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Ojos Dorados

Estaba lloviendo la primera vez que ví esos ojos dorados.

Era aburrido cuando llovía. No podía salir de casa; se acababan los planes con mis amigas, las fiestas de té y los paseos a caballo. Solo podía permanecer en mi habitación con la tenue luz de mi lámpara eléctrica de escritorio, leyendo otro aburrido libro de princesas encantadas a las que las rescataba un príncipe de cabellos dorados y armadura plateada.

Me había leído ya todos los libros que se me había permitido tener en mi posesión: fantasía, romance, etiqueta, costura, historia y algunos pocos aburridos sobre lenguas. La mitad del año en Brye llovía, así que tenía bastante tiempo para leer.

Pero esa noche fue diferente. A pesar del diluvio que había afuera, las dos luces de un carruaje de esclavos se detuvo frente al jardín, gritando al portero en su cabina que le recibieran las nuevas adquisiciones.

Aún a pesar de la lluvia, escuché que dijo "rebeldes" y "feroces".

No fue hasta que estuvieron prácticamente a la entrada de la mansión, a pocos metros bajo mi ventana que logré vislumbrar las tres figuras encadenadas entre sí, lideradas por un hombre con sombrilla del que no alcancé a ver su cara.

—Parece que papá vuelve a tener trabajo. —Me había murmurado con un poco de disgusto. Era su especialidad "romper" voluntades de aquellos pobres diablos que no sabían su lugar, pero nunca me había gustado ver su trabajo o participar en ello. Mis dos hermanos mayores se encargaban de ello como si fuera el negocio familiar...

Fue entonces que uno de esos tres levantó la vista, como si la luz tenue de mi habitación o mi simple movimiento le hubiera llamado la atención como un león encontrando una presa...

Ojos dorados.

Brillaban en la oscuridad, por eso es que los había logrado distinguir, pero no entendí por qué a pesar del miedo que me provocó, no pude apartar la mirada.

Esos ojos no eran humanos... No exactamente. Eran de otra raza, un tipo de humanos... Diferente. Más fuertes. Más ferales. Más violentos.

Eran Quentaur. O Taur para abreviar. Humanos combinados con animales. Feroces y agresivos, pero no muy inteligentes ni disciplinados. Y ciertamente muy peligrosos.

Pero esos ojos... Me llamaron. No aparté la mirada de esa bestia, ni él de mí. Eran ojos fascinantes, únicos. Aunque muchos taur eran únicos en su anatomía, era raro ver ojos como esos.

Tan... Hipnóticos...

Pero el momento se rompió cuando la luz de la entrada se derramó sobre el piso de piedra y los rostros de esos esclavos, opacando la luz de esa mirada. Parpadeé varias veces como si realmente hubiera estado hechizada y apenas hubiera logrado distinguir la realidad de la magia, apartandome de la ventana y cerrando mis cortinas con el pecho agitado.

No estaba permitido que un taur esclavo levantara la vista por encima de la barbilla de su dueño. Y aunque mi padre era el dueño legal, yo sería su extendido.

¿Por qué de repente habían llegado esos esclavos?

Un escalofrío me recorrió cuando empecé a prepararme para dormir. Me puse mi bata en lugar del vestido, sentándome en mi tocador a cepillarme el cabello... Pero al verme al espejo, la visión de esos ojos dorados volvió a mi cabeza.

Me veían desde atrás, vigilándome... Acosándome. No me apartaban la mirada, y yo tampoco podía.

Algo de ese hombre me había llamado la atención como nunca antes, y me intrigaba saber qué.

Cepillé mi cabello negro azabache sumida en mis pensamientos, deseosa de ver el día siguiente llegar.

Me acosté con una extraña sensación en el cuerpo. Nerviosismo, quizás. No pude dormir muy bien, y cuando lo hice, esos ojos dorados no abandonaban mi subconsciente.

...

Al desayuno, todo pareció normal.

Nada había sucedido anoche, nadie había llegado y no se mencionó nada al respecto cuando los sentamos a esperar nuestro desayuno de la cocina.

—Diane, preciosa, ¿Cómo amaneciste? —Preguntó cariñosamente mi padre, pero al ver quizás mis ojeras bajo mis ojos levantó una ceja. —¿No dormiste bien? Estás un poco pálida.

—Más de lo normal. —Añadió puntualmente mi hermano Cedric, el primogénito que heredó el nombre de papá. —¿Otra vez te quedaste leyendo hasta tarde?

—Un poco. —Era mitad verdad y mentira. Si había leído, pero no por eso no había podido dormir, ciertamente. —Pero estoy bien. Un poco de café volverá a darme un poco de más luz a la cara.

Me senté al lado de mamá, quien solo me sonrió a modo de saludo e hizo llamar con una campanita el desayuno.

El orden de la comida llegó como siempre: primero al señor de la casa, mi padre; luego a mamá y a mí por caballerosidad y no muy separados en tiempo a mis dos hermanos, Cedric y Raymond.

