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EL OSCURO DESIGNIO (34)

Cada día, antes del amanecer, el Minerva despegaba para un vuelo de entrenamiento. A veces permanecía en el aire hasta la una del mediodía. A veces no descendía hasta el atardecer. Durante la primera semana, Jill fue el único piloto. Luego cedió su puesto a cada uno de los pilotos que se estaban entrenando, y los oficiales de control de la góndola tomaron por turno los controles.

Barry Thorn no entró en el dirigible hasta cuatro semanas después de que se iniciaran los entrenamientos aéreos. Jill insistió en que acudiera primero a la formación en tierra. Aunque tenía experiencia, no había estado en una aeronave desde hacía treinta y dos años, y cabía suponer que había olvidado mucho. Thorn no objetó nada.

Lo observó atentamente mientras permanecía en el asiento del piloto. Fuera lo que fuese lo que Piscator sospechase de él, Thorn manejaba el aparato como si lo hubiera

estado haciendo durante toda su vida. Se mostró igualmente competente en la navegación y en la simulación de emergencias que formaban parte del entrenamiento.

Jill se sintió decepcionada. Había esperado que no fuera todo lo que proclamaba ser. Ahora sabía que estaba hecho de la pasta con que se hacen los capitanes.

Thorn, sin embargo, era un hombre extraño. Parecía congeniar con todo el mundo, y apreciaba las bromas como el que más. Pero él nunca hacía ninguna, y era tremendamente reservado fuera de las horas de servicio. Aunque ocupaba una cabaña a tan sólo veinte metros de la de Jill, nunca había entrado en la de ella o la había invitado a pasar a la suya. En un cierto sentido, esto era un alivio para Jill, pues así no tenía que preocuparse de ningún avance por parte de él. Como sea que no había hecho ningún esfuerzo para conseguir que alguna mujer se trasladara a vivir con él, era probable que fuese homosexual. Pero tampoco parecía interesado, ni sexualmente ni de ningún otro modo, en su propio sexo. Era un solitario, aunque, cuando quería, sabía abrirse y ser realmente encantador. Luego, bruscamente, su personalidad volvía a cerrarse como un puño, y convertirse en una pálida neutralidad, casi una estatua viviente.

Toda la tripulación potencial del Parseval estaba sometida a intensa vigilancia. Todos debían someterse a frecuentes tests psicológicos de estabilidad. Thorn pasó tanto las observaciones como los tests como si los hubiera hecho él mismo.

El que sea un poco extraño en su comportamiento social no quiere decir que no tenga que ser un aeronauta de primera clase dijo Firebrass. Es lo que hace un hombre cuando está allá arriba lo que cuenta.

Firebrass y de Bergerac probaron ser pilotos de dirigible innatos. Esto no era sorprendente en el caso del americano, puesto que tenía a sus espaldas muchas horas de vuelo en aviones a chorro, helicópteros y naves espaciales. El francés, sin embargo, procedía de un tiempo en el que ni siquiera existían los globos, aunque sí habían sido imaginados. Los utensilios mecánicos más complicados que había manejado en su vida habían sido el arcabuz de mecha, la llave giratoria del fusil de pedernal, y las pistolas de chispa. Había sido demasiado pobre como para permitirse un reloj, al que en cualquier caso no hubiera podido hacer otra cosa que darle cuerda.

Sin embargo absorbió rápidamente la instrucción en tierra y el vuelo en el aire, sin mostrar demasiados problemas con la asimilación de las necesarias matemáticas.

Firebrass era muy bueno, pero de Bergerac era el mejor piloto de todos. Jill tuvo que admitirlo reluctantemente a sí misma. Los reacciones del francés y su buen criterio en todas ocasiones tenían la rapidez de una computadora.

Otro candidato sorprendente era John de Greystock. Aquel barón medieval se había presentado voluntario para formar parte de la tripulación del Minerva cuando este atacara al Rex.

Jill se había mostrado escéptica acerca de la habilidad en adaptarse al vuelo aéreo. Pero tras tres meses de vuelo, fue considerado tanto por Firebrass como por Gulbirra como el mejor cualificado para mandar la nave. Era juicioso en el combate, astuto, y sorprendentemente valeroso. Y odiaba al Rey Juan. Habiendo sido herido y arrojado por la borda por los hombres de Juan cuando el No Se Alquila fue capturado, ansiaba la venganza.

