Arya observaba a Jon con una mezcla de curiosidad y leve irritación. Su hermano mayor estaba completamente absorto en los planos extendidos sobre la mesa, sus ojos grises deslizándose por las líneas con la intensidad de un hombre mucho mayor que sus trece años. A Fantasma, su albino cachorro de huargo, no parecía importarle la falta de atención de Jon; estaba acostado junto a él, recibiendo cariños distraídos mientras Jon le rascaba la panza. Fantasma movía la pata trasera con entusiasmo, aunque su naturaleza muda lo mantenía en un extraño, pero sereno, silencio. Arya, sin embargo, no podía evitar sentir una punzada de celos al ver la devoción de Jon por los pergaminos y su lobo, y no por ella.
—¿Qué haces, Jon? —preguntó con la despreocupación de una niña que buscaba una distracción. Su tono era inocente, pero su frustración se asomaba en los bordes de su voz.
Jon levantó la vista, claramente sorprendido. No se había dado cuenta de que su hermana estaba allí. Levantó una ceja, rascándose el mentón como si evaluara cuánto explicarle.
—He recibido algunos mensajes esta semana —dijo al fin, señalando un par pergaminos apilados junto a él—. Pronto tendremos invitados en Winterfell, muchos de ellos. Algunos se quedarán bastante tiempo, y he pensado que sería una buena idea reparar la torre rota. Incluso ampliarla. También estoy planeando reorganizar la biblioteca; ha estado en decadencia durante años. Además, quiero empedrar las calles de Winter Town, pero no antes de arreglar el sistema de desagües y cloacas. Y luego están los proyectos de Padre: el canal, las flotas comercial y de guerra, y la construcción de más jardines de cristal para extender las cosechas.
Jon habló con un entusiasmo inusual, como si enumerar las tareas le diera un propósito más allá del peso de su reciente responsabilidad. Pero Arya no compartía ese entusiasmo. Frunció el ceño, cruzando los brazos con visible irritación.
—¿Entonces traerás sureñas al Norte? —preguntó, su voz cargada de escepticismo—. Eso explica por qué Sansa está tan emocionada últimamente. Seguro espera encontrar una amiga dama sureña como ella.
Jon sonrió, incómodo ante el comentario. Revolvió el cabello de su hermana con afecto, ganándose un bufido molesto de Arya. Pero después de unos segundos, ella también sonrió.
—Sansa nunca te cambiaría, Arya. Y espero que tú nunca lo hagas. Pero tienes que entender algo... —Jon dudó, mordiéndose el labio como si buscara las palabras adecuadas—. Desde que... bueno, ya sabes. Desde que Lady Catelyn se marchó, Sansa se siente como si no tuviera lugar entre nosotros.
Arya desvió la mirada, incómoda con el tema. Desde que Lady Catelyn había dejado Winterfell, llevándose consigo solo su orgullo herido, Arya y Sansa habían cambiado. Arya se sentía más libre, más rebelde, mientras que Sansa se había encerrado en sí misma, apartándose incluso de sus doncellas más cercanas: Jeyne Poole, Alys Karstark, Wynafryd y Wylla Manderly. Arya no podía evitar notar la tristeza que a veces asomaba en los ojos de su hermana gemela, aunque rara vez se detenía a reflexionar sobre ello.
Jon aún no sabía qué pensar de la mujer que siempre lo había mirado con desdén. Pero cuando se fue, había algo más en sus ojos, algo que Jon no podía identificar del todo: vergüenza, tal vez. O una sensación de traición que ella no lograba esconder.
—Además, las doncellas que vienen no son cualquier cosa —continuó Jon, ignorando el silencio de su hermana—. Una está bajo el cuidado de la Mano del Rey, y otra es una sobrina de Tywin Lannister. Es un gran movimiento, ¿no crees?
Arya asintió lentamente, pero no comentó nada. Arya, aburrida de sus propios pensamientos, comenzó a examinar los libros desperdigados sobre la mesa. Mapas, tratados, y un pesado tomo sobre arquitectura llenaban el espacio. Sus ojos regresaron a Jon, observándolo en silencio. Era más alto de lo que recordaba, y la seriedad en su rostro lo hacía parecer aún mayor.
—¿Es cierto que Lord Reed vendrá? —preguntó de repente.
Jon ladeó la cabeza, sorprendido por la precisión de su hermana. ¿De dónde sacaba esa información? Arya siempre parecía saber más de lo que debería, como un pequeño cuervo de ojos brillantes que recogía migajas de conversaciones ajenas.
—El Tío Benjen me aconsejó nombrarlo regente —admitió Jon finalmente, mientras doblaba uno de los planos—. Soy demasiado joven, Arya. Todos lo somos. Será bueno tener a alguien en quien podamos confiar. Padre siempre dijo que Lord Reed era uno de sus mayores amigos.
Jon suspiró, dejando escapar algo de la tensión que llevaba acumulada. No podía hacer todo él solo. Aunque había recibido la misma educación que Robb, nunca se había imaginado teniendo que asumir tanta responsabilidad. Si Robb estuviera aquí, probablemente estaría igual de perdido. Nadie podía llenar los zapatos de su padre. Eddard Stark había sido el corazón del Norte: perfecto, respetado y temido. Y Jon, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía evitar sentir que siempre viviría a la sombra de aquel hombre.
Miró su mano, la puso sobre uno de los libros y cerró los ojos, imaginando a su padre haciendo lo mismo. Pero la distancia entre ellos era abismal.
—¡Oye, Jon! —La voz de Arya lo sacó de sus pensamientos.
Jon parpadeó, enfocándose en su hermana, que lo miraba con intriga y una sonrisa traviesa.
—¿Qué pasa, Arya? —preguntó.
—Prometiste enseñarme a usar la espada, ¿recuerdas?
Jon suspiró, sintiéndose culpable por haber olvidado esa promesa. Pero lo que estaba haciendo era importante.
—Dame unos minutos mientras ve con Ser Rodrick y pídele que te ponga algunos ejercicios.
Arya hizo un puchero pero asintió y se retiró. Pero Jon tardó más que unos minutos. Pasaron un par de horas antes de que finalmente cumpliera su palabra y se dirigiera al patio, donde Arya, empapada en sudor y jadeando, seguía insistiendo en completar los ejercicios que Ser Rodrik le había encomendado. Jon se unió a ella, ofreciéndole consejos, ayudándola a corregir su postura y celebrando sus avances, aunque se notaba el agotamiento en los movimientos de Arya. Cuando terminó la práctica, la familia se reunió para cenar, una cena sencilla pero cálida, como la mayoría en Winterfell, antes de que cada quien regresara a sus habitaciones para dar por concluido el día.
La rutina de Jon era cada vez más pesada. Dividía su tiempo entre las lecciones de armas con Ser Rodrik, los estudios teóricos bajo la guía del maestre Luwin y la interminable tarea de administrar los asuntos del Norte mientras aguardaba la llegada de Lord Reed. Sin embargo, esa noche sentía el peso del día de manera especial, por lo que decidió dar un paseo solitario por los antiguos pasillos de Winterfell. Su escudero, Domeric Bolton, lo había acompañado durante el día, pero ahora Jon lo despidió con un gesto cortés, prefiriendo la compañía del silencio.
Al poco tiempo, se encontró en el Gran Salón. La vasta estancia, con sus altas paredes de piedra, parecía contener la historia misma del Norte entre sus sombras y penumbras. Sus pasos resonaron suavemente mientras cruzaba el salón, hasta detenerse frente al trono del invierno. El trono de sus ancestros. No era un asiento ostentoso como el de las otras casas del Valle o de el Oeste, ni un asiento de oro como los de las ricas Casas del Dominio. Era un trono de piedra fría, tallado con la precisión austera que caracterizaba a los Stark de antaño, los Reyes del Invierno. Un trono que ningún Guardián del Norte había osado usar desde que los Stark se arrodillaron ante Aegon el Conquistador.
Jon alzó la mano y, con cautela, pasó las yemas de los dedos sobre la superficie desgastada de la piedra. La sensación era extraña, casi como si el trono emanara un aire de severidad y juicio. "Rebelión", pensó. Aquella palabra llevaba semanas atormentándolo. ¿Y si el Norte volvía a rebelarse? ¿Tendría él la fuerza para liderar a su gente en caso de un conflicto con el Trono de Hierro? ¿Era posible que los Stark volvieran a reclamar la independencia que alguna vez fue suya?
La ausencia de Catelyn Tully, tampoco ayudaba a disipar sus dudas. Jon no podía evitar pensar en las palabras que sus espías le habían susurrado sobre sus movimientos. Había algo inquietante en la partida de Lady Catelyn, algo que dejaba una sombra en la fortaleza, como si hubiera secretos enterrados en la nieve que algún día podrían salir a la luz.
—¿Jon? —La voz suave y medida lo sacó de sus pensamientos. Se giró lentamente, y sus ojos grises se encontraron con los de su hermana Sansa, que lo observaba con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Jon se enderezó, incómodo. —¿Cuánto llevas ahí? —preguntó con un tono más apenado del que habría querido usar.
