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III

Habían pasado algunas semanas desde el fatídico día del funeral de su padre y hermano. Aunque el luto todavía impregnaba el aire de Winterfell, el castillo no podía detenerse. Los señores que habían asistido se habían marchado, dejando tras de sí herederos, familiares y promesas de lealtad que pesaban más que nunca sobre los hombros de Jon. Las pérdidas sufridas por la peste y los conflictos recientes fueron rápidamente compensadas: se entrenaban nuevos guardias para llenar los huecos en las filas, y se reclutaban hombres para fortalecer el ejército del Norte. Incluso las cocinas, que habían reducido su ritmo en los días más oscuros, ahora hervían de actividad, proporcionando alimento para soldados y visitantes por igual. Jon envió una carta a su tío Benjen en Essos, explicándole con detalle las circunstancias de la muerte de su padre y su hermano. No estaba seguro si el maestre Luwin ya había hecho lo propio, pero sintió que era algo que debía hacer él mismo.

Esa fría mañana, al despertar, Jon sintió el mismo peso que lo había acompañado desde el día del funeral: un vacío helado que parecía incrustarse en su pecho. Todo aquello seguía pareciendo una pesadilla cruel, una de la que nunca iba a despertar. Lentamente, se incorporó, dejando atrás la calidez de las pieles que cubrían su cama. Sus ojos recorrieron la habitación que ahora era suya, la misma que había pertenecido a su padre. Demasiado grande, demasiado vacía. El silencio de esas cuatro paredes lo envolvía como un sudario, recordándole que estaba solo en formas que nunca había imaginado.

La habitación reflejaba el alto estatus de la casa Stark y el legado que él debía cargar. Las paredes estaban revestidas de piedra gris oscura, pero las vigas de madera tallada, decoradas con intrincados patrones de lobos huargos y árboles corazón, rompían la frialdad del espacio. Una enorme chimenea, con un escudo de los Stark esculpido en el centro, dominaba una de las paredes, y aunque las brasas ya se habían extinguido, el aire aún retenía un leve calor. Sobre el suelo de piedra, gruesas alfombras de piel de oso y lobo cubrían el frío, mientras que un pesado escritorio de roble, decorado con grabados de las antiguas runas norteñas, ocupaba una esquina. En la pared opuesta, un tapiz representaba la historia de los Reyes en el Norte, con los antiguos Stark blandiendo espadas bajo cielos grises.

En una mesa junto a su cama, había una cuenca de bronce con agua fría. Jon se acercó, lavándose el rostro y despejando un poco la somnolencia que aún pesaba sobre él. El reflejo que vio en la superficie del agua le devolvió la imagen de un muchacho, con ojos cansados que parecían demasiado viejos para su edad. Se peinó con los dedos, dejando que el agua alisara sus rizos oscuros. Tal vez más tarde visitaría los baños termales del castillo; el calor podría aliviar al menos algo de la tensión acumulada en sus hombros.

En una silla cercana, los sirvientes habían dejado su ropa del día, como siempre lo hacían. La camisa de algodón era suave, de un blanco impecable, con costuras finamente trabajadas que hablaban de un cuidado que solo se otorgaba a la ropa de un Stark. Los pantalones eran de cuero oscuro, ajustados y reforzados en las rodillas, perfectos tanto para montar como para entrenar. La capa que acompañaba el conjunto estaba hecha de piel de alce, o tal vez de oso; Jon no estaba seguro. El broche que la aseguraba en su lugar era una cabeza de lobo huargo tallada en plata, y el símbolo de la casa Stark bordado en hilo gris lo hacía destacar aún más. Finalmente, las botas eran de cuero negro, resistentes y cómodas, ideales para soportar el frío del Norte.

