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Capítulo 255.- Lo que el amor trazó en mudos instantes III

La profunda consternación de sus invitados cuando fueron informados de que Darcy iba a dejarlos solos habría representado una enorme satisfacción para la vanidad de un hombre menos virtuoso, pero después de agradecer rápidamente su decepción, Darcy se negó a contemplar más caras largas o malhumoradas. En vez de eso, comenzó a insistir en que durante su ausencia sus invitados se sintieran en Pemberley como en su propia casa y terminó con la única advertencia de que cualquier entretenimiento de gran alcance fuese discutido antes con su hermana.

—¡Qué contrariedad! —exclamó Bingley al oír la noticia de aquella inesperada emergencia—. ¡Qué mala suerte! Y todo había sido tan agradable… más que agradable —murmuró—. ¿Cuándo regresarás, Darcy?

—No lo sé. El asunto está totalmente en manos de la providencia. —Darcy adoptó una expresión sombría—. Pero creo que será un asunto de varias semanas.

—Entonces tal vez deberíamos pensar en seguir hacia Scarborough. —Las palabras de Bingley fueron recibidas por un nuevo coro de exclamaciones de decepción por parte de sus hermanas, pero éste las ignoró por completo—. A menos —dijo, mirando a Darcy—, a menos de que haya alguna manera en que yo pueda ser útil. —El solícito ofrecimiento de Bingley resultaba muy gratificante, pues no hacía mucho jamás se habría atrevido a pensar en que podía prestarle algún servicio a su amigo.

—No, te lo agradezco. —Darcy lo miró a los ojos—. Si hubiese alguna forma de que pudieras ayudarme, no dudaría en aceptar tu oferta de inmediato; pero tal como están las cosas… —Dejó la frase en suspenso.

Bingley asintió con la cabeza.

—Bueno, entonces acompañaremos a la señorita Darcy. —Le hizo un guiño a su amigo—. Y, entretanto, daremos buena cuenta de tus truchas. No se me ocurre ninguna otra cosa que pueda acelerar tus asuntos en la ciudad.

—Así es. —Darcy sonrió—. Pero después de haber observado tu habilidad con el anzuelo y la caña, no creo que deba preocuparme en lo más mínimo por la salud o la seguridad de mis truchas.

Tras despedirse de sus invitados y retirarse al refugio de su habitación, Darcy encontró a su ayuda de cámara en el vestidor, con todo listo. Un solo baúl, cerrado pero todavía sin atar, esperaba discretamente en un rincón a que él lo inspeccionara. Fletcher le hizo una solemne reverencia, cuando Darcy lo sorprendió absorto en los preparativos de la noche, que sólo terminarían una vez que su patrón lo mandara a descansar.

—Buenas noches, Fletcher. —Darcy miró el baúl—. ¿Todo dispuesto?

—Sí, señor. Eso creo, señor. —El ayuda de cámara hizo un gesto hacia el baúl—. ¿Quiere usted…?

—No, tengo plena confianza en que está todo lo que necesitamos para nuestros propósitos. Mándelo abajo con mi maleta, si es tan amable. —Fletcher hizo una inclinación, se acercó al cordón de la campanilla y le dio un tirón. Luego se agachó para atar y cerrar el baúl definitivamente.

Cuando terminó, se volvió hacia su patrón, todavía con la misma actitud solemne.

—¿Si usted me permite, señor? —El caballero asintió con la cabeza para autorizar a Fletcher a satisfacer la curiosidad que sabía había contenido con gran esfuerzo durante toda el tiempo, antes de dar media vuelta para comenzar a desnudarse—. ¿Puedo conocer algún detalle más de nuestra misión? —Retiró la chaqueta de los hombros del caballero y la puso sobre una silla—. ¿Una dama en apuros, si he entendido bien?

—¡Sí, pero espere! —Se oyó un golpecito en la puerta de servicio y los dos hombres se pusieron alerta—. ¡Adelante! —gritó Darcy—. Ahí —le dijo al lacayo que acababa de entrar, señalándole el baúl—. Llévelo abajo para que esté listo para mañana, por favor; y recuérdele a Morley que el carruaje debe estar preparado a primera hora. Gracias.

—Sí, señor. —El lacayo levantó el baúl hasta sus hombros y volvió a salir por la puerta de servicio. Darcy esperó hasta que el sonido de sus pasos se perdiera en el silencio, antes de volverse hacia su ayuda de cámara.

—Sí. —Se desabrochó el chaleco—. Eso es correcto, o casi correcto. —Fletcher frunció el ceño—. Es posible que la dama todavía no se haya dado cuenta de que está en apuros, pero sin duda lo está. ¡De eso no cabe duda! —Se inclinó hacia el ayuda de cámara, para entregarle el chaleco—. Usted debe ser consciente de que su discreción en este asunto es extremadamente importante.