—Lo suficiente para notar que tus pensamientos están lejos de aquí —respondió Sansa con una pequeña sonrisa, aunque su mirada seguía siendo inquisitiva.
Jon desvió la mirada, tosiendo para disimular su vergüenza, y descendió los escalones que llevaban al trono. Se dirigió a la mesa principal del salón, donde lo esperaba el asiento del Guardián del Norte. Era un asiento sencillo pero cargado de simbolismo, decorado con antiguas runas talladas que Jon nunca había comprendido del todo. Dudaba que fueran meros adornos; había un significado en ellas que se le escapaba, un eco de una era más antigua, de un Norte que había existido mucho antes de los Targaryen.
Se sentó, aunque sus pies aún no alcanzaban del todo el suelo. "Ya creceré", pensó, con una punzada de frustración. Algún día sería lo suficientemente alto, lo suficientemente fuerte, para sentarse en ese asiento como un verdadero hombre. Como su padre. Como Eddard Stark.
—Bien, ¿necesitabas algo, hermana? —preguntó finalmente, intentando sonar despreocupado—. ¿Quizás algún producto de la lejana Qarth que te interese?
Sansa negó rápidamente con un gesto, para su sorpresa. En lugar de responder, colocó un pesado libro sobre la mesa. El tomo, encuadernado en cuero gastado, tenía las marcas del tiempo en sus bordes.
—¿Un mapa? —preguntó Jon, ladeando la cabeza sin mucho interés.
Sansa no respondió de inmediato. Se sentó a su lado, como si fuera lo más natural del mundo. Jon parpadeó, ligeramente desconcertado. Su hermana había cambiado mucho en las últimas semanas.
—El maestre Luwin dice que ya he terminado mis lecciones sobre las Casas y los clanes de más allá del Muro —dijo Sansa, con una mezcla de orgullo y seriedad en su voz.
Jon asintió lentamente, procesando las palabras de su hermana mientras mantenía la mirada fija en el pesado libro que ella había traído. Sansa no era solo su hermana; también era su heredera. La realidad lo golpeaba como el viento frío del Norte. No había más hombres en la línea de los Stark, nadie más en quien pudiera confiar el gobierno de Winterfell y del Norte si algo le ocurría. Sin embargo, no podía evitar recordar las palabras de su tío, aquellas que parecían un eco cada vez que se planteaba el futuro de su Casa.
"Jon, las mujeres de nuestra casa no están hechas para gobernar. No lo olvides. Amo a mis sobrinas, pero llevan la sangre de Lyanna tanto como tú y yo."
Sacudió la cabeza ligeramente, como si pudiera ahuyentar ese recuerdo. No quería cargar a Sansa con ese peso, ni permitir que aquellas palabras dictaran el destino de su hermana.
—Entonces, ¿te has convertido en la mayor erudita del Norte? —bromeó, intentando aligerar la tensión, aunque su tono era más amable de lo habitual.
Sansa esbozó una pequeña sonrisa, pero su mirada permaneció fija en el mapa desplegado sobre la mesa. Había algo diferente en ella, desde la muerte de sus padres, siete semanas atrás. Jon se dio cuenta de cuánto había cambiado su pequeña hermana, una niña que antes soñaba con cuentos de caballería, canciones de amor y poemas sobre eternas primaveras.
El abandono de su madre, sin embargo, había destrozado algo dentro de Sansa. Mientras que Arya había tomado esa ausencia como una oportunidad para ser libre, para rechazar todo lo que consideraba cadenas, Sansa había sentido el vacío como una herida profunda, una traición que seguía palpitando en su interior. Jon lo veía en sus ojos, en la forma en que se aferraba a las lecciones del maestre Luwin o a los libros polvorientos de la biblioteca. Era como si buscara construir un escudo con palabras y conocimientos, algo que la protegiera del mundo exterior.
Jon se preguntó, no por primera vez, si debía contarles a ambas lo que sabía. Sus espías, aunque pocos, eran lo suficientemente astutos para mantenerse informados. Catelyn Tully, su madre, había emergido de la depresión tras la muerte de Robb y su padre, y ahora buscaba aliados en los Siete Reinos. Había intentado avivar las llamas de la venganza contra Jon, describiéndolo como un bastardo usurpador que había reclamado el Norte sin derecho alguno. Pero nadie había respondido a su llamado. Los señores del Tridente no mostraban interés en un conflicto por Winterfell, y las cartas que había enviado al Norte habían caído en oídos sordos.
Catelyn había intentado utilizar a la Fe como arma, argumentando que era su deber llevar a los Siete al Norte, pero incluso ahí sus esfuerzos eran inútiles. La Fe Militante, aunque resucitada por Robert Baratheon, era débil todavía, y los Hijos del Guerrero y los Clérigos Humildes no parecían inclinados a escucharla. A Jon le preocupaba que eso pudiera cambiar en el futuro, pero por ahora, la amenaza era mínima.
Sansa lo miraba extrañada, y Jon se dio cuenta de que se había perdido en sus pensamientos nuevamente. Arya solía burlarse de él por eso, diciendo que parecía un anciano con la frente fruncida y la mirada fija en la nada. Para disimular, Jon le sonrió y tomó el libro que ella había traído, hojeándolo hasta encontrar un mapa sin nombres, adornado solo con blasones.
—Bueno, vamos a hacerte una pequeña prueba —dijo con una sonrisa, mientras Sansa lo miraba con una mezcla de curiosidad y diversión.
Jon señaló un punto en el centro del mapa. —Aquí.
Sansa se inclinó hacia adelante, sus ojos azules brillando con un destello de entusiasmo.
—Bosques Gélidos, Casa Falkirk —respondió sin titubear—. Su castillo es el Fuerte Falkirk. Su emblema: dos caballos rojos sobre un campo blanco. Su actual señor es Qhorin Falkirk. Su lema es: "A mí la caballería". Es una de las casas fundadas después de las Guerras del Invierno. Su señor luchó por Lord Rickard Stark y fue recompensado con tierras.
Jon dejó escapar una carcajada, sorprendido por la rapidez y precisión de su respuesta.
—Nada mal, Lady Sansa.
Una sonrisa de triunfo apareció en el rostro de su hermana, quien se recostó ligeramente en su asiento, satisfecha. Arya siempre fallaba en este tipo de pruebas, claro. Su interés estaba más enfocado en las prácticas de los guerreros de los clanes más allá del Muro y en la forma en que luchaban los norteños salvajes, no en las historias de las casas menores que surgieron tras las antiguas guerras.
—Sabes mucho más que yo a tu edad, lo admito. —Jon se recostó ligeramente en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho mientras observaba a su hermana con una mezcla de orgullo y nostalgia, aunque no podía disipar del todo las sombras que siempre parecían seguirlo.
Sansa no dijo nada al principio. Su mirada, suave pero distante, seguía fija en el mapa que tenían frente a ellos. Por un breve instante, el peso de los títulos, las responsabilidades y las heridas del pasado pareció desvanecerse. Solo eran Jon y Sansa, hermanos compartiendo un momento de calma en el corazón del invierno.
—Bien, vamos con algo más difícil —dijo Jon, rompiendo el silencio mientras buscaba en el mapa un lugar que desafiara el conocimiento de su hermana. Al hacerlo, no pudo evitar reflexionar sobre la inmensidad del Norte. Era un vasto y salvaje territorio, lleno de casas, clanes y tribus, cada uno con sus propias lealtades y rivalidades. Si surgiera una rebelión en las costas heladas, o en los lagos sombríos, o incluso en la distante Costa Pedregosa, aplastarla podría tomar meses, quizás años.
Sus pensamientos lo llevaron sin darse cuenta a posar un dedo sobre la parte más lejana del mapa, más allá de las tierras conocidas.
—¿El Corazón del Invierno? —preguntó Sansa, alzando una ceja con escepticismo. —Jon, eres el Señor del Norte, pero ni siquiera tú podrías enviar hombres allí. Nadie podría sobrevivir en esa región. No hay clanes, ni siquiera los rebeldes del tiempo de nuestro bisabuelo se atrevieron a aventurarse tan al norte.
Jon apartó el dedo con un pequeño sobresalto, como si el mapa le hubiera quemado. Su hermana tenía razón, pero había algo en ese lugar que lo inquietaba. Era como un llamado, una voz silenciosa que resonaba dentro de él, susurrando promesas de secretos y terrores olvidados. Durante un momento, lo que fueron unos segundos para Sansa, se sintió como una eternidad para Jon.
—Lo siento —murmuró, sacudiendo la cabeza para despejarse. —¿Qué tal el Bosque del Colmillo?
Sansa inclinó la cabeza ligeramente, estudiando el mapa. El Bosque del Colmillo estaba cerca de los Colmillos Helados, la cadena montañosa más extensa del Norte. Después de un momento, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
—Clan de los Rebaños —dijo con confianza. —Su asiento es la Torre Vigilante. Su señor es Craster. Su emblema son dos doncellas de lanza sobre un campo púrpura. Su lema: "Lobos entre ovejas".
