban, comían, y a las nueve volvían a partir, corriendo toda la noche bajo un cielo a veces nublado, a veces estrellado, y al ruido de la resaca de una costa azotada por los temporales de equinoccio; al día siguiente, a las siete de la mañana, llegaban al pueblo de Berejowaia; al mediodía al de Dsubga; a las seis de la tarde al pueblo de Tenjinsk; a medianoche, al de Nebugsk; a la mañana siguiente, a las ocho, llegaban al pueblo de Golovinsk; a las once, al de Lachowsk, y dos horas después, al de Ducha.

Ahmet hubiera hecho muy mal en quejarse. El viaje tenía lugar sin accidentes, lo que le agradaba mucho, pero sin incidentes, lo que no dejaba de disgustar a Van Mitten. Su libro de memorias no se llenaba más que de fastidiosos nombres geográficos. Ni un dato nuevo, ni una impresión digna de ser anotada para el porvenir.

En Ducha, la carroza hubo de detenerse dos horas, mientras que el maestro de postas iba por sus caballos, que se hallaban pastando.

—Pues bien —dijo Kerabán—, comamos tan confortablemente, y tanto, como lo permitan las circunstancias.

—Sí, comamos —respondió Van Mitten.

—¡Y comamos bien, si es posible! —murmuró Bruno mirando su enflaquecido vientre.

—Tal vez esta parada —repuso el holandés— pueda proporcionamos algo imprevisto, y hacer menos monótono nuestro viaje, como ha sucedido hasta aquí. ¡Creo que nuestro joven amigo nos permitirá respirar…!

—Hasta la llegada de los caballos —respondió Ahmet—. Estamos ya en el

noveno día del mes.

—¡He aquí una respuesta como las que a mí me gustan! —replicó

Kerabán—. ¡Veamos lo que hay de comer!

La posada de Ducha no pasaba de ser una medianía en su género, situada en la pequeña ribera del Dsimta, que desciende torrencialmente de los contrafuertes cercanos.

Aquel pueblo se parecía mucho a las aldeas cosacas, que llevan el nombre de stamisti, con empalizadas y puertas, dominadas por una torrecilla cuadrada, donde los centinelas vigilan noche y día. Las casas, de altos techos de paja, con paredes de madera y arcilla, abrigadas a la sombra de hermosos árboles, alojan a una población, si no desahogada, por lo menos de una posición superior a la indígena.

Por otra parte, los cosacos han perdido casi por completo sus caracteres peculiares, a causa del incesante contacto con los oriundos de la Rusia oriental. Pero, lo mismo que antes, son bravos, hábiles, vigilantes, guardianes excelentes para las líneas militares confiadas a su cargo, y pasan, con razón, por los primeros jinetes del mundo, tanto al perseguir a los montañeses, cuya rebelión se halla en estado crónico, como durante las justas o torneos, donde se muestran jinetes de primer orden.

Aquellos indígenas pertenecen a una buena raza, conocida por su elegancia, por la belleza de sus formas, pero no por su traje, que se confunde casi con el del montañés caucásico. Sin embargo, bajo el alto casquete de piel, es fácil encontrar las enérgicas facciones, que una espesa barba cubre hasta los pómulos.

Cuando Kerabán, Ahmet y Van Mitten se sentaron a la mesa de la posada, les sirvieron una comida cuyos elementos habían sido adquiridos en el dukhan próximo, especie de tienda portátil en donde el salchichero, el carnicero y el especiero se confunden a menudo, actuando en una sola industria. Les dieron pavo asado, uno de esos pasteles de harina de maíz, salpicado de pedacitos de queso de búfalo, denominados gatschapuri, el inevitable plato nacional, el blini, especie de torta hecha de leche ácida; después, para bebida, algunas botellas de cerveza muy espesa, y frascos de vodka, aguardiente muy fuerte del que los rusos hacen un increíble consumo.

Francamente, no se podía erigir más de aquella pequeña posada perdida en los últimos confines del mar Negro, y, con buen apetito, los convidados hicieron honor a aquella comida, tan distinta de cuanto componía sus provisiones de viaje.

Acabada la comida, Ahmet abandonó la mesa, mientras Bruno y Nizib se entretenían con su parte de pavo y las tortas nacionales. Siguiendo su costumbre, fue al relevo con el fin de apresurar la llegada de los caballos, decidido a decuplicar, si era necesario, los cinco copecs por verstas y por caballo que los reglamentos conceden a los maestros de postas, eso sin contar con las propinas a los postillones.

Mientras le aguardaban, Kerabán y su amigo Van Mitten se situaron en una especie de verde glorieta, donde el río bañaba a intervalos las musgosas estacas de la orilla. Aquélla era la ocasión para entregarse al dolce far niente de aquel delicioso sueño al que los orientales dan el nombre de kef.