Jill había llegado a Parolando a finales del mes llamado dektria (decimotercero). Parolando había adoptado un calendario de trece meses puesto que el planeta no tenía ni estaciones ni luna. No había ninguna razón excepto el sentimentalismo para mantener un año de 365 días, pero el sentimentalismo era una buena razón pese a todo. Cada mes estaba formado por cuatro semanas de siete días, veintiocho días en total. Puesto que doce meses eran solo 336 días, se le había añadido un mes extra. Esto daba como resultado un día extra, que era denominado generalmente la Víspera del Nuevo Año, el Ultimo Día, o el Día de los Locos. Jill había tomado tierra tres días antes de éste en el año

31 después de la Resurrección.

Ahora era el mes de enero del año 33, y aunque los trabajos en la gran aeronave ya se habían iniciado, pasaría aún casi otro año antes de que estuviera lista para el vuelo polar. Esto era parcialmente debido a las grandiosas ideas de Firebrass, que habían ocasionado numerosas revisiones de los planos originales.

Por aquel entonces la tripulación ya había sido elegida, pero la repartición de la oficialidad aún no había quedado determinada. De hecho, la lista estaba casi definitivamente cerrada... excepto los puestos de primer y segundo oficiales. Uno correspondería a Thorn y el otro a ella. Esto no le había causado mucha ansiedad excepto en sus sueños, puesto que a Thorn no parecía importarle la posición que le correspondiera.

Aquel viernes de enero o Primer Mes, Jill se sentía feliz. Los trabajos en el Parseval estaban yendo tan bien que decidió marcharse pronto. Tomó su caña de pescar y se dirigió a pescar el «cacho» en el pequeño lago cercano a su cabaña. Mientras subía la primera de las colinas, vio a Piscator. El también llevaba sus avíos de pescar y un cesto de mimbre.

Lo llamó, y él se volvió pero no le ofreció su habitual sonrisa de saludo.

Parece como si hubiera algo que te preocupara dijo ella.

Lo hay, pero no es un problema mío, excepto en que se refiere a alguien que me gustaría pensar que es mi amigo.

No estás obligado a decírmelo murmuró ella.

Creo que debo hacerlo. Se refiere a ti. Jill se detuvo.

¿De qué se trata?

Acabo de saber por Firebrass que los tests de evaluación psicológica no están terminados. Falta todavía uno, y todos los tripulantes deberán someterse a él.

¿Es algo por lo que yo deba preocuparme? Él asintió.

El test implica hipnosis profunda. Está diseñado para descubrir cualquier residuo de inestabilidad que los anteriores tests puedan haber pasado por alto.

Sí, pero yo... Jill se detuvo de nuevo.

Me temo que eso pueda poner al descubierto estas... alucinaciones que has sufrido de tanto en tanto.

Ella se sintió desfallecer. Por un momento, el mundo a su alrededor pareció desvanecerse. Piscator la sujetó del brazo para sostenerla.

Lo siento, pero creí que era mejor que estuvieras preparada. Ella se soltó y dijo:

Estoy bien. Y luego: ¡Maldita sea! ¡No he tenido problemas con ellas desde hace ocho meses! No he tomado goma de los sueños desde aquella vez en que me encontraste en la cabaña, y estoy segura de que los efectos residuales han desaparecido. Además, nunca he tenido esas alucinaciones excepto a última hora de la noche, cuando estoy en casa. No creerás realmente que Firebrass me eliminaría, ¿verdad? ¡No tiene ninguna razón para hacerlo!

No lo sé dijo Piscator. Quizá la hipnosis no consiga poner al descubierto esos ataques. En cualquier caso, si me perdonas por intentar influenciarte, creo que lo que deberías hacer es acudir a Firebrass y explicarle tus trastornos. Y hacerlo antes de que se realicen los tests.

¿Qué bien puede hacerme eso?

Si descubre que has estado ocultándole algo, probablemente te echará de inmediato. Pero si eres sincera, y se lo confiesas antes de que el test sea anunciado oficialmente, puede que escuche su versión de los hechos. Yo tampoco creo que representes ningún peligro para la seguridad de la nave. Pero mi opinión no cuenta.

¡No pienso suplicarle!

Eso tampoco influenciaría... excepto negativamente.

Ella inspiró profundamente y miró a su alrededor, como si pudiera haber por allí alguna ruta de escape hacia otro mundo cercano. Había estado tan segura, tan feliz hacía sólo un momento.

Muy bien. No sirve de nada dejarlo para mañana.

Eso es valiente dijo él. Y con sentido común. Te deseo suerte.

Te veré más tarde dijo ella, y se alejó, las mandíbulas encajadas.

Sin embargo, cuando hubo subido las escaleras hasta el segundo piso, donde estaban las dependencias de Firebrass, respiraba pesadamente, no por una mala condición física sino por su ansiedad.

La secretaria de Firebrass le dijo que se había ido a sus alojamientos. Jill se sintió sorprendida, pero no le preguntó a Agatha por qué había abandonado tan pronto el trabajo. Quizá él también deseara relajarse un poco.