Jon asintió, recordando a Craster, un hombre al que apenas conocía pero que ya despertaba su desconfianza. Fue uno de los que no se presentó al funeral de Eddard y Robb. Tal vez sería prudente vigilarlo más de cerca. Sin decir nada, pasó su atención a la desembocadura del río Agualechosa.
—Casa Stirling —continuó Sansa antes de que Jon pudiera hablar. —Señores del Fortín Agualechosa. Su señor actual es Jacobo Stirling. Su emblema es una doncella derramando leche de cabra sobre un río, sobre un campo blanco. Su lema: "Mi escudo nunca será roto".
Jon dejó escapar una risa baja, impresionado. Era evidente que Sansa se tomaba en serio sus estudios. Había una determinación en ella que le recordaba a su padre durante sus lecciones. Por un momento, el recuerdo de Eddard Stark, con su mirada severa pero llena de paciencia, cruzó por la mente de Jon.
—Creo que será todo por ahora —dijo, aunque el tono de su voz dejó entrever un toque de orgullo.
Sansa lo miró con una ligera expresión de desilusión. —Puedes preguntarme más si quieres.
Jon negó rápidamente con un gesto de la mano. —No será necesario. No hasta el próximo gran festival de la cosecha. Aún faltan un par de años para ello.
Sansa suspiró, un suspiro de resignación mezclado con aburrimiento. Se levantó con elegancia, comenzando a recoger los libros y pergaminos esparcidos por la mesa.
—Escuché que la doncella propuesta por los Lannister pronto llegará a Puerto Dragón Marino —comentó mientras apilaba los libros con cuidado.
Jon alzó una ceja, intrigado por la información. —¿Escuchaste? ¿O tu amigo por correspondencia, Petyr Baelish, te lo dijo?
El comentario hizo que Sansa lo mirara con una chispa de desafío en los ojos, pero solo asintió en silencio, lo suficiente para confirmar que la información había llegado a través del controvertido Lord Baelish.
—No me agrada ese hombre —dijo Jon secamente, su tono cargado de desconfianza.
Sansa lo enfrentó con una mirada que, a pesar de su corta edad, logró helarlo por un instante. —Confías en tu escudero Bolton y en los espías que siguen a mi madre. ¿Por qué no en un hombre que tiene voz y voto en el corazón de la corte?
Jon la fulminó con la mirada, aunque no pudo evitar sentirse ligeramente sacudido por sus palabras. Domeric Bolton había demostrado ser leal, y los espías del Norte cumplían con su deber, pero no podía negar que los métodos de Baelish eran... cuestionables.
Sansa recogió el último libro y se retiró sin añadir nada más. Jon la observó mientras salía de la sala, sorprendido y algo inquieto por su comentario. ¿Qué tanto sabía su hermana? ¿Cómo lo sabía? Tal vez debería replantearse de la lealtad de sus informantes. Pero entonces, ¿cómo construir una red de espías fiable? El Norte no tenía el alcance de las Serpientes Silenciosas de Dorne ni la sutileza de los peces gordos de los Manderly. Quizás debería hablar con Roose Bolton o con Wyman Manderly. Se decía que sus redes de informantes eran de las más efectivas al norte del Cuello.
Mientras el eco de los pasos de Sansa se desvanecía en los pasillos de Winterfell, Jon dejó escapar un suspiro y volvió a enfocar su mirada en el mapa. Allí, más allá de los Colmillos Helados y de las tierras conocidas, estaba el Corazón del Invierno. Una vasta extensión de blanco infinito, tan hostil y vacío que incluso los clanes salvajes, temerarios por naturaleza, evitaban acercarse. Pero el lugar lo llamaba, como si un susurro helado le murmurara en lo más profundo de su ser. "Tal vez", pensó brevemente, "más allá de ese desierto de nieve existan otras tierras, otras civilizaciones olvidadas por el tiempo". Se sacudió la idea con un movimiento brusco de la cabeza. No era un niño soñador ni un bardo lleno de ilusiones tontas. Era Jon Stark, Señor de Winterfell y Guardián del Norte. El deber lo ataba al ahora, no a fantasías lejanas.
Esa misma tarde, las puertas de Winterfell se abrieron para recibir a su regente, Howland Reed. Jon, vestido con una armadura de cuero negro decorada con grabados de lobos huargos y capas forradas de lana, lo aguardaba en el patio principal junto a su guardia personal. Los hombres de Jon, con sus impresionantes armaduras de placas adornadas con grabados de plata, formaban una línea imponente. Incluso el viento frío parecía contenerse en reverencia. Jon había ordenado a sus hermanas que también estuvieran presentes, una instrucción que Sansa aceptó con la gracia estudiada que siempre mostraba en público, mientras Arya resoplaba pero obedecía, no dejo que la pequeña Lyarra se expusiera a el frío así que ella se quedó en su habitación cuidada por sus nodrizas.
El grupo que acompañaba a Howland Reed resultó ser una imagen extraña y fascinante a la vez. Una docena de crannogmen, hombres y mujeres del Cuello, llegaron montados en caballos medianos de patas robustas y crines enmarañadas, adecuados para las tierras pantanosas de donde provenían. Los crannogmen eran pequeños según los estándares norteños, donde hombres de más de dos metros no eran raros. Ninguno de ellos superaba el metro sesenta, pero había una ferocidad contenida en su presencia que hacía que nadie en el patio osara reírse. Vestían capas gris verdoso, teñidas para mimetizarse con la niebla y las aguas del Cuello, cada una decorada con un lagarto-león negro, el emblema de la Casa Reed. Sus cotas de escamas eran de un gris oscuro que reflejaba la luz de manera apagada, como si absorbieran la claridad del día. A sus espaldas llevaban carcajs llenos de flechas y arcos medianos, y muchos portaban lanzas de tres puntas que parecían diseñadas para atravesar tanto carne como armaduras ligeras.
Howland Reed encabezaba el grupo, montado en un caballo que parecía apenas más alto que él. Era un hombre pequeño, incluso más bajo que la mayoría de sus acompañantes, con cabello rojizo que asomaba bajo la capucha y una barba del mismo color que le cubría gran parte del rostro. Su piel era pálida, marcada por los años y las dificultades, pero sus ojos verdes tenían una serenidad insondable, como un lago cubierto de niebla. Su vestimenta era sencilla pero de buena calidad, adecuada para un señor del Cuello. Llevaba un jubón de tela gruesa en tonos gris verdoso, con bordados negros que representaban lagartos-león, y un cinturón de cuero decorado con un colgante tallado en forma de un lagarto-león, un talismán que parecía hecho a mano.
A su lado cabalgaba una joven que Jon asumió que era su hija. Tenía una belleza discreta, más dulce que impactante. Era baja y delgada, casi delicada en su complexión, con cabello castaño que llevaba atado hacia atrás en una coleta que dejaba al descubierto un rostro marcado por una dureza prematura. Sus ojos verdes brillaban con inteligencia, y aunque su figura era menuda, había algo en su porte que sugería resiliencia. Su vestido, de lana teñida de gris con detalles en verde, estaba ceñido de forma simple pero elegante, y no ocultaba que era más una guerrera que una doncella de salón.
Cuando Howland desmontó, se adelantó hacia Jon, dejando a sus hombres esperando a una distancia respetuosa. Sus movimientos eran precisos y tranquilos, como si estuviera acostumbrado a evitar cualquier desperdicio de energía.
—Lord Stark —dijo, inclinando la cabeza con un respeto tranquilo. Su voz era suave, casi musical, pero tenía un peso que demandaba atención. Los crannogmen que lo acompañaban replicaron su gesto, inclinando sus cabezas al unísono.
Jon respondió con una leve inclinación, manteniendo la compostura que se esperaba de un Lord del Norte. —Lord Reed.
Howland esbozó una pequeña sonrisa, una expresión fugaz que iluminó su rostro por un instante. —Estoy honrado de servir como su regente hasta que alcance la mayoría de edad. —Sus palabras estaban cargadas de sinceridad, y sus ojos verdes, tranquilos como un pacífico mar, no mostraban ni ambición ni deseo de poder.
Jon estudió al hombre por un momento, buscando algún rastro de duplicidad o interés oculto, pero no encontró nada. Solo la calma impenetrable de un hombre que conocía su lugar en el mundo y no deseaba más de lo que ya tenía.
—El honor es mío, Lord Reed. —Jon hizo un gesto hacia la entrada del Gran Salón. —Winterfell le da la bienvenida a usted y a los suyos.
Mientras los hombres del Cuello desmontaban, sus movimientos precisos y silenciosos resultaban casi hipnóticos. Había algo en ellos, una fluidez casi reptiliana, que delataba su adaptación a la vida en los pantanos. Jon no pudo evitar observar con mayor detenimiento a la joven que acompañaba a Howland Reed. Había algo en ella que lo desconcertaba. No era una belleza evidente como la de Wynafryd Manderly o incluso la dulce timidez de Alys Karstark. Su rostro estaba endurecido por la vida, pero poseía una gracia que le resultaba intrigante. Su mirada, fija y alerta, daba la impresión de que observaba más de lo que dejaba ver, como si estuviera evaluando cada rincón del patio, cada rostro, cada detalle. Esa percepción aguda, un reflejo quizás de su padre, la hacía destacar en un entorno que no le pertenecía.
