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Jenny

Finales de octubre de 1990

Simplemente no pudo evitarlo. Y eso que ya había hecho tres paradas y en total había engullido cinco bocadillos, dos raciones de ensalada y tres tazas de café con leche. Sin embargo, se le hizo la boca agua con el cartel de la enorme hamburguesa. Además, pidió una ración de patatas fritas crujientes y brillantes por la grasa con mucha mayonesa y un enorme refresco de cola.

Era culpa suya. ¿Por qué había esperado tanto para ir al médico? ¿Acaso no oía hablar constantemente de esos niños que llegaban al mundo pese a que sus madres tomaban la píldora? ¿Por qué no había sospechado en cuanto le faltó el período por primera vez? Pensó que era por la píldora o por el estrés con Simon.

Sus pensamientos vagaron hacia Kacpar. «Un niño es una gran suerte», le dijo la noche que pasaron juntos en el italiano, y tenía razón. ¡Siempre y cuando no tuvieras que criarlo sola y encima sin trabajo! Pero eso seguro que no se lo imaginaba el joven arquitecto en ciernes Kacpar Woronski.

Estaba siendo injusta. Había ido a visitarle al antiguo piso de Angelika para ofrecerle ayuda económica si la necesitaba. Sin más, como un buen amigo. Sin ninguna obligación por su parte.

Lo había rechazado, claro. Era peligroso meterse en semejante situación. Kacpar era un tipo adorable, pero estaba locamente enamorado de ella y con eso esperaba crear un vínculo. En realidad era una lástima, pero no se podía forzar el amor. El amor era imprevisible y, por lo visto, siempre aparecía en el momento equivocado.

También su visita al hospital había sido en mal momento. En la revisión general comprobaron que ya estaba de cuatro meses y no de tres, como suponía. «Está usted en la semana dieciséis, señora Kettler», le comunicó el ginecólogo. «Por tanto, ya no es posible una interrupción del embarazo por indicación médica. Debería haber venido antes».

En la semana dieciséis… ¿Podía ser que en el italiano hubiera notado movimientos del niño?

Como no se le ocurría nada mejor, llenó el depósito del Kadett rojo y ahora iba de camino a Dranitz. Se alojaría en casa de su abuela. Al menos durante los meses siguientes. Por muy dispuesto a ayudar que estuviera Kacpar, Mücke y la abuela eran la mejor opción. Sobre todo, Mücke. Tenía realmente ganas de verla.

Jenny entró en el aparcamiento delante del área de servicio, aparcó y pidió una hamburguesa doble, una ración de patatas fritas con mayonesa y un refresco de cola, llevó su bandeja a una de las mesitas y engulló la comida con avidez. Si seguía comiendo así, pronto tendrían que hacerla rodar como si fuera un barril. Era horrible. Un embarazo era un estado cruel, cada día estaba más gorda, fea y desvalida, pero por desgracia el hecho de saberlo no mermaba su apetito. Después de tres meses vomitando casi todo lo que comía, ahora su cuerpo obtenía lo que necesitaba. Y su pequeño compañero de comidas también, claro. Imaginó un embrión, en su burbuja de líquido amniótico, mordisqueando una patata frita. Eh… Esa porquería seguro que no era nada sana para bebés. Tal vez debería procurar alimentarse de forma razonable.

Cuando recogió la bandeja vio una concha de plástico transparente en la pared bajo la cual había un teléfono público. Miró el reloj. Mücke estaría justo en la pausa del mediodía, tal vez la localizaría en la guardería.

—¿Mücke? Hola, soy Jenny. —Maldita sea, el aparato se tragaba la calderilla como si no le hubieran dado de comer durante semanas.

—¡Jenny! ¡Me vas a volver loca! ¡Menos mal que llamas! ¿Cómo estás? ¿Cuándo llegas? —gritó Mücke al otro lado de la línea en el auricular.

—Estoy de camino, por así decirlo. ¿Cómo estáis vosotros? ¿Todo bien? —Jenny hurgó en el portamonedas en busca de las últimas monedas de diez peniques, pero tuvo que meter un marco.

—¡Qué dices! —se lamentó Mücke—. Aquí tocados y hundidos. Me alegro de que por fin vengas.

—¿A qué te refieres con tocados y hundidos? Pensaba que la abuela estaba tan contenta en la mansión poniendo el nuevo papel de pared —bromeó Jenny, pero por lo visto Mücke carecía de sentido del humor en ese momento.