Además, el uso de los narguiles era preciso, como complemento de una comida tan digna de ser convenientemente digerida. Así es que las dos pipas fueron sacadas del carruaje y llevadas a los fumadores, que se acordaban con gusto de las dulzuras de aquel pasatiempo, al que debían su fortuna.

Llenaron de tabaco el depósito de los narguiles. Si Kerabán hizo rellenar el suyo de tombeki, de origen persa, siguiendo su invariable costumbre, Van Mitten, por no perder la suya, lo hizo con latakié del Asia Menor.

Después, los pequeños hornillos se encendieron: los fumadores se extendieron en un banco, el uno cerca del otro; el largo tubo, rodeado de un filete dorado y terminado por una boquilla de ámbar del Báltico, encontró sitio entre los labios de ambos amigos.

Bien pronto la atmósfera quedó saturada de aquel oloroso humo, que no llegaba a la boca sin haber sido antes refrescado por el agua limpia del narguile.

Durante algunos instantes, Kerabán y Van Mitten, entregados por completo a ese inefable gozo que procura el narguile, preferible al chibuquí y al cigarro, permanecieron silenciosos, con los ojos entornados, y fija su indecisa mirada en aquellas volutas de humo que formaban un edredón

aéreo.

—¡Ah! ¡He aquí la verdadera y pura voluptuosidad! —dijo Kerabán—. ¡No existe nada mejor, para pasar una hora, que sostener una agradable conversación con el narguile!

—¡Conversación sin discusiones —respondió Van Mitten—, y muy agradable!

—También —replicó Kerabán—, como siempre, el Gobierno turco ha estado mal aconsejado imponiendo una contribución al tabaco, que aumenta diez veces su precio. ¡Gracias a esta estúpida idea, el uso del narguile tiende a desaparecer!

—¡Sería una lástima, en efecto, amigo Kerabán! —exclamó el holandés.

—En cuanto a mí, amigo Van Mitten, tengo tal predilección por el tabaco, que preferiría la muerte a renunciar a él. ¡Sí, morir! ¡Y si hubiera vivido en tiempos de Amurates IV, aquel déspota que quiso prohibir su uso bajo pena de muerte, hubieran visto rodar mi cabeza con la pipa en los labios!

—Pienso como vos, amigo Kerabán —respondió el holandés, lanzando tres bocanadas de humo.

—¡No tan de prisa, Van Mitten, por favor, no aspiréis tan de prisa! No tenéis tiempo de saborear el humo y me hacéis el efecto de un glotón que se traga la comida sin masticarla.

—Tenéis siempre razón, amigo Kerabán —respondió Van Mitten, que por nada del mundo hubiera querido turbar aquel dulce reposo con los efectos de una discusión.

—¡Siempre la tengo, amigo Van Mitten!

—Lo que me extraña verdaderamente, amigo Kerabán, es que nosotros, negociantes en tabacos, experimentemos tanto placer utilizando nuestra propia mercancía.

—¿Y por qué no? —preguntó Kerabán, que siempre estaba alerta.

—Porque si los pasteleros se cansan de los pasteles, y los confiteros de las confituras que fabrican; me parece que un negociante en tabacos

debería sentir horror al…

—Una observación, Van Mitten —respondió Kerabán—, una sola, os lo ruego.

—¿Cuál?

—¿Habéis oído alguna vez que a un comerciante en vinos no le gusten los vinos que fabrica?

—¡Ciertamente que no!

—Pues bien, comerciante de vino o comerciante de tabacos es exactamente lo mismo.

—Sea —repuso el holandés—. La explicación que me habéis dado me parece excelente.

—Pero —repuso Kerabán—, puesto que parece que buscáis disputa sobre ese punto…

—Yo no busco disputa, amigo Kerabán —respondió vivamente Van Mitten.

—¡Sí!

—¡No, os lo aseguro!

—En fin, puesto que me hacéis una observación algo agresiva respecto a mi gusto por el tabaco…

—Creed que…

—Sí…, sí… —respondió Kerabán, animándose—. Sé comprender las insinuaciones.

—No hay la menor insinuación por mi parte —respondió Van Mitten, que sin saber por qué (quizá por la influencia de la buena comida que acaba de hacer), comenzaba a impacientarse de aquella insistencia.

—¡Ah! —replicó Kerabán—, y a mi vez os voy a hacer una observación.

—¡Hacedla, pues!

—No comprendo, no puedo comprender por qué os permitís fumar latakié

en un narguile. Es una falta de gusto, indigna de un fumador.

—Pero me parece que estoy en mi derecho —respondió Van Mitten—, puesto que prefiero el del Asia Menor…

—¡El Asia Menor, verdaderamente! ¡El Asia Menor está muy lejos de valer lo que Persia, tratándose de tabaco para fumar!