Mientras se vestía, trató de apartar los pensamientos que lo atormentaban. Pero las palabras de Lady Catelyn seguían resonando en su cabeza, con su constante insistencia en las leyes sureñas que nunca parecían beneficiar a Jon. Esto no es el sur, pensó con firmeza mientras ajustaba el broche de su capa. "Esto es el Norte. Y en el Norte, las leyes de sucesión siempre han favorecido al lado masculino". Era una verdad fría y contundente, como el viento que barría las tierras heladas. Al menos en esto, tenía algo a su favor.

Caminó por los pasillos de Winterfell, con las gruesas piedras del castillo resonando bajo sus botas. Pero lo que no podía ignorar eran las miradas de la guardia y los sirvientes. Cada paso que daba parecía ser observado, juzgado, y aunque algunos lo miraban con respeto, otros parecían buscar en él señales de debilidad. Jon sentía el peso de esas miradas como un manto invisible que le dificultaba respirar. Había suspendido varias lecciones con Ser Rodrik tras la tragedia, un gesto que el maestro de armas le permitió con paciencia. Pero sabía que pronto tendría que retomarlas. Ser Rodrik había sido claro: las lecciones no podían postergarse indefinidamente.

Llegó al salón principal, donde las fiestas y audiencias solían tener lugar. Las grandes mesas de madera estaban dispuestas con orden, pero el espacio se sentía vasto y vacío en comparación con los días en que Ned Stark presidía los banquetes. El maestre Luwin ya estaba allí, inclinado sobre una pila de pergaminos, sus dedos manchados de tinta. Levantó la vista al verlo entrar y esbozó una leve sonrisa. —Mi joven señor, ven. Debes romper pronto tu ayuno. Aún tengo mucho que enseñarte hoy.— Jon asintió en silencio, dejando que una sirvienta le acercara un plato para desayunar.

El desayuno era abundante, había pan recién horneado, con una corteza dorada que crujía al romperse; gruesas rebanadas de tocino salado, perfectamente cocido; y una salchicha especiada que desprendía un aroma cálido y tentador. Había también un tazón de gachas de avena, enriquecidas con miel y nueces, y un trozo de queso curado del Valle, firme y lleno de sabor. Para beber, un cuerno de leche tibia y una jarra de cerveza ligera. Jon tomó un pedazo de pan, rompiéndolo en trozos pequeños antes de comer, mientras su mente se llenaba con las tareas que tenía por delante.

El Norte no iba a gobernarse solo, y Jon tenía mucho que aprender. Mientras masticaba un pedazo de pan untado con miel, una sirvienta se acercó con una bandeja cargada de pasteles de limón. Los dulces esparcían un aroma tentador que le recordó de inmediato a su hermana Sansa, y por un momento, se preguntó si debería guardar algunos para ella. Al pensar en sus hermanas, giró la cabeza en varias direcciones, buscándolas con la mirada. El gesto no pasó desapercibido para el maestre Luwin, que se encontraba inclinado sobre un libro de cuentas cercano. Con una mano paternal, tocó suavemente el hombro de Jon, devolviéndolo a la realidad.

—Están en las perreras, mi señor. Un invitado ha llegado con obsequios.

La declaración provocó en Jon una mezcla de curiosidad y desasosiego. El protocolo dictaba que debía recibir a cualquier visitante importante, pero antes de que pudiera reaccionar, un ladrido agudo resonó desde la entrada principal del salón. Apenas tuvo tiempo de girarse cuando vio a Arya aparecer corriendo, con el cabello alborotado y una sonrisa amplia en el rostro. En sus manos llevaba un par de criaturas pequeñas y peludas.

Eso no eran perros.

—¡Jon, mira! —exclamó Arya, emocionada—. Son míos. Incluso Sansa tiene los suyos. ¡Debes ir pronto a escoger el tuyo!

Jon bajó el pan que tenía en la mano, sintiendo cómo una oleada de incredulidad y fascinación lo recorría. En los brazos de su hermana se retorcían pequeños lobos huargo, sus movimientos torpes y descoordinados, pero ya mostrando las características fieras de su especie. Antes de que pudiera procesar del todo la escena, su atención fue capturada por una figura alta y robusta que entraba al salón. Durante un instante, la forma en que el hombre se movía, su porte imponente, le recordó dolorosamente a su padre. Pero el brillo en los ojos de aquel hombre lo arrancó del ensueño.

