Cati permaneció sentada frente a la tumba de sus padres mientras el sacerdote
rezaba porque todas las almas descansaran en paz. Por orden del Señor de Valeria,
todos los cuerpos fueron llevados a Valeria y recibieron sepultura apropiada en el
cementerio público en la mañana. Los nombres fueron tallados en las lápidas con la
ayuda del alto sacerdote, que en realidad eran brujas blancas con la habilidad de
encontrar los nombres de los cadáveres.
Sylvia estaba de pie junto a la niña, preguntándose qué rumbo tomarían las cosas
desde este momento. La coexistencia de vampiros y humanos era inusual, ya que
sólo algunos se mostraban respeto y piedad mutuamente.
Miró a su derecha para ver al Señor y al tercero a cargo, Elliot, hablando acerca de
los semi-vampiros que fueron capturados. Cuando regresó su mirada a la niña, su
expresión se suavizó.
Se preguntaba si sería correcto llevarla al Imperio Valeriano. Un reino lleno de
vampiros con muy pocos humanos no era exactamente un refugio seguro, pero si no
era Valeria, ¿a dónde iría la niña?
Hacía mucho tiempo que conocía al Señor Alejandro y era una de sus amigos
cercanos. Lo conocía bien y por eso se preocupaba; Alejandro, siendo hijo único, se
adueñó del imperio y podía resultar amenazante si las cosas no salían como él
esperaba. "Tal vez esta situación le haría cambiar", pensó asintiendo. Y si no era
capaz de cuidar a la niña, ella y Elliot se encargarían.
—Ven, Cati —dijo Sylvia, ofreciendo su mano a la niña luego de una hora en el
cementerio—. Puedes visitarlos cuando quieras.
Cati tomó su mano y se levantó del suelo. Su madre le había dicho que fuera fuerte,
y fue por esto que resistió las ganas de llorar en mayor parte, pero algunas lágrimas
escaparon de sus ojos. Observó hacia arriba y encontró la mirada de la mujer cuya
mano sujetaba, pensando que parecía una buena persona.
—Vaya… Qué lindura. Podría comerla —dijo el tercero a cargo, observando a la
niña mientras se acercaba.
—¿Quieres ser decapitado, Elliot? —preguntó el Señor junto a él con una expresión
seria.
Elliot levantó la mano a modo de rendición y se inclinó hacia adelante, después de
dirigirse a Sylvia: —Mira al conejo. Tan blanco y bonito —dijo, haciendo que Cati
abrace al animal con fuerza.
—Lo siento. Estaba bromeando. ¿Cuál es tu nombre, hermosa? —le preguntó Elliot.
—Catalina —respondió, mirándolo mientras permanecía junto a Sylvia.
—Los carruajes están aquí—informó Alejandro al escuchar que el sonido de las
ruedas acercándose se hacía más fuerte.
Dos carruajes adicionales siguieron al primero. Uno de los carruajes marrones se
detuvo y el hombre a bordo saltó para abrir la puerta, haciendo una pequeña
reverencia. Los cuatro entraron y se ubicaron cómodamente. Cati había tomado el
asiento junto a la mujer, mientras el Señor y el hombre llamado Elliot se sentaron
frente a ellas.
Cuando el carruaje se movió, Cati miró por la ventana hacia los frondosos árboles
que pasaban velozmente, como si cada uno corriera hacia ellos. Elliot y Sylvia
hablaban acerca de algo cuando la niña sintió la mirada del Señor. Miró de reojo
hacia él y encontró sus oscuros ojos rojos centrados en ella antes de mirar en otra
dirección, evitándolo a toda costa. Después de un momento, bajó la mirada al
conejo y acarició su pelo.
Alejandro observaba a la niña mientras acariciaba al animal. Sin importar la edad de
un niño, la personalidad y la naturaleza de la persona en la que se convertiría
siempre era discernible. Incluso cuando un vampiro estaba a punto de asesinarla, se
preocupó por el animal y no por su propia vida. Alejandro se había cruzado con
muchos humanos, pero esta despertó su curiosidad.
Con el paso de los minutos, escucharon algo que cayó en el suelo, lo que les hizo
intercambiar miradas interrogantes. De pronto, una flecha perforó el asiento de
Elliot, que exclamó: —¡Vaya, tenemos compañía!
—Nos siguen semi-vampiros y el chofer está muerto —informó Sylvia, tomando algo
brillante de su espalda. Le alegraba llevar la armadura que había estado usando.
—Sylvia, toma el asiento delantero y dirígenos hacia el Oeste. Elliot, encárgate de
los lados —ordenó Alejandro, yendo rápidamente a la parte posterior y sacando su
arma para apuntar a los semi-vampiros.
Las flechas volaban hacia ellos, pero lograban esquivarlas. Elliot se salvó por poco.
—¿Qué? ¿Son medievales y usan flechas? —preguntó Elliot, disparando su
pistola—. Actualícense, hombres —les dijo mientras disparaba una y otra vez.
—No son flechas simples. Huele el aire, es más agrio —dijo Alejandro, disparando a
dos semi-vampiros en la cabeza al mismo tiempo.
Sacó la flecha que se clavó en su brazo, y al revisarla, notó que la cabeza tenía un
veneno diseñado para paralizar a un vampiro. Desafortunadamente para ellos,
Alejandro no era un vampiro común.
Había tres tipos de vampiros en el Imperio: los vampiros comunes, los semi-
vampiros, y los vampiros de sangre pura. Los vampiros comunes y los semi-
vampiros eran quienes se alimentaban de la sangre de humanos y animales,
mientras los de sangre pura podían incluso alimentarse de otros vampiros, lo que
les hacía las criaturas principales de la jerarquía, por lo que gobernaban el territorio.
Los humanos convertidos eran los semi-vampiros, y sus transformaciones casi
siempre salían mal cuando el cuerpo humano no podía soportar los nuevos
sistemas internos.
Se preguntaba dónde pudo un grupo de semi-vampiros obtener las flechas
envenenadas y por qué los atacaban sin razón. Había demasiados, así que alguien
debía haberlos convertido. Al menos, esa fue la conclusión que alcanzó Alejandro.
Cuando los semi-vampiros eran heridos, sus cuerpos se hacían grises antes de
volverse polvo, desapareciendo en el aire al instante. Pero uno de ellos era más
rápido que los demás, y parecía ser más inteligente, pues logró evitar todas las
balas. Cuando Elliot se enfocó en asesinar a uno de ellos, el más inteligente entró
en el carruaje. Cati, que no sabía qué sucedía, gritó de forma repentina al ver al
semi-vampiro enseñando sus colmillos. El semi-vampiro sujetó la mano de la niña y
saltó del carruaje en movimiento.
—¡Sylvia, detén el carruaje! —gritó Alejandro antes de dirigirse al semi-vampiro que
había tomado a la niña.
Sylvia detuvo el carruaje halando las riendas, lo que causó un frenazo repentino de
los caballos. Elliot se bajó y luchó con las criaturas, pateando y disparando su arma.
Sylvia se sacudió el polvo y tomó otra pistola, para un total de dos. Tres de los semi-
vampiros intercambiaron miradas triunfantes al ver que la mujer frente a ellos estaba
sola, sin el apoyo de ningún hombre.
—Dios, odio esa expresión —murmuró antes de elevar las armas—. Veamos quién
sonríe ahora —dijo, al mismo tiempo que presionaba los gatillos.