—¡Eso, según!

—El tombeki, aun después de haber sufrido un doble lavado, posee todavía propiedades activas, infinitamente superiores a las del latakié.

—Lo creo —exclamó el holandés—. Tiene propiedades activas debido a la presencia de la belladona.

��¡La belladona, en proporciones convenientes, no hace más que aumentar las cualidades del tabaco…!

—Para las personas que quieren envenenarse tranquilamente —dijo Van

Mitten.

—¡No es un veneno!

—¡Lo es, y de los más enérgicos!

—Entonces estoy muerto —exclamó Kerabán, que en el interés de la conversación se tragó toda una bocanada de humo.

—¡No, pero moriréis!

—Pues bien, a la hora de mi muerte —repitió Kerabán, cuya voz tomó una intensidad inquieta—, sostendría que el tombeki es preferible a ese heno seco al que llaman latakié.

—¡Es imposible dejar pasar sin protesta semejante error! —dijo Van Mitten.

—¡Pasará, sin embargo!

—¡Y osáis decir eso a un hombre que durante veinte años ha comprado tabacos!

—¡Y osáis sostener lo contrario a un hombre que durante treinta años los ha vendido!

—¡Veinte años!

—¡Treinta años!

En aquella nueva fase de la discusión, los dos contradictores se volvieron al mismo tiempo. Pero mientras gesticulaban con viveza, las boquillas se salieron de entre los labios y los tubos cayeron al suelo. Al momento, los dos los recogieron y continuaron su disputa, hasta el punto de llegar a las exclamaciones más desagradables.

—Decididamente, Van Mitten —dijo Kerabán—, sois el más rematado testarudo que conozco.

—¡Después de vos, Kerabán, después de vos!

—¿Yo?

—¡Vos! —exclamó el holandés, que no se quedaba atrás—. ¡Mirad el humo del latakié, que sale de entre mis labios!

—¡Y vos —repuso Kerabán—, el humo del tombeki, que arrojo como una olorosa nube!

Y los dos aspiraron por la boquilla de ámbar, con toda la fuerza de sus pulmones, arrojándose ambos el humo a la cara.

—¡Sentís —decía el uno— el olor de mi tabaco!

—¡Sentís —decía el otro— el del mío!

—Yo os obligaré a confesar —dijo al fin Van Mitten— que tocante a tabacos no conoc��is nada.

—¡Y vos —replicó Kerabán—, que estáis por debajo del peor fumador! Entonces los dos hablaron tan alto, bajo la impresión de la cólera, que

desde fuera se les oía. Verdaderamente habían llegado casi a insultarse.

Pero en aquel momento apareció Ahmet. Bruno y Nizib, atraídos por el ruido, le seguían. Los tres se detuvieron en la entrada de la glorieta.

—¡Toma! —exclamó Ahmet riéndose a carcajadas—; mi tío Kerabán está fumando en el narguile del señor Van Mitten, y éste está fumando en el de mi tío.

Bruno y Nizib le hicieron coro.

En efecto, al recoger las boquillas, los dos contradictores se habían equivocado, y habían cogido el tubo el uno del otro, lo que hacía que, sin apercibirlo, y continuando proclamando las cualidades de su tabaco predilecto, Kerabán fumaba latakié, mientras que Van Mitten fumaba tombeki.

Verdaderamente no pudieron menos de reírse, y finalmente se dieron la mano como dos amigos, a los que una discusión, aun sobre un punto tan grave, no alteraba su amistad.

—Los caballos están en el carruaje —dijo entonces Ahmet—. No tenemos más que partir.

—Partamos, pues —respondió Kerabán.

Van Mitten y él entregaron a Bruno y a Nizib los dos narguiles, transformados en armas de guerra, y todos se colocaron en el vehículo.

Pero, al subir, Kerabán no pudo menos de decir muy bajo a su amigo:

—Puesto que lo habéis probado, Van Mitten, confesad que el tombeki es superior al latakié.

—¡Lo confieso! —respondió el holandés, que se pavoneaba de haber tenido una grave discusión con su amigo.

—Gracias, amigo Van Mitten —respondió Kerabán, emocionado por tanta condescendencia y por una confesión que no olvidaría jamás.

De nuevo los dos amigos pactaron con un vigoroso apretón de manos, nueva prueba de amistad que no debía romperse nunca.

Sin embargo, el carruaje, arrastrado por el galope de los caballos, rodaba con rapidez sobre el camino del litoral.

A las ocho de la noche llegaron a la frontera de Abasia, y los viajeros hicieron alto en el relevo de postas, donde durmieron hasta la mañana siguiente.

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