20 años más tarde
Alice
Me había sumido en una rutina: me despertaba a las cinco de la mañana e iba a un edificio secreto del gobierno escondido en una región montañosa del Pirineo de Cataluña (España). Allí, me desnudaban, me colocaban un extraño casco, miles de cables por cada parte de mi cuerpo, y me hacían todo tipo de pruebas.
A veces me sacaban sangre, me inyectaban algún líquido desconocido, me electrocutaban, me metían en una piscina con hielos o intentaban quemarme viva.
Yo siempre me mostraba impasible a todo aquello y nunca decía nada. Sentía que en mi cabeza ya no había lugar para ningún tipo de sentimientos, mayoritariamente la tenía en blanco.
Al caer la noche, me dejaban salir e irme a mi pequeña casa en las montañas. Allí me habían dejado ya la cena, la cual solía basarse en conservas y arroz blanco o pasta seca.
No era tan malo, comparado con cuando cumplí dieciséis años y ya no tenían obligación de llevarme al instituto. A pesar de que me mostraba colaboradora siempre, no me conocían y no se fiaban de mí, temían que pudiera salir huyendo y herir a todo el mundo con mi peste hibernal. Consecuentemente, me tuvieron retenida durante 5 años en el mismo edificio al que acudía ahora por mi propio pie.
Me pasé todos esos años sin ver la luz del sol, hasta que alguien de más arriba decidió que el trato no estaba siendo lo suficientemente humanitario. Mi reacción, sin embargo, no fue la esperada por todos los científicos y agentes del servicio secreto del gobierno, ya que, en lugar de alegrarme, entré en colera.
Me volví completamente loca.
Grité y grité, pegué a algún presente y exigí que no se me dejara salir. No merecía ver el sol. Era una asesina. Un monstruo.
A pesar de mis quejas, lo único que conseguí fue que me trajeran a un psiquiatra especializado en los casos más atípicos. Este me recetó varias drogas, entre las cuales había antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos. Hoy en día, todavía las tomaba.
Aquel sábado por la mañana, no parecía que fuera a ser diferente al resto de sábados por la mañana de los últimos veinte años de mi vida en la Tierra.
Me sonó la alarma del despertador a las cinco, me vestí con una simple bata, me calcé y salí de casa. Solo tenía que caminar unos veinticinco minutos y llegaría al edificio secreto.
El cielo estaba despejado, no se veía ni una sola nube, y los rayos de sol me molestaban los ojos. Hacía un tiempo que sufría de fotofobia, ya que me encontraba mayoritariamente entre cuatro paredes y llegaba a casa cuando ya era de noche.
Por eso, la mayoría de veces caminaba rápido con unas gafas de sol muy oscuras o con los ojos prácticamente cerrados, hecho que no me permitía disfrutar de la belleza de aquel pasaje en las montañas del Pirineo.
Aquel día, iba con los ojos medio cerrados y una gorra, cuando de repente escuché un ruido. Me paré en seco, ante la posible presencia de un animal a escasos metros de mí y me obligué a abrir un poco los ojos.
Mi corazón se detuvo por un momento.
Un conejo blanco junto a dos crías, acababan de salir de un matorral. Sus ojitos se posaron en mi por unos breves segundos y abrí los ojos por completo.
Sentía que me mareaba y que mi respiración se quebraba por completo, cuando mis recuerdos iban apareciendo poco a poco. Recuerdos que no debería haber recordado nunca de haber sido por deseo de algunos dioses.
Me había sumido en una rutina tan profunda, de la que era tan difícil escapar, que había olvidado por completo quién era, y que el mundo Oirigin y Skay existían de verdad. Había estado viviendo una pesadilla de la que no podía huir.
Ahogué un grito cuando después de lo que me había parecido una eternidad, por fin recordaba qué había pasado en aquel prado hacía más de 2035 años.
Jamás había matado a tres almas inocentes como la historia del mundo Origin decía sobre Sophie. No, esas solo habían sido las órdenes de Hades para devolver a la vida a Skay.