—¡Tío Benjen!

Jon dejó su desayuno de lado, empujando la silla mientras se levantaba de un salto. Corrió hacia él, sintiendo una alegría repentina y sincera que hacía semanas no experimentaba. Había pasado noches preguntándose si su tío Benjen regresaría, incluso había enviado hombres a Essos con la esperanza de localizarlo. Y ahora estaba allí, en carne y hueso.

Benjen Stark, el aventurero de la familia, lo recibió con un abrazo cálido, levantándolo ligeramente del suelo mientras reía. —¡Muchacho, qué tanto has crecido! —exclamó mientras le revolvía el cabello con una mano. Su tío siempre había sido una figura distante pero fascinante, alguien cuyas historias de Essos y la Compañía de la Manada de Lobos llenaban las noches más largas en el salón de Winterfell. Años combatiendo en las ciudades libres, con y contra mercenarios y dothrakis le habían otorgado una apariencia dura, con cicatrices que narraban sus propias historias.

En sus brazos llevaba un pequeño lobo huargo de pelaje blanco como la nieve, con ojos rojos tan profundos como la sangre misma. Benjen alzó al cachorro para que Jon lo viera mejor. —Pensé que te gustaría un obsequio más personal.

Jon tomó al lobo entre sus brazos con cuidado. La criatura era sorprendentemente ligera, y aunque trató de emitir un pequeño gruñido, no salió sonido alguno de su garganta. El animal se acurrucó en él como si lo conociera de toda la vida, apoyando su diminuta cabeza en su pecho. Jon sintió un calor extraño y reconfortante en el pecho, algo que no había sentido en semanas.

—Lo llamaré Fantasma —dijo con voz queda, pero firme.

Benjen alzó una ceja, sorprendido por la elección del nombre, pero no pudo evitar sonreír. —Un nombre adecuado para un Stark —dijo, notando la ironía del nombre en el contexto del joven que lo había elegido.

Jon miró a su tío con ojos llenos de esperanza. —Tío, ¿dónde los encontraste?

Benjen se cruzó de brazos, dejando que una ligera sonrisa se formara en su rostro curtido. —Cuando desembarqué en Puerto Blanco, vi a los cachorros junto a su madre muerta. Estaban solos, vulnerables. Pensé que sería bueno que cada uno de ustedes tuviera una mascota. Algo que recuerde lo que significa ser un Stark.

Antes de que Jon pudiera responder, Sansa apareció en escena, sosteniendo a dos pequeñas lobas huargo con expresión orgullosa. Una de ellas ya tenía nombre. —La llamaré Dama —anunció, acariciando a la criatura con ternura.

Arya, que ya había nombrado a la suya Nymeria, le lanzó una mirada burlona a su hermana. —Dama, claro. Un nombre de sureña.

—Al menos mi loba tiene un nombre refinado —replicó Sansa, levantando la barbilla.

La discusión de las niñas se desvaneció en el aire helado del patio, y Benjen, con un simple gesto, indicó a Jon que lo acompañara fuera del castillo. Ordenó a uno de los mozos de los establos que preparara un par de caballos, y en cuestión de minutos, estaban listos para partir. Sin embargo, los movimientos no pasaron desapercibidos. Desde las sombras del patio, un pequeño grupo de guardias comenzó a organizarse para seguirlos. Benjen los observó con una mezcla de irritación y resignación, su boca torciéndose en una mueca sardónica.

—Perros desconfiados —murmuró para sí mismo mientras subía a su montura con la agilidad de alguien que había pasado media vida a caballo.