El banquete que siguió fue un asunto generoso, como correspondía al recibimiento de un regente. La mesa principal, colocada en el Gran Salón bajo los estandartes de los lobos huargos de los Stark y los lagartos-león de los Reed, estaba cargada con una abundancia de platos norteños. Había jabalí asado con miel, la piel crujiente y reluciente bajo la luz de las antorchas. Codornices rellenas de setas y hierbas, panes oscuros de cebada servidos con mantequilla fresca, y un estofado espeso de cordero que llenaba el aire con el aroma cálido de las zanahorias, puerros y especias. Barriles de cerveza negra y jarras de vino especiado pasaban de mano en mano entre los comensales. Alrededor, los sonidos del banquete llenaban el salón: risas, el choque de copas y el murmullo constante de conversaciones mezcladas con el crepitar de los fuegos.
Jon estaba sentado en la cabecera, con Howland Reed a su derecha. La joven Reed estaba al lado de su padre, su postura era relajada pero alerta, como si el bullicio del salón nunca la atrapara por completo. A su izquierda estaban Sansa y Arya. La primera mantenía su compostura habitual, radiante y educada, mientras que Arya se encontraba más interesada en el estofado que en la conversación.
Howland Reed, siempre sereno, cortaba su carne con movimientos deliberados, como si cada acción fuera medida con precisión. Levantó la mirada hacia Jon cuando el ruido del salón se apaciguó un poco, un leve destello de curiosidad en sus ojos verdes.
—Dijame, Lord Stark —dijo con su voz tranquila pero firme—, ¿qué planes tiene para el Norte? Estas semanas que ha estado al mando, ¿qué ha decidido hacer con su tierra?
Jon, que había estado bebiendo un sorbo de cerveza, bajó la jarra y se inclinó un poco hacia adelante. Sus ojos se encontraron con los de Reed, que esperaban con una paciencia infinita.
—Hay muchas cosas que hacer —respondió Jon, su voz resonando con seriedad, aunque en ella había un leve eco de juventud. Respiró hondo antes de continuar—. Mi prioridad inmediata es mandar soldados a las tierras de los Thenns. Han estado siendo atacados por aquellos que aún se resisten a aceptar el mando de Winterfell. No podemos permitir que el descontento se extienda.
Reed asintió lentamente, pero no interrumpió, dejando que Jon continuara.
—Además, tengo la intención de seguir los proyectos que mi padre comenzó. Además de eso mejorar el sistema de desagües y cloacas de Winter Town y empedrar las calles de la ciudad. No podemos permitir que la expansión convierta a Winter Town en un caos. Si queremos que sea una verdadera ciudad, debe ser un lugar seguro y limpio para los que viven allí.
Howland asintió de nuevo, pero esta vez su expresión mostró un atisbo de aprobación, un leve movimiento de la comisura de sus labios.
—También planeo terminar de fortalecer las defensas de la ciudad. Winter Town está creciendo rápido, y con ello vienen tanto oportunidades como peligros. Debemos asegurarnos de que esté preparada para cualquier eventualidad.
Jon hizo una pausa y miró hacia la jarra de cerveza frente a él antes de continuar.
—En cuanto a los proyectos mayores, enviaré más oro para la construcción de nuestras flotas. Si queremos prosperar en el comercio y proteger nuestras costas, necesitamos barcos fuertes y confiables. También buscaré más ayuda de los gigantes para terminar el canal. Es un trabajo titánico, pero esencial.
Reed inclinó la cabeza, una chispa de sorpresa cruzando sus ojos.
—¿Y Winterfell? —preguntó el regente con suavidad.
Jon permitió que una pequeña sonrisa apareciera en su rostro.
—Winterfell también necesita atención. Planeo reparar y extender la Torre Rota. Y finalmente, enviaré más colonos a las minas de los Picos de Hielo. Necesitamos el oro para financiar todo esto.
La respuesta de Howland fue un simple asentimiento, pero Jon no pasó por alto la mirada de aprobación que el hombre lanzó, ni el leve brillo en los ojos de la joven Reed. Durante el resto del banquete, Howland lo escuchó con paciencia mientras detallaba sus ideas, haciendo preguntas precisas aquí y allá, pero nunca interrumpiendo de forma abrupta.
Cuando el banquete terminó, Jon se retiró a sus aposentos, consciente de que las palabras no bastaban. Los planes estaban hechos, pero era el peso de sus acciones el que determinaría si el Norte prosperaría o se hundiría bajo el peso de sus ambiciones. Mientras el eco de las risas y las voces se desvanecía en los corredores de Winterfell, Jon no pudo evitar sentir el peso de su linaje, la responsabilidad que llevaba en los hombros, y, sobre todo, el llamado del invierno, siempre persistente, siempre susurrante.
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Tyrion apretó los dientes mientras otro violento vaivén del barco le revolvía el estómago. Cada músculo de su cuerpo parecía estar en guerra consigo mismo, y por un instante, deseó estar en cualquier otro lugar: en su cómoda alcoba en Casterly Rock con Tysha, disfrutando de los placeres prohibidos por los dioses. Pero no, estaba en aquel barco, rumbo al Norte, una tierra salvaje y helada, empujado por los designios de su padre, Tywin Lannister.
Su prima, Joy Hill, en cambio, parecía encantada. Saltaba de un lado a otro con una energía que Tyrion encontraba casi ofensiva. Su entusiasmo no conocía límites, y sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad e ilusión que le recordaba dolorosamente a su tío Gerion, el padre de la niña. Gerion, el único de los Lannister, aparte de Jaime, que lo había tratado como un igual. La culpa de esa imaginación desbordante era suya, lo sabía. Había llenado la cabeza de Joy con cuentos fantásticos durante años: dragones, guerreras indomables, lobos gigantes. Ahora, esa misma imaginación la tenía al borde de la proa, sonriendo como si estuvieran navegando hacia Valyria en lugar de hacia un puerto helado y miserable.
—Llegaremos pronto al puerto —anunció Joy mientras entraba en su camarote, cargando un pequeño baúl con sus pertenencias.
Tyrion la miró con incredulidad desde su asiento, aferrado a una copa de vino que apenas le ayudaba a mantener el contenido de su estómago en su lugar.
—¿Cómo puedes estar emocionada? Estamos en el maldito Norte, una tierra de hielo y lobos, gobernada por un mocoso que probablemente aún huele a leche materna —gruñó, lanzando una mirada al horizonte, donde las primeras luces del puerto comenzaban a asomar.
—¡Ay, Tyrion! Siempre tan pesimista. ¿No te emociona conocer estas tierras? Dicen que las mujeres del Norte luchan con hachas más grandes que tú mientras cargan a sus bebés en un brazo. ¿Y qué me dices de los lobos del tamaño de caballos? —Joy lo miró con esos ojos brillantes que lo hacían sentir viejo y cínico.
Tyrion resopló, sin molestarse en ocultar su escepticismo.
—También se dice que hay arañas de hielo del tamaño de casas, y que el Gran Otro se pasea por estas tierras devorando almas inocentes. Pero claro, quién soy yo para arruinar tus ilusiones.
Joy soltó una carcajada cristalina, ignorando su sarcasmo. Ella no tenía la mirada pesada de los bastardos comunes; llevaba su condición con una ligereza que Tyrion admiraba en secreto. Había algo en su sonrisa que desafiaba la fría realidad del mundo, y aunque él nunca lo admitiría en voz alta, le recordaba por qué había decidido acompañarla en este viaje.
—¡Muelle a la vista! —gritó el capitán desde lo alto del mástil, su voz cortando el aire helado como una hoja.
Tyrion sintió una chispa de alivio. Se levantó con dificultad, apoyándose en el borde del camarote para estabilizarse, y decidió unirse a Joy en la proa. Sus botas resonaron en la cubierta mientras avanzaba, y al llegar junto a su prima, se encontró con una vista que, para su sorpresa, lo dejó sin palabras.
Las primeras estructuras del puerto del Norte se alzaban en la distancia, enormes torres iluminadas por fuegos que ardían contra la oscuridad del crepúsculo. A su alrededor, una quincena de barcos pesqueros y una veintena de balleneros navegaban de regreso al puerto, sus velas ondeando bajo el viento helado. Las embarcaciones eran toscas pero imponentes, y los hombres que las tripulaban parecían sacados de cuentos de guerra: gigantes de músculos como troncos, con barbas escarchadas y ojos endurecidos por años en el mar.
—Es... impresionante —admitió Tyrion, casi para sí mismo, mientras observaba cómo los pescadores pasaban cerca de su barco. Cada uno de ellos era una montaña de músculo que lo hacía sentirse diminuto, incluso más de lo habitual.