Para reconstruir un alma, se necesitaban tres: una racional, relacionada con la prudencia y el cerebro, otra irascible, relacionada con la fortaleza y la búsqueda de poder y luchas y, por último, otra apetitiva o concupiscible, relacionada con los deseos más carnales.
- ¡Oh, dios mío! – grité en medio del bosque, cayendo de rodillas, mientras dirigía mis manos a la cabeza, la cual no me extrañaría que fuera a explotar de un momento a otro.
Yo había intentado engañar a Hades. En lugar de tres corazones puros de niños, le había traído los corazones de tres desafortunados conejos.
Recordaba cómo el dios del infierno se volvió completamente fuera de sí. Humo salía de sus orejas y su cuerpo creció cinco metros, de forma amenazante. Se volvió un gigante ante mí, capaz de destrozarme con tan solo un manotazo.
- ¡Lo siento, mi señor! ¡Perdonadme, por favor! ¡Os lo ruego! Devuelve a la vida a mi amado y haré todo lo que quieras. ¡Seré tuya de nuevo si así lo deseas...! - recuerdo haber suplicado de rodillas.
- Los conejos no tienen alma. ¿Me has creído tan estúpido como para intentar engañarme de esta forma tan simple? ¡Me has humillado ante Ares y ante otros seres divinos! - espetó Hades haciendo temblar el suelo.
Y fue en ese momento en que pronunció el nombre del dios de la guerra, en que me percaté de su presencia a escasos metros de Hades. Parecía diminuto al lado de uno de los grandes dioses, pero no me cabía duda de que su poder e influencia eran inmensos.
- No, mi señor. Jamás he pensado que fueras estúpido, solo soy una mujer enamorada que hace lo que sea para volver con su amado... pero no he podido matar a tres niños. - Intenté defenderme como pude, con lágrimas en los ojos, pero expresar mis sentimientos por Julen solo hizo que se pusiera todavía más furioso y temible que antes.
- Los Dioses te castigaremos por tus insolencias. - sentenció. Y acto seguido desapareció, junto a Ares.
Recuerdo haber llorado y llorado sin parar, haber sentido la más profunda desesperación y tristeza por no poder recuperar a mi amor. Su vida se había desvanecido de la forma más peculiar posible, ya que hasta entonces en el mundo Origin no había existido la enfermedad. Todos los cálidos morían de viejos, excepto Julen.
Mi chico, con el que había pasado varios años y con quien incluso ahora recordaba haber tenido una hija llamada Sheila, había empezado un buen día a sentirse mal. El corazón le dolía, y los pulmones habían empezado a dejar de funcionarle. Al cabo de una semana, el trabajo respiratorio al que estaba sumido, agotaba su musculatura, hasta que finalmente Julen ya no aguantó más y dejó de respirar.
El dolor había sido tan fuerte que le confesé todo a Hades: mis escapadas al mundo terrenal, mi interacción con los cálidos, mi relación con Julen, e incluso nuestra pequeña Sheila, quien sería la primera reina de los cálidos debido a que podía hablar con los Dioses. Sin embargo, este no se sorprendió, no pareció ni inmutarse. Alguien debía de haberle informado mucho antes de que yo me viera obligada a hacerlo.
Le supliqué que me devolviera a mi amor y sus indicaciones fueron claras. Debía traerle tres almas procedentes de niños, cuanto más pequeños, más puras serían. Hades me conocía bien, y sabía que no sería capaz.
Ahora lo recordaba y entendía todo.
El dios del infierno jamás pensó que fuera a matar a sangre fría, pero quería hacerme ver como una asesina, que pagara por la humillación que le había hecho sentir al enamorarme de un mortal. Por eso mismo, cuando aparecieron tres niños muertos la mañana siguiente de que intentara engañarle, todos me culparon a mí.
Yo era la única en aquel mundo que podía tener motivos para arrebatar tres almas inocentes. Y Hades le había hecho creer a varios dioses que yo era una asesina a sangre fría y que había corrompido aquel mundo lleno de paz y prosperidad que habían creado los tres grandes dioses como una segunda oportunidad a sus creaciones.
Por eso mismo, la ira de Zeus fue enorme.