—Gracias, tío —dijo Jon, acariciando a Fantasma, el pequeño lobo huargo blanco que seguía pegado a su lado. No había escuchado el comentario de Benjen, demasiado ocupado mirando cómo sus hermanas jugaban con los cachorros en el patio. Pero el sonido de los cascos golpeando el suelo pavimentado le indicó que era hora de partir. Colocó a Fantasma en el suelo y, para su sorpresa, el cachorro lo siguió, su andar silencioso contrastando con la energía ruidosa de los otros lobos. Los demás, sin embargo, simplemente observaban, sus miradas fijas en las figuras que se preparaban para partir. Arya no apartaba los ojos de Jon, y Sansa, siempre más inquisitiva, se adelantó para interceptarlo.

—¿A dónde irás? —preguntó Sansa, aunque su tono no era una simple curiosidad, sino una exigencia disfrazada.

—Con el tío Benjen. Me mostrará algo —respondió Jon con un encogimiento de hombros, tratando de sonar casual.

No parecía convencida, pero no insistió. Con un gesto elegante, recogió al pequeño cachorro que tenía en su regazo y se dirigió hacia las cocinas. Los otros cachorros los que aun no tenían nombre, salvo los dos que Arya había reclamado como suyos, trotaron tras ella, como una pequeña jauría. Por un instante, Jon imaginó el caos que causarían en los aposentos de sus hermanas. Lady Stark no estaría nada complacida al ver a los lobos rondando por los corredores. Pero descartó la idea tan rápido como había llegado. Lady Catelyn lo evitaba constantemente, y él hacía lo mismo. Últimamente, ella había pasado la mayor parte de los días en cama, casi lista para dar a luz. Si nacía un hijo varón, sería un asunto de celebración para los Stark. Jon sabía lo que eso significaba: perdería aún más el tenue lugar que ocupaba en Winterfell.

La idea no le pesaba tanto como habría esperado. A fin de cuentas, ahora era hijo legítimo, un Stark de sangre, y le corresponderían tierras propias, un título que llevaría con orgullo. Aun así, había algo en su relación con Lady Stark que siempre lo incomodaba. No era solo el desprecio evidente. Era algo más. Algo que había escuchado en un momento de indiscreción años atrás, una conversación que no debía haber oído. Pero quizás solo era un recuerdo distorsionado por los sueños, pensó, sacudiendo la cabeza para alejar esos pensamientos.

Se volvió hacia su tío, dispuesto a seguirlo. Domeric Bolton apareció entonces, llevando consigo las riendas del caballo que Jon montaría. Era un corcel negro, un semental norteño con un pelaje tan brillante como la obsidiana recién pulida. Sus crines largas y onduladas ondeaban con el viento, y sus patas robustas eran claramente diseñadas para resistir las condiciones más duras del Norte. Aunque aún joven, el caballo tenía un porte majestuoso, y Jon sintió un leve orgullo al saber que era un obsequio de la Casa Ryswell. Habían pasado años tratando de cruzar los resistentes caballos norteños con las ágiles monturas de Dorne, y el resultado era un animal de extraordinaria belleza y fuerza. Pero había un problema: Jon aún no era lo suficientemente alto como para montarlo sin ayuda.

Con algo de vergüenza, Jon aceptó un banquillo para subirse. Mientras se alzaba sobre la montura, escuchó una risa mal disimulada a su espalda. Giró ligeramente la cabeza y vio a Eddard Karstark cubriéndose la boca con la mano, tratando de contener las carcajadas. Aunque solo eran dos años de diferencia entre ambos, Eddard era considerablemente más alto, y no perdía la oportunidad de presumirlo. Pero su diversión fue breve. Jon Umber, un joven de dieciséis años con brazos como troncos de roble, le dio un golpe en la cabeza que resonó en el aire frío.

—Deja de comportarte como un idiota, Edd —gruñó Umber, mientras el joven Karstark mascullaba una maldición entre dientes.