—¿Ves? Te lo dije, tío. El Norte es increíble. ¿Puedes imaginar cómo será Winterfell? —dijo Joy, su entusiasmo renovado.
Tyrion no respondió de inmediato. Su mirada se perdió en las torres que se alzaban como centinelas, cada una de ellas una declaración de poder y resiliencia en un mundo donde el hielo y la oscuridad reinaban. Por primera vez desde que había comenzado aquel viaje, sintió una pizca de curiosidad.
Quizás el Norte tenía más que ofrecer que frío y salvajismo. Pero aun así, se juró que, pase lo que pase, encontraría la manera de salir de allí lo antes posible. Su padre lo había enviado para negociar con el joven Stark, pero si algo sabía Tyrion era que los Stark y los Lannister nunca se habían llevado bien. Un mocoso con un título no cambiaría eso.
Tyrion se tambaleó ligeramente mientras el barco se deslizaba junto a una imponente fila de navíos, su mirada fija en la colosal flota que descansaba en las aguas heladas del Norte. Barcos de guerra, galeras de dos cubiertas con doscientos remos y otras de tres cubiertas con trescientos, pintaban el paisaje con un aura de poder que no esperaba encontrar en aquellas tierras. Algunos lucían proas talladas con el rostro feroz de un zorro ártico, probablemente de los Frost, mientras otros ostentaban sirenas de la Casa Manderly de Puerto Dragón Marino. Pero lo que predominaba, en su vasta mayoría, eran las cabezas de lobos huargos de los Stark, talladas con un detalle tan impresionante que parecían aullarle al viento.
—Sorprendente, ¿verdad? —El capitán del barco rompió el silencio, sus labios curvados en una sonrisa que Tyrion encontró irritante—. Dicen que solo en la costa oeste del Norte hay al menos trescientos barcos de guerra. Dos centenares de galeras y un centenar de dromones. Y eso sin contar la flota pesquera ni la ballenera. ¿Sabía que también están formando una flota comercial?
El tono del capitán era casi de orgullo, como si hablara de su propia obra. Tyrion no respondió de inmediato, demasiado ocupado procesando la magnitud de lo que estaba viendo. Nunca habría imaginado semejante despliegue naval en el Norte, una región que los sureños tendían a despreciar como atrasada y salvaje.
Joy, a su lado, señaló hacia el horizonte con entusiasmo.
—¡Ballenas! —exclamó, apuntando a un grupo de barcos balleneros que eran seguidos por un enjambre de gaviotas.
Tyrion entrecerró los ojos, esforzándose por distinguir lo que su prima señalaba, y entonces lo vio: un monstruo marino emergiendo de las profundidades, su espalda colosal curvada en un arco que brillaba bajo la luz tenue del día. Era su primera vez viendo una ballena en persona, y aunque había leído sobre ellas en los libros, ninguna descripción había logrado capturar su verdadera enormidad.
—Impresionante... —murmuró para sí mismo, más para llenar el silencio que por otra cosa.
El barco comenzó a virar hacia el puerto, y el paisaje cambió nuevamente. Puerto Dragón Marino no era, de ninguna manera, la aldea de pescadores que el maestre de Casterly Rock había descrito antes de su partida. Era una maldita ciudad portuaria, con murallas blancas que brillaban como dientes de hielo bajo el sol pálido, y torres que funcionaban como faros, coronadas con enormes braseros que ardían con llamas rojas y doradas. Las defensas eran imponentes: escorpiones del tamaño de caballos apuntaban hacia el exterior, listos para repeler cualquier ataque.
Una veintena de barcos pesqueros entraban y salían del puerto en una coreografía que hablaba de eficiencia y experiencia. Los estandartes ondeaban al viento, y Tyrion pudo distinguir dos en particular. El primero, el emblema de los Manderly: una sirena empuñando un tridente, acompañada por su lema: "Navegar, explorar, lealtad". El segundo, el de los Frost: un zorro ártico de ojos rojos devorando a su presa, bajo las palabras: "En el invierno somos más fuertes".
Joy soltó un suspiro de asombro mientras sostenía una pequeña cadena que llevaba al cuello, el último obsequio de su padre, Gerion.
—Hemos llegado —dijo con una sonrisa tranquila, pero en sus ojos brillaba una determinación que no pasó desapercibida para Tyrion. La niña bastarda que había crecido en la sombra de los Lannister ahora estaba a punto de probarse a sí misma. Si hacía bien su trabajo, tal vez, solo tal vez, podría ganar un lugar legítimo en el mundo.
Tyrion, por su parte, permaneció en silencio, observando cómo el puerto se hacía cada vez más grande y detallado ante sus ojos. Las murallas, las torres, los barcos... todo hablaba de una prosperidad y un poder que él no había asociado con el Norte. "Tywin habría hecho bien en ver esto con sus propios ojos", pensó, aunque sabía que su padre despreciaba cualquier cosa que no proviniera del Dominio, las Tierras de la Corona o las propias tierras de los Lannister.
Cuando el barco finalmente atracó, Tyrion bajó la vista hacia sus botas y se aseguró de que su capa estuviera ajustada. El viento helado ya se colaba por cada grieta de su abrigo, y sabía que esto no era más que el preludio de lo que estaba por venir.
—Prepárate, Joy —dijo mientras le lanzaba una mirada cargada de advertencia—. Esto es el Norte, y los Stark no son conocidos por su hospitalidad con los Lannister.
Joy le devolvió la mirada con una sonrisa traviesa.
—Entonces tendremos que hacer que nos quieran, ¿verdad, tío?
Tyrion resopló, sin saber si admirar su valentía o lamentar su ingenuidad. Mientras descendían del barco y sus botas tocaban el suelo helado del puerto, no pudo evitar preguntarse qué demonios les depararía el Norte. Una cosa era segura: aquel lugar no era lo que esperaba, y eso lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
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Jon Stark estaba sentado en el salón de audiencias, un lugar iluminado tenuemente por la luz que se filtraba a través de las vidrieras decoradas con lobos huargos y estrellas de hielo. A sus pies, Fantasma descansaba en silencio, un espectro albino que parecía tan incorpóreo como su nombre. El lobo huargo era ya enorme, más grande que cualquier perro de caza, y sus ojos rojos brillaban con una inteligencia que hacía que los vasallos de Jon desviaran la mirada. Desde que Howland Reed, su regente, había llegado al castillo, Jon había adoptado el hábito de escuchar personalmente a los habitantes del Norte. Según Lord Reed, un gobernante que no escucha a su pueblo no es más que un tirano envuelto en ignorancia. Era un consejo que Jon, aunque joven, había tomado muy en serio.
Aquella mañana, dos hombres habían llegado desde pequeñas aldeas cercanas al Bosque de Lobos. Campesinos humildes, con ropas raídas y el miedo pintado en sus rostros, narraban historias que habrían sido motivo de burla en otros tiempos. Uno de ellos, un hombre alto y delgado con el cabello enmarañado, hablaba con voz entrecortada mientras sus manos temblaban.
—Era un oso gigante, mi lord. El más grande que haya visto en toda mi vida —dijo con voz quebrada, apenas capaz de sostener el peso de sus palabras—. Nos arrebató diez ovejas en una sola noche.
—No, mi señor —interrumpió el otro campesino, más bajo y con una barba espesa que ocultaba gran parte de su rostro, interrumpió con vehemencia. —. No era un oso, era un lobo. Un lobo enorme, de piel gris y ojos que brillaban como brasas.
—¡Te equivocas! Su nariz era demasiado corta para ser un lobo.
La discusión entre ambos continuó mientras Jon, sentado en su silla, intentaba no dejar que la irritación se reflejara en su rostro. Había aprendido de Howland Reed a no descartar ninguna historia por absurda que pareciera. El miedo tiene una forma de distorsionar la verdad, pero también de ocultar pedazos de ella.
Howland Reed permaneció en su lugar, su postura relajada pero sus ojos verdes agudos como siempre. Desde que había asumido como regente, Howland había traído consigo no solo su sabiduría, sino también una cantidad impresionante de libros. Muchos de ellos eran raros tratados que había solicitado personalmente a la Ciudadela: El arte de la guerra, un texto del misterioso imperio de Yi Ti; Los asedios más famosos en Poniente, escrito por el maestre Jor; Las guerras antes de la Conquista, de autor desconocido. Había también volúmenes sobre economía, diplomacia y la gestión de castillos. Jon sabía que Sansa había tomado particular interés en este último, pasando horas con el maestre Luwin estudiándolo en la biblioteca de Winterfell.
—Organizaremos una partida de caza —dijo Jon finalmente, con voz firme pero calmada—. Es importante aclarar quién es el responsable de estos ataques. Además, se les proporcionará una compensación económica para que puedan recuperar parte de sus pérdidas.
El alivio se reflejó de inmediato en los rostros curtidos de los hombres. Uno de ellos pareció querer protestar, pero sus palabras murieron en sus labios. Era evidente que no se sentían del todo comprendidos, aunque también sabían que un lord que ofrecía soluciones era mejor que uno que los ignorara. Jon aguardó un instante, dejando que el peso de su autoridad se asentara, antes de asentir ligeramente y darles licencia para retirarse. Los campesinos salieron escoltados por un par de guardias, inclinándose una última vez con torpes reverencias.