El gran dios, se me presentó delante de las narices justo en el instante en que se enteró. Hades, Minerva, Poseidon, Ares, Afrodita y Hera, entre otras deidades, le acompañaban para presenciar el castigo divino que iba a imponerme.
Zeus era imponente. No era la primera vez que lo veía, pero sí estando tan furioso como en ese momento. Era un gigante, de aspecto luminoso y electrificante, pero de rostro desconocido ya que jamás me había atrevido de subir la cabeza y mirarle a la cara.
En ese instante, me encontraba muda, la voz se me quebraba al encontrarme ante el gran dios Zeus. Ese era uno de sus muchos poderes.
- ¡Les has enseñado a los mortales lo que significa matar! ¡Los has corrompido a todos!
No me dio tiempo a reaccionar. No me dejaron hablar y defender que yo era realmente inocente. Aunque de haber podido, tampoco habría tenido la fuerza, ya que el dolor y la pena de haber perdido a Julen me superaban.
El castigo que Zeus me impuso, fue decir adiós a mi inmortalidad. Sin embargo, aquello no me pareció horrible, pues lo único que quería hacer era morirme.
- Ahora vivirás y morirás como los mortales. Pero a diferencia de ellos, no podrás volver a reencarnarte nunca más. Vagarás por el infierno sin rumbo, y sin recuerdos, pensamientos o emociones. – sentenció el gran dios.
No pude ni siquiera tartamudear. Quise gritar por el miedo y el dolor que sentía, pero nada salía de mi garganta, ni un solo murmullo. Zeus me tenía bien calladita, ya que no me creía merecedora de la capacidad que me habían dado para poder comunicarme con ellos.
Sin embargo, sí estaba gritando cuando volví a la realidad. A la verdadera realidad.
Estaba de rodillas, con las manos en la cabeza, cuando mis gritos hicieron eco en el silencio del infierno. Parecía que mi alma fuera una más de aquellas que sufrían en aquel lugar.
Delante de mí, la diosa Mnemosina me observaba detenidamente con sus ojos violetas abiertos como platos.
La realidad me abrumó. Había estado viviendo durante veinte años una ilusión, una horrible pesadilla creada por aquella deidad. No podía creerlo. ¿Significaba que había superado la prueba? Había conseguido escapar y recuperar una parte muy importante de mis recuerdos como Sophie. ¿Era eso lo que la diosa pretendía?
- Durante milenios y milenios he estado buscando un alma que consiguiera ser merecedora del poder de la memoria. Semidioses, reyes, héroes... todos eran unos vanidosos ansiosos de poder, seres indignos que olvidaban que habían llegado al mundo desnudos y sin nada. – explicó la diosa, sin apartar sus ojos de mí.
- ¿Qué es lo que me has hecho vivir? ¿Por qué me has tenido atrapada durante veinte años en una ilusión? – exigí saber, completamente histérica.
- Querida, no ha sido ninguna ilusión. Has vivido en otra dimensión y en otro tiempo. Has vivido lo que habrías vivido si se hubieran dado unas pocas circunstancias. – sentenció esta, como si fuera lo más normal del mundo.
Mi corazón parecía un tambor en mi pecho. No entendía nada de las normas del universo, ni las muchas dimensiones temporales que existían.
- ¿Significa todo esto que he superado tu prueba? ¿Aunque esta me haya llevado veinte años? – pregunté y acto seguido me percaté de mis palabras - ¡Oh dios mío! ¡Skay! ¿Qué ha sido de Skay? ¿Sigue vivo? – seguí preguntando, con lágrimas en los ojos.
- Tu chico está bien. Tan solo habrán pasado unos segundos en el mundo Origin, ya que el tiempo no transcurre de la misma forma. – explicó, tranquila y pensativa.
Suspiré aliviada.
- ¿He superado la prueba entonces? – repetí.
La diosa Mnemosina no parpadeaba, estaba completamente en shock, como si no supiera reaccionar a lo que acababa de ocurrir. Finalmente, sentenció:
- Por fin podré descansar en paz.
No entendí sus palabras en ese momento. Sin embargo, estaba a punto de comprender eso y todos los demás enigmas del universo.
La diosa de la memoria por fin había encontrado a su sucesora.