Torrhen Karstark, el mayor de los hermanos, simplemente negó con la cabeza mientras subía a su propio caballo con una gracia que delataba años de experiencia. Jon decidió ignorarlos y se concentró en montar correctamente. Sabía que su caballo era joven, pero con el tiempo, crecería y se convertiría en una bestia imponente, un compañero digno de recorrer las vastas tierras del Norte. Quizás, cuando ambos fueran más grandes, podría cabalgarlo hasta los confines de los dominios Stark.

Benjen silbó, y los jinetes comenzaron a avanzar al unísono. El sonido de los cascos llenó el aire mientras el grupo salía por las puertas de Winterfell. Fantasma corría a un lado de Jon, sus pasos tan silenciosos como la caída de la nieve. Benjen, liderando al grupo, se volvió ligeramente hacia Jon con una sonrisa que prometía problemas.

—¿Qué te parece una carrera, muchacho? Tú y yo, hasta el Árbol del Ahorcado, allá en la curva del río.

Jon miró a su tío, sintiendo una chispa de desafío encenderse en su interior. Apretó las riendas de su caballo y sonrió. —Espero que no te duelan los huesos al perder, tío.

Benjen soltó una carcajada y espoleó a su caballo, que salió disparado como un rayo. Jon no perdió tiempo y lo siguió, sintiendo cómo el frío viento del Norte azotaba su rostro mientras el mundo a su alrededor se desdibujaba en una mezcla de nieve y árboles. Por un momento, el peso de Winterfell, de su apellido y de todas las cosas que no entendía, desapareció por completo. Era solo él, su caballo y el interminable Norte.

Después de varias horas de cabalgar a través de las vastas extensiones del Norte, finalmente llegaron a las cercanías del Cuchillo Blanco. El aire estaba impregnado del olor a pino y la humedad del río cercano. Jon tiró suavemente de las riendas de su caballo, que trotaba con una energía inquebrantable, como si la carrera que acababa de ganar no hubiera sido más que un paseo. El semental negro levantaba la cabeza orgullosamente, mientras que el caballo de Benjen, un animal más veterano, respiraba con esfuerzo, el vapor saliendo en nubes visibles en el frío aire invernal.

—Veo que la cría de los Ryswell ha mejorado desde que me fui —dijo Benjen con una sonrisa que era mitad orgullo y mitad resignación.

Jon le devolvió la sonrisa, disfrutando brevemente del momento. Detrás de ellos, los guardias comenzaron a alcanzarlos, algunos con miradas de cansancio y otros mostrando una curiosa mezcla de irritación y respeto hacia el joven Stark. Fantasma apareció entre los árboles, tan silencioso como siempre, con su pelaje blanco como la nieve prácticamente resplandeciendo a la luz tenue del sol invernal.

—¿Para qué querías hablar conmigo, tío? —preguntó Jon, directo al punto. Sabía que su tío había planeado esta salida con un propósito, y no era simplemente para disfrutar del paisaje.

Benjen se detuvo por un momento, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras. Luego, soltó una carcajada ligera. —Qué serio. Te pareces a tu padre. Bueno, no sé si él te explicó alguna vez... lo del Norte.

Jon asintió, recordando. —Sí, a Robb y a mí nos llevó a una meseta y nos hizo mirar el Norte. Nos recordó que es la región más grande de los Siete Reinos, e incluso mucho antes de la existencia misma de la mayoría de las grandes Casas del sur, los Stark ya éramos los Reyes del Invierno.

Benjen estudió a su sobrino con atención, notando el nerviosismo que se filtraba en su postura. Pero no hizo ningún comentario al respecto. En lugar de eso, desmontó con un movimiento ágil y señaló con su espada al suelo nevado. Jon lo imitó, manteniendo su mirada fija en el rostro de su tío. Sabía que esta conversación iba a ser importante.

—Pero ahora somos los Guardianes del Norte —añadió Jon con una sonrisa ligera, como si intentara aligerar el ambiente.