Fantasma, echado a sus pies como una sombra blanca, levantó ligeramente la cabeza cuando la puerta del gran salón se cerró con un ruido sordo. El lobo huargo, tan grande como un caballo pequeño, tenía los ojos rojos clavados en Howland Reed, quien observaba con aparente desinterés una garra rota que había sido traída como prueba desde el lugar del ataque.
—¿Qué crees que pudo haber sido? —preguntó Jon, rompiendo el silencio que se había formado.
Howland tocó lentamente su barba rojiza, un hábito suyo cuando reflexionaba. Era un hombre menudo, apenas más alto que Jon, pero había en él una sabiduría y una calma que parecían inconmovibles. Sus ojos verdes tenían un brillo curioso, como si midieran constantemente las palabras y acciones de los demás. Jon sabía que muchos lo subestimaban por su aspecto delgado y su origen en el Cuello, pero no había hombre en Winterfell al que respetara más.
—Podría tratarse de un oso —respondió Howland finalmente, girando la garra entre sus dedos—. Pero debo admitir que no reconozco la especie. Su tamaño y la profundidad de las marcas que dejó en los árboles no coinciden con ningún oso común.
—¿Un oso, entonces? —murmuró Jon, casi para sí mismo.
—Es lo más probable —replicó Howland, aunque su tono dejaba claro que no estaba del todo convencido. Levantó la mirada, clavándola en Jon con esa expresión analítica que usaba siempre que esperaba medir la reacción de su joven señor.
Jon asintió, aunque su mente ya estaba tomando decisiones.
—Entiendo. Guiaré entonces una partida de caza personalmente.
Las palabras parecieron congelar el aire del salón. El maestre Luwin, que había estado escuchando desde un rincón con su rostro arrugado lleno de preocupación, dio un paso adelante.
—Mi señor, no creo que sea prudente. Podrías enviar a Rodrik Cassel para encargarse del asunto. Él es un hombre experimentado y sabrá cómo manejar esta situación.
—No —replicó Jon con firmeza, enderezándose en su asiento. Sus ojos oscuros, tan similares a los de su padre, brillaban con una determinación que no admitía réplica—. Si quiero gobernar el Norte, debo entender sus peligros de primera mano. Ningún otro gran señor de los Siete Reinos enfrenta las dificultades que enfrentamos aquí, pero eso es lo que nos hace fuertes. No puedo aprender a gobernar escondido tras las paredes de Winterfell.
Howland lo observó en silencio, su expresión inmutable. El maestre Luwin, sin embargo, frunció el ceño y pareció a punto de insistir, pero la mirada de Jon lo disuadió.
—Convoca a los arqueros de Wolfswood a mi servicio y reúne a un grupo de jinetes y lanceros. Que vengan equipados y listos para partir ahora —ordenó Jon, su voz resonando con autoridad en la vasta sala.
Los arqueros del Bosque de Lobos eran legendarios en el Norte. Provenientes de las profundidades del vasto y sombrío bosque que daba nombre a la región, eran hombres acostumbrados a vivir en comunión con la naturaleza. Rastros que serían invisibles para otros eran para ellos tan claros como huellas en la nieve fresca. Su habilidad con el arco era incomparable, perfeccionada a través de generaciones de caza y supervivencia en las sombras de los árboles antiguos. Sus servicios eran costosos, pero Jon sabía que valdrían cada moneda.
Howland se inclinó ligeramente en señal de asentimiento, su mirada aún fija en Jon.
—Una decisión valiente, mi señor —dijo con su voz pausada—. Aunque espero que no te olvides de mantener siempre la prudencia. La valentía y la temeridad son hermanas cercanas.
Jon esbozó una pequeña sonrisa, aunque no llegó a sus ojos.
—No lo haré.
Mientras el salón se vaciaba solo quedando Jon con Fantasma. El peso de la responsabilidad se asentó sobre sus hombros como un manto de hielo. Guiar una partida de caza era un riesgo, pero también era necesario. El Norte no era amable con los débiles, y él no podía permitirse parecerlo. La sangre de los Stark corría por sus venas, y gobernar significaba enfrentarse al peligro con la cabeza alta, incluso si el miedo le susurraba al oído.
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Arya Stark, demasiado inquieta según las palabras de su hermana Sansa, había pateado sin cesar mientras compartían el vientre de su madre, o eso decía Sansa con un tono siempre crítico. Para Arya, esas palabras no eran más que una broma divertida, otra de las muchas diferencias entre ambas. La calma y la compostura jamás habían sido su fuerte, y en el fondo, no quería que lo fueran. La libertad era su tesoro más preciado: amaba la sensación del viento en su rostro mientras cabalgaba, la emoción de la caza, el olor de la tierra húmeda bajo sus botas.
Ese día, la compañía era perfecta para ella: Meera Reed, hija de Howland Reed y tan amante de los bosques y los peligros como Arya misma, iba a su lado, con su arco siempre a mano. Detrás de ellas marchaban Dacey, Alysane y Lyra Mormont, las tres hijas de la Isla del Oso, cada una con sus propios sueños de convertirse en mujeres de las lanzas, como dictaba la tradición de su casa. Las risas y los murmullos de las niñas llenaban el aire del bosque, mezclándose con los sonidos de los pájaros y el crujir de las hojas bajo sus pasos.
No eran damas adecuadas, ni pretendían serlo. Arya adoraba eso de ellas. Ninguna tenía interés en bordar tapices o aprender las intrigas de la corte. Soñaban con empuñar espadas y lanzar jabalinas con la misma fuerza que cualquier hombre, como las guerreras de los clanes de los huesos, que decoraban sus armaduras con los restos de sus enemigos. Para Arya, aquello era un ideal más digno que cualquier matrimonio ventajoso o vestido de seda.
Nymeria y Visenya, los dos lobos huargos que la acompañaban, eran sus sombras constantes. Con ellos, Arya se sentía invencible. Aquella mañana, los lobos las guiaban mientras seguían el rastro de un jabalí, un desafío que las había mantenido ocupadas desde el amanecer. Aunque eran niñas de casas nobles, ninguna parecía preocupada por la falta de protección adecuada. Solo Jory Cassel y cuatro hombres de la Casa Cassel las escoltaban, aunque hacía rato que los soldados habían quedado rezagados.
—De seguro se quedaron atrás —dijo Arya con una sonrisa burlona, mientras apartaba una rama que le bloqueaba el paso—. Siempre son muy lentos para cazar.
—Creo que a este paso saldremos del Bosque de Lobos —comentó Dacey, señalando con la cabeza hacia el horizonte donde los árboles empezaban a clarear.
Arya observó el terreno con atención y asintió. Era cierto. El Bosque de Lobos rodeaba gran parte de los terrenos de Winterfell, pero el jabalí había escapado hacia el oeste, en dirección al camino de las costas. Lo último que Arya quería era que su presa cayera en manos de un Glover o de los clanes del bosque.
—No pienso dejar que ese jabalí sea la cena de alguien más —murmuró con determinación mientras aceleraba el paso, seguida de cerca por Meera y las Mormont.
Cuando finalmente salieron del bosque, se encontraron en un sendero conocido como el Camino de las Costas. Este llevaba hacia Punta Dragón y las aldeas que salpicaban la costa norte. Arya estaba a punto de sugerir que retomaran el rastro del jabalí cuando Meera se detuvo en seco, tensando el arco que llevaba colgado al hombro.
—Arya, Dacey, esos son jinetes —dijo en un tono bajo pero urgente, señalando hacia un grupo de figuras que se movían en la distancia.
Arya entrecerró los ojos, intentando distinguir los colores de los estandartes. Meera, siempre más precavida, se apresuró a trepar a un árbol cercano, buscando una mejor vista. Las ramas crujieron bajo su peso, pero la joven Reed era ágil y silenciosa.
—¿Qué ves? —preguntó Alysane, impaciente.
Meera tardó unos momentos en responder, y cuando lo hizo, su voz sonó tensa.
—Es un león dorado. Son Lannister.
El nombre cayó como una piedra en medio de su grupo. Arya sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había escuchado muchas historias sobre los Lannister: rubios como el oro, de ojos claros y arrogantes, envueltos en una belleza principesca que ocultaba corazones fríos y ambiciosos. ¿Qué hacían tan al norte?
Meera seguía observando desde su posición, su rostro una máscara de concentración.
—Están tomando el camino equivocado —dijo finalmente, con una mezcla de sorpresa y diversión en su voz—. Se dirigen hacia el interior del bosque.
Arya no pudo evitar soltar una carcajada.
—¡Son unos idiotas! —exclamó, sin preocuparse por ocultar su voz—. Los sureños siempre se pierden en el norte. Ni siquiera saben seguir un sendero.
Meera bajó del árbol con rapidez, aterrizando suavemente en el suelo.