Solía sentirme un poco extraña en la mesa. Los cuatro eran rubios como el trigo, pero yo había heredado a mi abuela paterna con su cabello negro. Bien podrían confundirme con ser la adoptada, pero mi gran parecido a mi madre era lo que me defendía. Sus ojos grises los había heredado, y solo el lunar bajo mi ojo izquierdo lo había sacado de papá.

Comimos hablando de temas superficiales como el clima, el frío que se sentía tras la tormenta y los planes del día para ir a trabajar de los hombres, y al preguntarnos a las damas sobre nuestros planes, casi se me sale la sonrisa cuando escuché a mamá decir que ese día se quedaría en casa, ya que le dolían las rodillas por el frío.

—Lástima, eso significa que no saldrás hoy, Diane. —Se burló Ray, a lo que respondí en automático con la lengua afuera.

—Ya que cumpla los 21 no necesitaré más escoltas, sabes. —Eso era un fastidio, claro. Las chicas solo podíamos salir si nuestra madre nos acompañaba hasta los 21, y después solo podiamos salir con otras chicas. A mí me faltaban dos meses para eso.

—Pero por el momento, te quedarás en casa. Quizás ya puedas terminar ese bordado de mi pañuelo.

—No te lo mereces. —Le respondí con dignidad, lo que generó la típica discusión entre hermanos hasta que nuestros padres se hartaron y terminamos el desayuno.

Madre se retiró a su invernadero en busca de calor tropical, los tres hombres desaparecieron de la casa y yo era la reina de una mansión semi vacía y con un misterio por resolver.

Bajé al sótano, dónde sabía que papá encerraba a los nuevos esclavos los primeros días. No era un lugar que me gustara visitar... Pero la curiosidad mató al gato.

—Milady, no debería estar aquí. —Uriel, el guardia del subterráneo me detuvo como era su deber, pero en esa casa raramente me detenían el paso. Supongo que era la bendición de ser la niña más pequeña y por ende la princesa consentida del hogar.

—Solo será un momento, anoche escuché que llegó... Algo. —Murmuré con mi tono suave, mirada encantadora y una pequeña sonrisa traviesa. Siempre me ganaba a los guardias así, y está no fue la excepción.

Uriel se puso rojo como un tomate, carraspeó y volteó a ver a otro lado.

—Un día me va a meter en problemas, milady. Por favor, no le diga a nadie. Y no se acerque a los esclavos. Ya sabe que debe quedarse a un metro...

—Si, si, papá ya me ha explicado muchas veces. Prometo que será solo un vistazo rápido.

Aunque no me gustará bajar, no era la primera vez que lo hacía. Quisiera o no, yo también llevaba el apellido de la familia... Y sin duda éramos una familia temida y respetada. Nadie veía raro que una Ivory quisiera ver mercancía humana.

Bajé las escaleras a pasos silenciosos, cargando la lámpara de gas portátil en la mano.

Pasé frente a una celda... Pero el esclavo ahí era calvo, sin dientes y ojos cafés sin brillo alguno. Fui a la segunda y está vez era un tipo larguirucho, de cabello desigual y dientes de rata que me vio pasar con ojos llenos de locura... Color cafés.

Entonces debía ser la última.

Me deslicé hasta la celda del fondo, levantando la lámpara a ver al interior.

Al inicio no ví nada y eso me asustó. ¿Dónde lo habrían encarcelado? ¿Se habría escapado?

Pero antes de demostrar mi pánico, en la esquina de la celda algo se removió... Y entendí por qué no lo ví cuando pude ver los contornos de su cuerpo con un poco de esfuerzo.

Usaba una camisa oscura, estaba de espaldas a la celda y sentado sin dejar ver nada.

Ni siquiera le interesó darse la vuelta a verme, aunque detecté un poco de movimiento de su cabeza cuando la luz le llegó.

—Eres tú. —Murmuré a la oscuridad.

Quizás esperaba a mi padre o a uno de mis hermanos, porque al sonido de mi voz, su cabeza se giró un poco más. Tenía el cabello largo hasta los hombros, pero a diferencia del anterior esclavo, lo tenía todo y era abundante.

—Eres... Al que ví anoche, ¿No es cierto? El de ojos dorados. —Repetí al notar que no había volteado a verme de nuevo, intentando llamar su atención, pero sin exito de nuevo. Hice una pequeña mueca, un poco molesta de ser ignorada. —¿Quien eres...?

Escuché una risita de las otras celdas, lo que me hizo girar la cabeza.

—Oh, rindete, princesita. A él no le interesan las niñas. —La voz aguda venía del dientes de rata, que tenía ahora pegada la cara a los barrotes, viéndome con su sonrisa torcida. —Las prefiere más grandes.

Fruncí el ceño, disgustada con el significado de sus palabras. Pero giré de nuevo a ver al hombre de ojos dorados, que seguía sin verme.

—No vine por eso. Solo quiero ver tus ojos otra vez. Son fascinantes. —Dije con honestidad y amabilidad, intentando apelar ahora a sus intereses. —No sé por qué estás aquí, pero puedo hablar con Lord Ivory... Para que no los castigue tan severamente. Solo quiero ver tus ojos otra vez.