Benjen se giró hacia él con una mirada seria. — eres el Guardián del Norte, Jon. No "nosotros". Tú.

La gravedad en la voz de Benjen borró cualquier rastro de la sonrisa de Jon. El chico asintió lentamente, sintiendo el peso de las palabras. Benjen continuó, trazando una línea en la nieve con su espada. —Las casas nobles tienen problemas con los clanes, y los clanes apenas toleran responder ante alguien que está a miles de leguas de distancia. El Norte es vasto, Jon, y los hombres aquí son orgullosos. No olvides eso.

Jon observó cómo su tío continuaba delineando un mapa improvisado en el suelo, cada trazo de la espada formando la silueta de la región que algún día tendría que gobernar. Benjen dibujó la costa occidental con una línea irregular, las islas dispersas como puntos torpes en el dibujo.

—Eres malo dibujando, tío —comentó Jon, cruzándose de brazos mientras observaba el rudimentario mapa con una sonrisa burlona.

Benjen dejó escapar una risa profunda, sacudiendo la cabeza. —Al menos no fui maestre. No me habría durado ni un invierno esa vida.

—Imagina que esto es el Norte —continuó Benjen, señalando los trazos irregulares. Jon inclinó la cabeza, pero su expresión seguía siendo divertida. Benjen sabía que esa actitud desaparecería pronto.

—Esta es la costa de Occidente. Aquí... —Benjen golpeó suavemente con la punta de la espada en un punto— está Puerto Dragón Marino. Lo fundó Edwyle Stark como un punto de abastecimiento para las campañas hacia las Tierras del Eterno Invierno. No fueron guerras gloriosas, Jon, ni dignas de canciones. De hecho, ninguna guerra lo es.

Jon mantuvo el silencio, sus ojos completamente enfocados en su tío. Era una mirada intensa, la mirada de alguien que sabía escuchar. Benjen prosiguió, relatando cómo Edwyle Stark había establecido el puerto, cómo una rama cadete de los Manderly había sido puesta a cargo de su administración y cómo la Casa Frost gobernaba las tierras adyacentes.

Jon asintió, reconociendo algunos detalles que ya conocía gracias al maestre Luwin. Pero escuchar a Benjen hablar de estas historias con un tono menos rígido que el del maestre era algo nuevo y refrescante. Por un momento, Jon sintió que estaba aprendiendo algo importante, algo que no podía encontrarse en los libros.

—Los clanes de las montañas y las casas menores que se asentaron más allá del Muro... ellos son los que representan el mayor desafío. No confían en nosotros, Jon. Nunca lo han hecho. Aceptaron la unión por necesidad, no por lealtad. Y ahora, con los años pasando, su resentimiento solo crece.

Jon permaneció en silencio, procesando la información. Finalmente, habló, su voz firme a pesar de su juventud. —Me espera un camino difícil.

El joven Stark desenfundó su espada, no como amenaza, sino con un aire reflexivo. Por un momento, los guardias que los rodeaban reaccionaron instintivamente, llevando las manos a sus propias empuñaduras. Pero Jon les lanzó una mirada calmada, y la tensión se disipó rápidamente.

Con la hoja de su espada, Jon trazó líneas en la nieve, marcando el contorno del Norte en un intento más preciso que el de su tío. Su enfoque era intenso, y aunque sus trazos eran toscos, había algo admirable en su dedicación.

—Dibujas peor que yo, sobrino —bromeó Benjen, pero su tono era cálido.

Jon levantó la mirada con una media sonrisa. —Tal vez, pero algún día recorreré cada línea de este mapa. Y cuando lo haga, no habrá ni un rincón del Norte que no conozca.