—Idiotas o no, es extraño que estén aquí —advirtió Dacey, mirando a Arya con seriedad—. Deberíamos regresar a Winterfell y avisar a lord Stark.
Pero Arya no estaba convencida. Los sureños podían perderse tanto como quisieran, pero ella no pensaba dejar escapar al jabalí ni perder la oportunidad de ver de cerca a los famosos leones dorados. Nymeria y Visenya se movieron inquietas a su lado, como si percibieran algo en el aire, y Arya sintió cómo su corazón comenzaba a latir más rápido.
—Podemos vigilarlos un poco más —sugirió con una sonrisa que Meera no compartió—. Sólo para asegurarnos de que no se metan en problemas. Después volveremos.
Las Mormont intercambiaron miradas cómplices y asintieron, siempre listas para la aventura. Meera suspiró, pero terminó cediendo, aunque sus dedos no dejaron de aferrarse al arco.
Mientras seguían a los jinetes desde una distancia prudente, Arya no podía evitar sentir una mezcla de emoción y curiosidad. Algo le decía que aquel encuentro no sería tan simple como parecía.
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Mataría a su guía cuando tuviera la oportunidad, pensó Tyrion Lannister mientras observaba el bosque denso y húmedo que los rodeaba. El hombre que habían contratado había huido con su dinero tras guiarlos por el camino equivocado, dejándolos atrapados en la maraña de árboles más imponente y tétrica que Tyrion hubiera visto en su vida. Las ramas se entrelazaban en lo alto, formando un techo natural que apenas dejaba pasar la luz del sol, y el aire estaba impregnado de un olor a tierra mojada y hojas en descomposición. Joy Hill lo miraba con una mezcla de irritación y burla, su expresión claramente preguntando cómo había podido caer en algo tan obvio. Tyrion, a pesar de su incomodidad, no pudo evitar encontrarla divertida.
—Solo sigan el camino, dijeron los Frost —murmuró para sí mismo, recordando las instrucciones de los norteños que habían encontrado en la última aldea. Su tono sarcástico no pasó desapercibido para los seis capas rojas que lo escoltaban, quienes bajaron la mirada con evidente incomodidad. Ellos también habían confiado en el guía, habían aceptado las monedas de Tyrion y contratado al más barato que encontraron, convencidos de que un norteño, cualquiera, sabría abrirse paso por su propio territorio.
Las capas rojas, los guardias de élite de la Casa Lannister, destacaban incluso en aquel entorno lúgubre. Sus armaduras eran obras maestras de la herrería occidental: placas de acero bruñido relucían bajo sus capas de lana carmesí, con grabados dorados en forma de leones rampantes que parecían rugir desde sus pechos y hombreras. Los yelmos estaban adornados con penachos rojos que ondeaban al viento, aunque aquel bosque apenas ofrecía brisa alguna. Cada uno llevaba una espada al cinto, además de lanzas de madera de fresno y escudos triangulares con el blasón de la casa Lannister en esmalte dorado. Eran imponentes, o al menos debían serlo. Pero en aquel momento, bajo la mirada crítica de su señor, parecían más niños culpables que soldados veteranos.
Tyrion suspiró profundamente. La culpa era, en última instancia, suya. Había confiado demasiado en aquel hombre, seducido por sus cuentos de las maravillas del Norte: bosques interminables, ríos cristalinos y cielos despejados. "La vida de casado está afectando mi juicio", pensó con ironía. Había imaginado esta expedición como una especie de aventura romántica, una oportunidad para escapar de las intrigas de Casterly Rock y para mostrarle a Joy algo del mundo más allá de las sombras de su padre. Qué idiota había sido.
—Regresemos —ordenó finalmente, con la voz cansada de alguien que ya no esperaba discusión.
Fue entonces cuando lo vieron.
El primer indicio fue un crujido, un sonido profundo que reverberó entre los árboles como si la misma tierra se estuviera moviendo. Los caballos se inquietaron, sus orejas se movían frenéticamente mientras pisoteaban el suelo con nerviosismo. Entonces apareció, surgiendo de entre las sombras: un oso descomunal, el más grande que Tyrion había visto o incluso imaginado.
El animal avanzó lentamente al principio, con movimientos pesados pero seguros, hasta que estuvo lo suficientemente cerca para alzarse sobre sus patas traseras. Era gigantesco, una montaña de músculo y pelaje que parecía desafiar las leyes de la naturaleza. Medía, al menos, tres metros de alto, aunque Tyrion hubiera jurado que era mucho más. Sus ojos oscuros brillaban con una inteligencia peligrosa, y sus garras, tan largas como dagas, reflejaban los últimos rayos de luz que lograban colarse entre las ramas.
El caballo de Tyrion relinchó, aterrado, y trató de retroceder, pero el enano sostuvo las riendas con firmeza.
—¡Soldados! ¡Oye nuestro rugir! —gritó el capitán de la guardia, mientras con lanza en mano se lanzaba hacia el oso.
Tyrion apenas tuvo tiempo de maldecir la estupidez de aquel hombre antes de que el oso respondiera con un rugido ensordecedor que pareció sacudir el bosque entero. La bestia movió su garra con una velocidad sorprendente, golpeando al capitán con tal fuerza que su cuerpo salió despedido varios metros. Su cabeza cercenada rodó aún más lejos, deteniéndose junto a una roca cubierta de musgo.
El caos se desató.
Uno de los soldados, armado con una lanza, intentó apuñalar al oso en el flanco, pero la bestia giró rápidamente y hundió sus mandíbulas en el hombre. El crujido de huesos quebrándose resonó mientras el soldado caía, su torso separado grotescamente de su cabeza. La sangre salpicó a los demás, y los caballos, aterrorizados, comenzaron a encabritarse y a intentar escapar.
Otro soldado lanzó su lanza con fuerza, logrando clavársela en el hombro al animal. Pero el oso, en lugar de caer, rugió con aún más furia. Sus ojos negros buscaron al atacante, y se lanzó hacia él como un torbellino de furia y garras. El soldado logró esquivarlo en el último momento, pero el movimiento del oso tumbó a Joy de su caballo.
El animal, sintiendo la caída, se giró hacia ella. Joy intentó levantarse, pero estaba herida; su pierna no soportó el peso de su cuerpo, y cayó de nuevo al suelo, jadeando de dolor. El oso avanzó lentamente, como si saboreara el momento. Bajó la cabeza para olfatearla, su aliento caliente llenando el aire entre ellos. Entonces se alzó una vez más, sus garras listas para caer sobre ella.
Tyrion sintió que el mundo se detenía. La imagen de Joy, caída en el suelo, vulnerable y aterrorizada, quedó grabada en su mente como una cicatriz ardiente. Por un instante, todos los insultos, desprecios y miserias que había soportado a lo largo de su vida parecieron perder importancia. Esta era su prima, su familia. Y si tenía que morir, no sería como un cobarde, observando desde las sombras. Intentó espolear a su caballo, pero la bestia, presa del pánico, no respondió. Relinchó con fuerza y, en un movimiento brusco, lanzó a Tyrion al suelo. A pesar del golpe, el enano no se permitió vacilar. Necesitaba salvar a esa niña.
Se levantó tambaleándose y alcanzó una espada que uno de los guardias caídos había dejado atrás. Con pasos cortos y desesperados, comenzó a avanzar hacia Joy. El bosque parecía moverse a su alrededor, una danza macabra de sombras y ramas que se burlaban de su osadía. Los otros dos guardias intentaron atacar al oso. Uno de ellos intentó hacer avanzar a su caballo, pero el animal se negó a obedecer; el otro, más valiente o más temerario, cargó a pie contra la bestia, solo para ser abatido de un zarpazo que desgarró su pecho, arrojándolo como un muñeco de trapo contra un árbol cercano.
Tyrion corría, o al menos lo intentaba, con la determinación de un hombre mucho más grande. Cada paso le parecía eterno, cada aliento, un esfuerzo titánico. Joy seguía paralizada, mirando con horror cómo el oso se acercaba a ella. Su hocico, manchado de sangre, se movía lentamente, olfateándola como si ya saboreara su carne. El rugido de la bestia resonó en el bosque, profundo y ensordecedor, pero antes de que pudiera lanzar su ataque, algo interrumpió la escena.
Desde las sombras del bosque, una figura blanca se lanzó con velocidad fulminante sobre el oso. Era un lobo, un enorme lobo huargo con un pelaje tan blanco como la nieve. Su mordida se cerró sobre el cuello de la bestia, mientras gruñía con una ferocidad que parecía desafiar al mismo invierno. Antes de que Tyrion pudiera entender lo que estaba sucediendo, un jinete montado en un corcel negro emergió de entre los árboles. Blandiendo una lanza con precisión letal, la clavó en el oso con toda su fuerza, obligándolo a retroceder. Sin detenerse, el jinete tomó a Joy por la cintura y la subió a su caballo con un movimiento que parecía ensayado, casi elegante.