Escuché a los otros dos murmurar cosas sin sentido, hablar en un idioma extraño y entendí después de que hablaban entre ellos... Con él, específicamente al notar sus movimientos de cabeza.

Algo habrán dicho que lo convenció al final, por qué escuché de repente un suspiro venir de él y de repente se levantó.

No me esperé ver lo que ví entonces: el tipo media casi dos metros de altura. Sus brazos estaban increíblemente tonificados y musculosos, y aunque estaban sucios, pude ver que su piel era broncinea, y creo que tenía cicatrices.

Fue entonces que se volteó y mi respiración se fue por completo.

Sus ojos dorados volvieron a perforar los míos, enmarcados por un rostro cuadrado hermoso. Realmente parecía similar al de un león, pero uno de melena negra.

Todas las palabras se borraron de mi mente. No sabía ni qué idioma hablaba. Estaba perdida en su belleza... Y me pregunté de dónde había salido ese hombre de cuentos de hadas.

—Quién... ¿Quien eres? —Pregunté tras unos segundos, intentando recuperar un poco de cerebro.

—¿Qué importa? Ya te dejó verlo, ahora habla con ese maldito anciano que nos dé de comer. —El hombre rata volvió a hablar haciéndome enojar un poco por interrumpir.

—No te estoy hablando a ti.

—Él no te va a hablar, princesita. —Respondió con su risa aguda. —No te mereces escuchar su voz...

—¿Por qué? ¿Es alguien importante? —Dije captando de inmediato, sacándole un respingo a la rata. —Puedo buscar por mi misma, gracias. Pero prefiero preguntar.

Escuché un bufido... Y descubrí que vino de él. De aquel Adonis frente a mí.

Así que al menos si me entendía.

—¿Me responderás entonces o debo averiguarlo por mi cuenta? Solo intento ser cortés.

Escuché sus pasos más que verlos. Mis ojos seguían pegados a los suyos, y mientras más cerca, mejor para mí.

Pero otro golpe a mi subconsciente llegó cuando lo escuché hablar, y fue tal y como imaginé. Un león hablando... Ronroneando en su caso, profundo y aterciopelado.

—¿Y tú quien eres para querer saberlo? —Antes de poder responder, él dió un nuevo paso adelante, ya apenas a medio metro de los barrotes. —Una simple gatita.

Sentí mi cara calentarse, pero fruncí el ceño. No iba a dejar que me insultara.

—¿Y tú quien eres para hablarme así? Quien está encadenado eres tú.

Su siguiente resoplido vino acompañado de una sonrisa con dos prominentes colmillos, algo que me hizo tener escalofríos por el cuerpo por alguna razón.

—¿Eso crees, gatita? —Estiró los brazos a ponerlos entre los barrotes, llamando mi atención al enorme tamaño de sus manos que por si solas quizas serían capaces de doblar uno de esos barrotes de hierro... Pero mis ojos volaron de inmediato a sus ojos una vez más. Al menos al visible, pues el otro se olcultaba por la celda. —Entonces te recomiendo averiguar primero quién soy... Antes de querer hacerte la valiente bajando a este lugar, creyendo que estás a salvo.

Su tono de ronroneo había cambiado súbitamente a uno de advertencia. La amenaza en su voz sonaba todavía más grave, más... Fuerte, y hacia temblar todo mi cuerpo. Excepto que lo que sentía no era exactamente miedo, pero no sabía qué otra cosa era.

De cualquier manera, no cedí terreno a su tono amenazante.

—Parece que eres tú quien no sabe con quién trata, ni en dónde estás. Te ofrecí una ramita de olivo para disminuir la tortura de tu futuro, pero supongo que pides a gritos la disciplina. —Le dije con firmeza, acostumbrada ya a ejercer ordenes sobre mis subordinados. Pero solo por esos ojos y el hecho de que se había dado la vuelta... Creo que podía ceder solo un poquito. —Aunque... Ya que al final obedeciste a voltear a enseñarme tus ojos de nuevo, supongo que no tienes tan mala actitud.

Le sonreí, comiéndome el ligero miedo que había sentido hace poco.

Los otros dos esclavos empezaron a reírse, lo que tomé como ganancia cuando a ese taur de ojos dorados se le borró la sonrisa.

—Ey, ahí te agarró bien. Lo único que quería la niña era ver tus ojos y lo hiciste, ¡Ja! —Chilló el hombre rata, por fin diciendo algo sensato.

Pero no parecía hacerle mucha gracia a él, así que por el momento cedí un poco. No quería ganarme su odio, al final del día. Yo no disfrutaba con las torturas y humillación innecesarias.

—Muy bien, averiguaré tu nombre por mi cuenta... Y veré que les traigan comida antes de que llegue el medio día. Hasta entonces, un placer, taur.

Le sonreí está vez yo, alejándome de esos barrotes y esclavos sin disciplina...

Al menos mi curiosidad del momento estaba satisfecha. ¿Qué más depararía el futuro con ese curioso esclavo?