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Prologo

Una mujer alta y bien vestida se encontraba caminando con pasos apresurados por un largo pasillo formado por paredes y pisos de piedras poco parejas. El pasillo estaba lleno de puertas de madera en sus costados y unas ventanas de vez en cuando interrumpían la simetría en la colocación de las puertas, desde dichas ventanas si uno quisiese podía ver un inmenso bosque de árboles negros y hojas rojas extendiéndose hasta el horizonte.

Si bien la gran mayoría de puertas en el pasillo estaban cerradas, algunas estaban semiabiertas y si uno se malgastara en mirar por la abertura de las puertas, podría observar diversas habitaciones en donde varias personas vistiendo ropas sencillas y poco coloridas estaban trabajando sin ganas. El poco esfuerzo con el que estaban trabajando estas personas llamaría la atención de cualquiera y lo cierto es que si uno mirara el rostro de estos trabajadores con atención se daría cuenta de que todos tienen algo en común: unas muy marcadas ojeras rodeando unos ojos con poca vida, por lo que parecía que nadie había logrado dormir bien anoche.

La mujer alta miró con asco como las personas en las habitaciones trabajaban con tanto desgano, pero lejos de regañarlos por su pereza, decidió ignorar el problema y en su lugar, con pasos cada vez más apurados, la mujer alta se dirigió hacia el final del pasillo.

Al salir del pasillo, la mujer alta se acercó con enojo a una barandilla de madera que servía para evitar que la gente se cayera al piso inferior. Prestándole poca atención a su seguridad, la mujer empujo su cuerpo contra la barandilla y asomo la cabeza para mirar con asecho el piso inferior, como si fuera un ave de presa buscando un conejo que cazar.

Una sonrisa poco alegre se formó en la cara de la mujer al observar en el piso inferior a un viejo hombre vestido de mayordomo sentado sobre un baúl, mientras unos jóvenes hombres, vistiendo ropas grises y blancas, se encargaban de ir trayendo otros baúles y los apiñaban alrededor del anciano.

El viejo y astuto mayordomo notó la mirada acechante de la mujer, por lo que disimuladamente se puso de pie y comenzó a gritar con enojo a los hombres que acomodaban los baúles:

—¡Tengan cuidado con las pertenencias del joven señor!, ¡Acaso no aprendieron nada siendo criados en este castillo por tanto tiempo!, Lo único que nos falta es que ese muchacho quiera regresar en el medio del viaje, por qué le rompimos alguno de sus juguetes.

—...— Los criados con aturdimiento detuvieron el traslado de los baúles y miraron estupefactos al viejo mayordomo, sin lograr comprender por qué este viejo comenzó a gritarles de repente cuando ellos solo seguían sus instrucciones.

Ver al mayordomo trabajando con seriedad provoco que la mujer aflojara su mueca por unos segundos, pero rápidamente la expresión de disgusto volvió a aflorar en su rostro, como si hubiera recordado algo desagradable. Sin importarle su imagen, la mujer alta agito sus manos con enojo y grito desde la barandilla al mayordomo:

—¡¿Alfonso me puedes explicar donde diablos se metió el protagonista de esta historia?!

Al escuchar el rugido de la señora, el mayordomo miro rápidamente a los ojos de la mujer y con una elegante sonrisa ignoro astutamente su pregunta para en su lugar responder:

—Mi señora, no me había percatado de que se había despertado tan temprano. Como notara, las pertenencias de su tercer hijo ya están casi todas preparadas para ser guardadas en el carruaje. ¡Dentro de poco tendremos todo listo para partir!

—¡Buen trabajo, Alfonso! ¡Se ve que siempre estás atento a los detalles!—Grito la mujer con cierta expresión de ironía y molestia en su rostro—Pero te estás olvidando de un detalle muy insignificante, querido mayordomo: ¡Guardar la pertenencia más importante!

—Juraría que ya trajimos todos los baúles valiosos, mi señora…—Respondió Alfonso, fingiendo no entender la indirecta da la señora, mientras la miraba con una expresión de aturdimiento bastante forzada.

—¡Te falto el baúl más grande!—Grito la señora con enojo y algo de preocupación— ¿Dónde diablos se metió mi hijo, Alfonso? ¡El carruaje tiene que partir en una hora o si no no se cruzara con la caravana principal!

Los gritos de la señora parecían no afectar al viejo mayordomo y con mucha calma el mayordomo volvió a sentarse en un baúl frente a la atenta mirada de la mujer. Con una elegante sonrisa, Alfonso respondió calmadamente como si ese problema ya hubiese sido resuelto de antemano:

—El joven señor ya está en el carruaje: como usted ya sabe, a su tercer hijo no le gustan mucho las despedidas.

—Menos mal…—Suspiró la mujer con alegría; al parecer estaba bastante preocupada con el tema, pero al recibir la respuesta que buscaba escuchar del mayordomo pudo tranquilizar sus nervios.

Un poco más tranquila, la mujer dio unas últimas órdenes al mayordomo antes de volver con pasos lentos y cansados hacia el pasillo:

—Termina rápidamente de acomodar los baúles y verifica que el carruaje marche deprisa hasta encontrarse con la caravana que se dirige a la capital. No pierdas el tiempo en hacer despedir nuevamente a mi hijo con los sirvientes o con los otros miembros de la familia: Apolo ya tubo 23 largos años para despedirse y los desaprovecho a conciencia.

Al ver a la mujer alejándose de la barandilla, la mueca de felicidad y tranquilidad en la cara del mayordomo fue desapareciendo de su rostro y en su lugar apareció una expresión llena de preocupación e impaciencia.

Cuando Alfonso estuvo lo suficientemente seguro de que la mujer alta no podría escucharlo, miró fijamente a los criados trabajando y susurro con apuro:

—Paren de acomodar los baúles de una buena vez…

Los criados, sin comprender el cambio de tés del aciano, siguieron las intrusiones y miraron con algo de aturdimiento como gotas de sudor comenzaron a caer en el rostro del mayordomo.

—No pierdan más el tiempo: … ¡¡Busquen al mocoso!!—Susurro Alfonso con desesperación.

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