—Está muy enferma —le contó su amiga—. Tiene una pulmonía grave, pero no quiere ir al hospital bajo ningún concepto. Tu abuela es tozuda como una mula. Mine está con ella a todas horas, y yo me ocupo de Falko.

¡Estupendo! Jenny esperaba meterse en un nido cálido y hogareño para incubar su huevo con calma, y ahora todo iba fatal por ahí. Pulmonía, por Dios. En el caso de una mujer mayor podría ser mortal, según las circunstancias.

—¿Y las reformas? —tartamudeó—. Pensaba que podía mudarme a su casa…

Se oyó un crujido en la línea, Mücke debía de haber hecho algo con el cable. O aún no se habían librado de los micrófonos ocultos de la Stasi.

—A ella le parecería genial, pero de momento solo hay paredes desnudas y un montón de escombros. Puedes volver a vivir con nosotros. —Mücke dudó, pero luego se lo preguntó—: ¿Ha salido todo bien?

Por supuesto, ambas sabían a qué se refería con esa pregunta.

—Luego te lo explico —contestó Jenny con evasivas.

—¡Ay, no, pobre! —Mücke lo había captado enseguida—. Venga, ven ya, y hablaremos de todo.

Jenny se alegró de haber llamado, así por lo menos estaba preparada para enfrentarse a todo ese desastre. Lo primero sería enviar a su abuela a un hospital, era increíble lo testaruda que podía llegar a ser la gente mayor. ¡Peor que niños pequeños!

Ya había salido de Wittstock y, si todo iba bien, al cabo de media hora o cuarenta y cinco minutos estaría en Dranitz. El cielo se despejó y salió el sol. Hola, era la nieta de la propietaria de una mansión. Es más, era la nieta de la baronesa.

Por fuera no se notaba que la mansión hubiera cambiado de dueños. Solo los cubos llenos de escombros que yacían junto a la entrada insinuaban que había reformas en marcha. Jenny giró el vehículo con cuidado sobre el terreno, intentó evitar los charcos y aparcó al lado del Astra blanco de su abuela. La caseta seguía ahí, alguien había construido una valla de madera baja alrededor, y delante estaba Falko tumbado, que la observaba con desconfianza.

—Hola, perro —lo saludó—. He vuelto. ¿Aún me conoces?

El animal se levantó y se acercó a ella al trote, olisqueó la mano que le ofrecía, luego las perneras de los pantalones y, finalmente, dio media vuelta y volvió a tumbarse delante de la valla. Su alegría no fue abrumadora, pero bueno, podría haber saltado sobre ella a morderla.

¿Por qué había vallado la abuela la cabaña? Se acercó unos pasos y luego se detuvo, asombrada. Era evidente que Franziska pretendía abrir una granja. Para empezar, tenía dos lechones. Jenny se quedó un rato fascinada delante del cercado, mirando cómo retozaban los dos cerditos rosados. Eran muy monos, pasaban corriendo con las orejas aleteando alrededor de la caseta, chillando y gruñendo, y parecía que lo pasaban en grande. Era increíble que luego fueran atravesados con un pincho para asarlos sobre una llama. Jenny se estremeció. A partir de entonces solo comería gallina o vaca.

—¡Jenny! ¡Eh, Jenny, ahora mismo bajo! —bramó Mücke por una ventana en la primera planta de la mansión.

De la tienda salieron dos mujeres con bidones de leche que la saludaron con un gesto amable de la cabeza. Cuando pasaron por su lado, oyó que una comentaba:

—Ahí está por fin. Ya era hora…

Mücke salió corriendo de la casa, se le lanzó al cuello y luego puso una mano sobre la barriga un poco abultada de Jenny.

—Aún sigue ahí, ¿eh? —preguntó en voz baja.

—Ya estoy de dieciocho semanas —susurró Jenny.

Mücke suspiró, luego se encogió de hombros y sonrió.

—No te preocupes. Seguro que será un niño fantástico. ¡El heredero de Dranitz!

—¡Para ya! —Jenny no estaba para bromas.

Cuando Mücke se dio cuenta, le acarició el pelo en actitud fraternal.

—No es para tanto —dijo para consolarla—. Ya lo arreglaremos.

Solo era una manera de hablar, pero le sentó bien. Sí, había sido un acierto ir allí. Mücke era la mejor amiga que había tenido jamás. Tampoco había tenido muchas, en parte porque su madre se mudaba con mucha frecuencia. Desvió la mirada hacia la cabaña de su abuela con los dos lechones.