—Sí, señor. —Los ojos de Fletcher se iluminaron cuando Darcy lo miró con intensidad.

—Está relacionado con la familia Bennet.

El entusiasmo de Fletcher se convirtió en horror.

—No, señor… no se tratará de la señorita Eliz…

—¡No! No se preocupe por eso. —Darcy comenzó a aflojarse la corbata—. Pero se trata de una de sus hermanas, la más joven. Se ha fugado con la esperanza de casarse, pero yo estoy seguro de que no será así. Conozco el carácter del hombre —explicó con amargura—. Es George Wickham.

—¿Wickham? ¿Uno de los tenientes del coronel Forster? —preguntó Fletcher—. «Un mentiroso y un oportunista», era lo que decía de él la servidumbre en Hertfordshire, señor. Pero creía que el regimiento del coronel estaba acantonado en Brighton.

—Y así es, pero la esposa del coronel quería contar con la compañía de la señorita Lydia Bennet. Así que ella también se fue a Brighton, sin que la acompañaran sus padres ni ningún otro pariente o acompañante.

—Qué imprudencia, señor. —El ayuda de cámara sacudió la cabeza.

—Como se puede ver ahora —coincidió Darcy, entregándole la corbata—. Llegué junto a la señorita Elizabeth Bennet sólo momentos después de que hubiese recibido esa noticia. Estaba lógicamente muy conmocionada y me contó más de lo que me habría dicho en otras circunstancias, estoy seguro. Usted sabe lo que eso significa, Fletcher.

—Sí, señor. Desgracia con la fortuna y a los ojos de los hombres, condena para todos los allegados, a menos de que los jóvenes sean encontrados y obligados a casarse. —Los rasgos del ayuda de cámara adoptaron un aire tan sombrío como los de su amo, recordándole a Darcy que la perfidia de Wickham también afectaba directamente a las esperanzas de matrimonio de Fletcher. Hasta que Elizabeth se casara, la prometida de Fletcher, Annie, no consideraría la idea de dejar a su señora para seguir adelante con sus propios planes de boda.

—Así es. —Darcy asintió con la cabeza y le pasó la camisa al sirviente—. Hay que encontrarlos o convencerlos con dinero de que partan a una especie de exilio. No puedo pensar en otra solución aceptable que proteja a la familia, a las otras jóvenes, de la «triste suerte» que describe su soneto. Y tal como están las cosas, la respetabilidad del asunto será tan frágil como un velo, aunque tengamos éxito. —Se detuvo delante del espejo, dispuesto a lavarse con el agua caliente que había en la jofaina—. ¡Tan frágil, tan terriblemente frágil, Elizabeth! —susurró, antes de echarse agua en la cara. Luego se volvió a dirigir nuevamente a Fletcher—: Pero tal vez eso sea todo lo que se necesite. Ciertamente la sociedad ha aguantado escándalos mayores sin alterarse. Esperemos que éste sea uno de esos casos.

—Ruego con devoción que así sea, señor. —Fletcher apretó la mandíbula, mientras le alcanzaba la bata a Darcy y se la deslizaba por los hombros—. ¿Y cómo puedo yo ayudarle, señor? Estoy a sus órdenes más que nunca.

—Todavía no lo sé, pero tengo la convicción de que voy a necesitar su gran capacidad de observación y su increíble habilidad para recabar información cuando se requiere, que desplegó usted tan bien en el castillo de Norwycke el invierno pasado. —Fletcher esbozó una sonrisa fugaz—. Por no mencionar que espero tener un horario muy irregular, y que no debemos permitir que eso alarme al resto de la servidumbre. Será una tarea muy arriesgada, Fletcher.

—Sí, señor. —El ayuda de cámara recogió la ropa que Darcy se acababa de quitar—. Pero permítame observar que el teniente, a pesar de lo despreciable que es, no se aproxima a la clase de demonio que eran lady Sayre o su hija. No apostaría ni un centavo a favor de que vaya a zafarse de usted, señor.

—Esperemos que eso resulte cierto. Ahora, descansemos un poco. —Darcy despidió a Fletcher con un gesto—. Salimos a las seis; lo espero a las cinco y media.

Fletcher hizo una reverencia desde la puerta de servicio.

—No tengo ninguna duda sobre su éxito, señor —contestó al levantarse y, durante un extraño segundo, miró a Darcy directamente a la cara—. Ninguna duda. Buenas noches, señor. —Inclinó la cabeza una vez más y cerró la puerta.

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