La puerta de su apartamento estaba en mitad del piso de abajo. Ante ella estaba de guardia la escolta que normalmente lo acompañaba. Los intentos de asesinato en los últimos seis meses habían hecho eso necesario. Los asesinos potenciales habían resultado muertos en el intento, y así no habían podido proporcionar ninguna información. Nadie lo sabía seguro, pero se creía que el gobernante de un estado hostil Río abajo había enviado a ambos hombres. Jamás había ocultado su deseo de apoderarse de la riqueza mineral de Parolando y de sus maravillosas máquinas y armas. Era posible que esperara que, si eliminaba a Firebrass, sería capaz de invadir Parolando. Pero todo eso era una especulación de Firebrass.

Jill se dirigió hacia el subteniente que mandaba a los cuatro hombres bien armados.

Deseo hablar con el jefe.

El subteniente, Smithers, dijo:

Lo siento. Tengo órdenes de que no se le moleste.

¿Por qué no?

Smithers la miró de una forma curiosa.

No lo sé, señor.

La irritación hizo que Jill olvidara sus miedos.

¡Supongo que debe haber una mujer ahí!

No, ni es asunto suyo, señor dijo el subteniente. Luego sonrió maliciosamente.

Tiene un visitante dijo. Un recién llegado llamado Fritz Stern. Acaba de llegar hace apenas una hora. Es alemán y, por lo que he oído, un genio en zepelines. Le he oído decirle al capitán que era comandante de la NDELAG, signifique lo que signifique eso. Pero lleva más horas de vuelo que usted. Jill tuvo que contenerse para no hundirle los dientes de un puñetazo. Sabía que nunca le había caído bien a Smithers, y sin duda gozaba hurgando en sus heridas.

NDELAG dijo, odiándose a sí misma porque su voz estaba temblando Eso podría ser Neue Deutsche Luftschifffahrts Aktien Gesellschaft.

Su voz pareció alejarse y venir de muy lejos, como de alguna otra persona.

Había una línea de zepelines llamada DELAG en los tiempos anteriores a la Primera Guerra Mundial. Transportaba pasajeros y carga por toda Alemania. Pero nunca oí hablar de una NDELAG.

Quizá sea porque la compañía se formó después de que usted muriera dijo Smithers. Sonrió, disfrutando con su evidente preocupación. He oído decirle al capitán que se graduó en la Friedrichshafen en 1984. Dijo que terminó su carrera como comandante de un superzepelín llamado Viktoria.

Jill se sintió enferma. Primero Thorn, y ahora Stern.

No servía de nada seguir allí. Encajó los hombros y dijo con voz firme:

Le veré más tarde.

Sí, señor. Lo lamento, señor dijo Smithers, sonriendo. Jill se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras.

Se volvió en redondo cuando una puerta restalló y alguien gritó. Un hombre había salido corriendo del apartamento de Firebrass y había cerrado de golpe la puerta tras él.

Se detuvo por unos breves segundos, inmóvil, haciendo frente a los guardias. Estos estaban sacando sus pesadas pistolas de sus fundas. Smithers había sacado ya a medias la espada de su vaina.

El hombre era tan alto como ella. Tenía un físico agraciado, hombros amplios, cintura estrecha, piernas largas. Su rostro era atractivo pero tosco; su pelo ondulado y color ceniza; sus ojos, grandes y azul profundo. Pero su piel era enfermizamente pálida y la sangre manaba de una herida en su hombro. Llevaba una daga ensangrentada en su mano izquierda. Luego la puerta volvió a abrirse y Firebrass, con un estoque en su mano, apareció. Su rostro estaba contorsionado y su frente sangraba.

¡Stern! gritó el subteniente.

Stern echó a correr por el pasillo. Pero no había ninguna escalera a su extremo, sólo una alta ventana. Smithers gritó:

¡No disparéis! ¡No tiene salida!

¡Si la tiene si atraviesa la ventana! gritó Jill.

Al final del pasillo, Stern saltó con un grito, girándose al mismo tiempo de modo que fuera su espalda la que impactara contra el plástico y alzando un brazo para protegerse el rostro. La ventana se negó a ceder. Stern golpeó contra ella con un ruido sordo y rebotó hacia atrás, cayendo de bruces con otro golpe sordo de su rostro. Quedó tendido allí mientras Firebrass, el subteniente, y los guardias tras él, corrían hacia Stern.

Jill les siguió un segundo más tarde.

Antes de que el grupo pudiera alcanzarle, Stern saltó sobre los pies. Miró fijamente a los hombres que corrían hacia él, miró su daga, que había caído al suelo cuando él golpeó la ventana. Luego cerró los ojos y se derrumbó al suelo.

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