—Esos son Artur y la pequeña Susanne —le explicó Mücke—. Se los olvidaron en el transporte.

Jenny se sentía muy desubicada. En las pocas semanas que había pasado en Berlín, allí habían ocurrido cosas decisivas. La madre de Kalle había comprado las ruinas de la casa del inspector y se la había regalado a su hijo. La cooperativa de producción agrícola se había convertido en una cooperativa a la occidental, cuyo director no era otro que Gregor Pospuscheit, que había despedido en el acto a Kalle y a unos cuantos de sus amigos.

—Ese miserable —soltó Jenny, asqueada.

—Y tanto…

—Es muy amable por parte de Kalle que se haya quedado con los cerdos —comentó Jenny—. Tiene que ser un buen tipo si le gusta aguantar animales, ¿no?

Mücke se encogió de hombros. Claro que lo era. No tenía nada en contra de Kalle. Le caía muy bien.

—Entiendo —murmuró Jenny—. Es un buen tipo, pero no se enciende la chispa.

—¡No, para nada! Por cierto, las vacas también se han ido. Se las llevaron todas, Kalle solo pudo salvar a cinco. Ahora están ahí abajo, junto al lago. Kalle ha cercado una parte, porque de lo contrario no sabe dónde dejarlas. El terreno de la casa del inspector es demasiado pequeño.

—¿Las vacas están en el querido jardín de la abuela? ¿Y qué dice ella? —preguntó Jenny, divertida.

—Nada en absoluto. Se lo diremos más adelante, cuando no esté tan enferma —contestó la joven, con remordimientos.

—Tonterías. ¿Dónde está la abuela, por cierto?

—Sube la escalera y sigue la tos…

Por lo visto, Mücke no había perdido el humor negro. Mientras las dos chicas subían la escalera cubierta con un plástico, le explicó con orgullo que ordeñaban las vacas dos veces al día y vendían la leche en el Konsum. En el pueblo ya nadie tenía ganado, así que la gente estaba entusiasmada. Y como Mine había guardado la vieja mantequera, incluso habían hecho mantequilla. Era dorada y blanda, muy distinta de la mantequilla barata de la tienda, y estaba deliciosa. Ante semejante descripción a Jenny se le abrió un apetito infernal por un pedazo de pan de centeno con mantequilla fresca, y tuvo que tragar varias veces porque se le estaba haciendo la boca agua.

Desde arriba resonó la tos de su abuela, superada por unas potentes voces masculinas. Kalle estaba sentado en el suelo con otros dos operarios, tomando una cerveza. Al ver a Mücke y a Jenny, los hombres les señalaron con orgullo las paredes recién empapeladas. Ramas de rosal, flores de color salmón y blancas, en medio hojitas verdes, de vez en cuando un pájaro azul cielo.

—No es del todo de nuestro gusto, un poco cursi, pero la baronesa lo quería así —explicó Kalle, en pocas palabras.

Jenny saludó, se deshizo en elogios y dijo que era maravilloso, y siguió la tos a toda prisa. Madre mía, seguro que su abuela había cogido algo.

La encontró tumbada, con los ojos cerrados, en una habitación pequeña y mohosa, entre unos vetustos armarios y estanterías marrones. En el espacio vacío que quedaba en medio encajaban justo la cama y una mesita. Encima había una bandeja con una botella de agua medio vacía, varias cajitas de medicamentos, un termómetro y un cuenco con un potaje.

—¿Abuela? ¿Estás dormida? —preguntó en voz baja.

Todo el mundo sabe que era una de las preguntas más absurdas que se le puede hacer a una persona dormida, pero a Jenny no se le ocurrió nada más al ver el rostro pálido y enjuto de su abuela.

Franziska abrió los ojos y se quedó mirando un momento a su nieta, como si le costara reconocerla. Luego sufrió un fuerte ataque de tos.

—¡Jenny! —dijo con voz ronca—. ¡Jenny! ¿Eres tú realmente?

—Sí, claro, ¿qué pensabas? —preguntó la joven, perpleja.

—Al principio te he confundido con Elfriede —le explicó la anciana, concentrada—. ¿Sabes? Últimamente no paro de ver cosas raras. Debe de ser por este estúpido resfriado…

—¿Elfriede? ¿Quién es Elfriede?

—Elfriede… —Tosió y se presionó con una mano el pecho dolorido—. Elfriede era mi hermana pequeña.