Dos lobos más, tan grandes como el primero, salieron de las sombras, atacando al oso con una coordinación sorprendente. Tyrion, todavía tambaleante, observó atónito cómo un sonido inconfundible rompía el aire: cuernos resonantes, seguidos por el estruendo de cascos y el ulular de flechas. Desde los límites del bosque surgieron jinetes montados en corceles robustos, divididos en dos grupos distintos. Algunos llevaban armaduras completas, con placas oscuras que reflejaban la tenue luz y lanzas que brillaban amenazantes; otros iban más ligeros, con capuchas y arcos largos que ya tensaban, listos para disparar.
Las flechas comenzaron a caer como una lluvia mortal, golpeando al oso en sus flancos y hombros, mientras los jinetes más pesados mantenían su distancia. Entre ellos, cinco niñas con arcos en mano disparaban con precisión, sus movimientos ágiles y seguros. Tras los jinetes llegó la infantería: hombres a pie con escudos y lanzas que formaron rápidamente una línea defensiva. Los golpes de sus armas contra los escudos crearon un estruendo rítmico que reverberó por el bosque, confundiendo aún más a la bestia.
Al centro de la formación, un muchacho joven, apenas mayor que Joy, parecía liderar a los hombres. Tyrion lo observó con atención: llevaba una túnica gris oscura adornada con el blasón del lobo huargo de los Stark. Su voz resonó con autoridad, llena de furia contenida y disciplina.
—¡Arqueros, distraigan al oso! ¡Lanceros, mantengan la línea! ¡Infantería, escudos arriba, preparaos para cargar! ¡Jinetes, esperen mi señal!
El joven tensó un arco largo con manos firmes y disparó una flecha que se clavó en el costado del oso. A su señal, los demás jinetes hicieron lo mismo, disparando desde una distancia segura mientras los lobos seguían hostigando a la bestia. El oso, herido y desorientado, rugía con furia, pero su fuerza comenzaba a flaquear. Cada vez que intentaba atacar a uno de los hombres o lobos, estos retrocedían hábilmente, manteniéndose fuera de su alcance.
—¡Cuerdas! —gritó el muchacho, y los jinetes pesados lanzaron varios lazos hacia las extremidades delanteras y la cabeza del oso. Las cuerdas se tensaron mientras los caballos tiraban con toda su fuerza, inmovilizando lentamente a la bestia. El rugido del oso se convirtió en un gruñido ahogado cuando sus patas delanteras cedieron, y finalmente cayó al suelo con un impacto que hizo temblar la tierra.
Uno de los soldados, un hombre corpulento con un tabardo rojo sangre adornado con el emblema de un gigante rugiendo, se acercó con un hacha tan grande como él. Levantó el arma, dispuesto a acabar con la vida del oso.
—¡No! —exclamó el joven líder con autoridad. El guerrero se detuvo de inmediato, sorprendido.
—Aquí no. Hay damas presentes —dijo el muchacho, su voz firme pero serena.
Uno de los arqueros explicó rápidamente mientras se inclinaba ante él. —Mi señor, la esencia de amapola impregnada en las puntas de nuestras flechas lo hará dormir pronto.
El joven asintió, satisfecho, y se volvió hacia Joy, que todavía estaba montada en su caballo, temblando pero a salvo. Sus ojos se encontraron por un momento, y aunque no dijo nada, su gesto fue claro: estaba a salvo ahora. Tyrion, con su visión aguda, observó cada detalle del muchacho. Había algo en su porte, en la forma en que comandaba a sus hombres, que resultaba inconfundible. Su rostro llevaba el sello de los Stark: noble, sombrío y lleno de determinación. Y la túnica con el emblema del lobo huargo confirmó lo que Tyrion ya sospechaba.a
Era Jon Stark. Su rostro joven pero firme reflejaba autoridad, y cada palabra que pronunciaba dejaba claro que, aunque apenas un hombre, ya cargaba con la responsabilidad de un líder. Entre los soldados que lo rodeaban, Tyrion notó a las muchachas con arcos en mano. Tres de ellas llevaba un tabardo verde oscuro con un oso negro rugiendo bordado en el pecho. No era difícil adivinar su linaje. Otra tenía un tabardo verde grisáceo y un lagarto en el, una Reed.
—Mi lord… —dijo la mayor de las tres chicas con el oso negro, bajando ligeramente la cabeza. Su tono era respetuoso, pero había una pizca de nerviosismo en su voz. Tyrion supuso que debía ser una Mormont, no solo por el emblema en su vestimenta, sino por la calidad de sus ropas y el porte que la distinguía de los demás arqueros.
Jon, aún montado sobre su corcel negro con Joy aferrada a su espalda, le dirigió una mirada que era todo reproche. La lanza que había clavado en el oso seguía clavado en el animal, un recordatorio de la reciente batalla.
—¿Por qué no me informaste de los Lannister, Dacey? Pensé que eras más responsable.
La chica bajó la mirada, visiblemente avergonzada. —Fue mi culpa, Jon —intervino una voz desde un lado. Tyrion giró la cabeza para ver a una joven más baja, de cabello oscuro y ojos llenos de una chispa de desafío que no podía ser ignorada. Era la menor de los Stark, Arya Stark, sin duda alguna. Su voz tenía un tono de travesura apenas contenido.
—Yo les pedí que no te informaran. Quería ver hasta dónde llegaban unos tontos sueños. —Arya sonrió con una mezcla de inocencia y descaro. Luego, casi como si intentara cambiar de tema, señaló al oso caído. —Pero, Jon, ¿viste el tamaño de ese enorme oso? Jamás había visto uno igual.
Jon frunció el ceño. —Después hablaremos, Arya. Esto se investigará. Por ahora, llevaremos a nuestros amigos a Winterfell. Estoy seguro de que desearán alejarse de esta mala experiencia. Jory, ayuda a este lord a subir a un caballo, y a los guardias también. Los jinetes con monturas pesadas, asegúrense de que lleguen a salvo.
Tyrion, que todavía sacudía el polvo de su ropa y trataba de ocultar su agitación, asintió gustoso. Cualquier distancia que pudiera poner entre él y aquel monstruo de garras y colmillos era bien recibida. Los soldados con los emblemas de Stark y Cassel comenzaron a asistir a los Lannister sobrevivientes. Uno de ellos, un hombre alto y corpulento con una armadura de acero negro grabada con intrincados diseños y una pesada capa sobre los hombros, se acercó a Tyrion. Aunque tenía el porte de un guerrero experimentado, su trato no fue brusco ni intimidante.
—¿Qué haremos con el oso? —preguntó el hombre que lo ayudo, supuso era Jory Cassel, quien observando al enorme animal que yacía inmóvil, profundamente dormido bajo los efectos de la esencia de amapola.
Jon bajó del caballo, dejando a Joy con cuidado en manos de uno de sus hombres. Sus botas pisaron el suelo con un leve crujido, y se acercó al oso, estudiándolo con atención. Era una criatura majestuosa, y la idea de acabar con ella claramente lo incomodaba. Pero no podía permitirse sentimentalismos; las aldeas cercanas habían sufrido demasiado por culpa de aquel depredador.
—Terminarlo con dignidad —dijo finalmente, su voz cargada de solemnidad—. Enviad sus garras a las aldeas afectadas por sus ataques. Tal vez puedan recuperar algo vendiéndolas. Su carne será servida en nuestro próximo banquete.
Los hombres asintieron, y Jory comenzó a organizar a los soldados para llevar a cabo las órdenes. Mientras tanto, Tyrion observaba con interés cada uno de los movimientos de Jon. Había algo en él, una mezcla de pragmatismo y nobleza, que lo hacía destacar entre los demás.
De repente, la suave voz de Joy rompió el silencio. —Gra-gracias, mi lord —dijo, su rostro ligeramente ruborizado mientras miraba tímidamente al joven Stark. Seguía aferrada al recuerdo de haber estado tan cerca de la muerte, pero también al instante en que Jon la había salvado.
Jon se giró hacia ella, su mirada suave pero seria. —De nada, milady. Perdona si fui brusco al levantarla. Las circunstancias lo exigían. —Hizo una ligera inclinación de cabeza, mostrando un respeto que parecía natural en él. Luego añadió—: Soy Jon Stark.
La declaración fue simple, pero llevó consigo un peso que no se podía ignorar. Joy lo miró con una mezcla de admiración y timidez, y Tyrion no pudo evitar sonreír ligeramente, aunque de forma amarga. El joven lord de Winterfell no era simplemente un muchacho noble; era un caballero en todo el sentido de la palabra, aunque el Norte no tuviera la tradición caballeresca del sur.
Mientras los soldados comenzaban a moverse, recogiendo a los heridos y asegurándose de que todo estuviera listo para el regreso a Winterfell, Tyrion se permitió un momento para observar el paisaje. Los lobos huargos de Jon todavía rondaban cerca del oso, sus ojos brillantes como brasas en la penumbra del bosque. La escena tenía algo de irreal, como si se tratara de un cuadro de las antiguas leyendas que los bardos cantaban junto al fuego.
Pero no era un cuento. Era el Norte, salvaje y hermoso, y su gente era una extensión de ese paisaje: dura, implacable y, en ocasiones, sorprendentemente noble.