Jenny lo recordó. La abuela se lo había contado. Tenía una hermana y dos hermanos, pero todos murieron durante la guerra. Fuera como fuese, tenía que hacer algo lo antes posible para que su abuela no muriera de esa estúpida tos.

—Tienes que ir al hospital urgentemente, abuela —fue su primer intento—. Una pulmonía no es una broma.

—Tonterías. —Hizo un gesto de desprecio y buscó a tientas la botella de agua—. No tengo una pulmonía. Me encuentro bien, solo estoy un poco débil. Anteayer volví a ponerme en pie y les dije a los chicos dónde había que poner cada papel de pared.

Sacó dos pastillas azules del plástico y se las tragó con un par de sorbos de agua. Luego se volvió a tumbar con la respiración entrecortada.

Mücke entró detrás de Jenny y le rozó con suavidad el hombro.

—Es cierto. Anteayer estuvo corriendo por toda la casa en vez de quedarse en la cama. Y ayer lo volvió a pillar bien. Una recaída. Algo así puede acabar mal…

La abuela tosió.

—Llegas justo en el momento adecuado, Jenny —dijo con voz ronca cuando pasó el ataque—. Tu habitación ya está empapelada, y también han montado la ventana. Ahora podemos ir a buscar los muebles al almacén. Y Mine quiere coser las cortinas, las mismas que tenía Elfriede.

—Para, abuela —le cortó Jenny con cautela, y se sentó en el borde de la cama—. Creo que deberías ir uno o dos días al hospital y que te hagan una buena revisión. Para que puedas recuperarte rápido.

—Pero no puede ser —masculló Franziska entre dos ataques de tos—. Vienen los techadores, el instalador quiere ver el salón por la calefacción de fuel…

—Solo uno o dos días y volverás a estar aquí. Y entre tanto yo me ocupo de todo, ¡te lo prometo!

—Tal vez no sea mala idea —susurró Franziska, y apretó la mano de su nieta, agradecida. Jenny notó una sensación cálida en el corazón. Era bonito que alguien confiara en ella. La relación con su madre estaba repleta de escepticismo y desconfianza mutuos. Con un poco de suerte aún no era demasiado tarde, aunque su abuela tenía un aspecto bastante deplorable.

—Voy a llamar a la ambulancia —le susurró Mücke al oído, y se dispuso a irse—. ¡Que se recupere pronto, señora Kettler!

La abuela no soltó la mano de Jenny. Miró a los ojos a su nieta con una sonrisa.

—Me alegro mucho de que hayas venido, niña. Pero no creas que te voy a dejar la carga de esta mansión. La reforma es asunto mío, y solo mío. Pero si tú quieres, sería bonito…

A Jenny se le humedecieron los ojos. La imagen encima del piano de Königstein. Entendía muy bien a esa anciana. Llevaba años soportando esa nostalgia y, ahora que por fin tenía su objetivo al alcance de la mano, le fallaban las fuerzas.

—Claro que me gustaría —dijo, con una firmeza que la sorprendió a ella misma—. Soy una Von Dranitz, pertenezco a este sitio. Somos compañeras, abuela.

Se quedó sentada en la cama hasta que llegó la ambulancia de Neustrelitz. La abuela estaba extraordinariamente animada, hablaba de los techadores, que estaban arreglando las vigas y querían cubrir de nuevo el tejado. Del instalador, que ya estaba poniendo cañerías en el baño. Del holandés dueño de todos los muebles del sótano.

—Escoge las piezas más bonitas, mi niña —susurró—. Hay auténticas joyas. Aquí la gente no sabe los tesoros de los que se desprenden.

—Lo haré, abuela. Y tú te recuperarás muy pronto.

Los dos jóvenes sanitarios ayudaron a la enferma a subir a la camilla y se quejaron de los escombros, que estaban por todas partes. Abajo esperaba Mücke, que sujetaba con fuerza a Falko para evitar que saltara a la camilla. Cuando se fue la ambulancia, el perro tiró con furia de la correa, y Mücke tardó un buen rato en calmarlo.

Jenny siguió el proceso desde la ventana de una de las habitaciones recién empapeladas. Cuando la ambulancia desapareció tras los pinos, se sintió bastante sola. La señora Von Dranitz. No era así como lo había imaginado.

—¿Y qué, joven? —dijo Kalle tras ella—. ¿Te gusta la nueva habitación? El papel pintado está puesto, pero tiene que secarse.

—Está superbonito —lo elogió—. Rosas y pájaros azules… Siempre quise un papel así.