Benjen lo observó en silencio, sus ojos claros posándose sobre Jon como si buscaran en el muchacho algo que ni siquiera él mismo sabía que estaba ahí. Orgullo y preocupación se mezclaban en su semblante. Tal vez ambas emociones competían por prevalecer, o tal vez simplemente coexistían, porque no era fácil mirar a un niño y ver al hombre que algún día sería. Finalmente, Benjen dio un paso atrás, permitiéndole a Jon contemplar su improvisado mapa en la nieve, una representación torpe del Norte, pero suficiente para el propósito de la lección. El peso del Norte era una carga que pocos podrían soportar, y Jon tendría que aprender a cargarla.

—Este puerto es crucial, Jon —dijo Benjen, señalando con su espada la ubicación de Puerto Dragón Marino que hizo Jon—. Los clanes y las casas de la Costa Helada dependen de él para recibir sus suministros. Un bloqueo aquí significaría la muerte para muchos, no solo por la falta de grano, sino por todo lo que el puerto mueve.

Jon se movió, inquieto, asimilando las palabras. —Pensé que estas personas eran balleneros. ¿No deberían sobrevivir incluso si el puerto se pierde?

Benjen negó con rapidez, casi con impaciencia. Aquella línea de pensamiento debía ser erradicada antes de que echara raíces. —Es cierto que muchos clanes cazan ballenas, pero sus barcos no pueden navegar todo el año. Cuando el mar alrededor de sus costas se congela, sobreviven cazando morsas y otros animales. Es una región rica en pesca, pero el mar es traicionero, especialmente durante los inviernos más duros. Por eso, cuando comienza la temporada de caza de ballenas, es tu deber decidir cuánto aceite y carne se destina a cada clan y a cada casa, según el número de bocas que deban alimentar. Lo que quede, lo vendemos al sur o se intercambia por granos y otros bienes que necesitamos para que esas tierras sobrevivan al invierno. Pero esos granos deben llegar a tiempo, Jon. De lo contrario, serán tus propios hombres los que te culpen.

Jon asintió en silencio. La seriedad de la situación se asentaba sobre él como una capa pesada, sofocante. Nunca antes había recibido una explicación tan larga y extenuante, ni de su padre ni del maestre Luwin. Miró a su tío, esperando que este le dijera que aquello era lo más complicado que tendría que enfrentar, pero Benjen no le ofreció consuelo alguno. La expresión de su rostro le decía claramente que aquello era solo el principio.

—No te preocupes demasiado, Jon. Muchos de estos clanes son vasallos de los Mormont. Isla del Oso es su punto de contacto más cercano, y rara vez viajan a Winterfell en busca de ayuda. Eso nos ahorra ciertos problemas... por ahora.

El alivio que Jon sintió fue breve, porque Benjen continuó con su explicación. —Los llaman los Clanes Morsa. No les gusta el sur; prefieren el mar. Dicen que cuidan a sus osos polares como si fueran familia. Algunos incluso los usan como monturas, o tirando trineos hechos de huesos de morsa, arrastrados por perros enormes. Son una gente curiosa, pero orgullosa. Aprende a tratarlos con respeto, porque su lealtad no es fácil de ganar.

Benjen dejó que las palabras se asentaran antes de moverse al siguiente tema. Señaló hacia otro punto en el mapa de nieve con su espada. —Estos son los Colmillos Helados. Nada crece en estas tierras, Jon. Son un sinfín de colinas y montañas tan estériles que morirías de inanición si el frío no te matara antes. Pero estas montañas son también una de las mayores riquezas del Norte. Son la frontera natural entre las Tierras del Eterno Invierno y el resto del Norte. Aquí se han encontrado minas tan ricas en oro que podrías extraerlo con tus propias manos. Más cerca del Muro, las minas están llenas de hierro, tanto que los Umber han trabajado codo a codo con antiguos enemigos para establecer colonias mineras en sus bordes.

Jon inclinó la cabeza, su interés avivado. —¿Los Umber gobiernan estas tierras?

Benjen negó con una sonrisa cansada. —No. Los Umber tienen dos casas cadetes que supervisan parte del comercio, pero los verdaderos señores de los Colmillos Helados son los clanes de las montañas. Tormund es quien gobierna aquí. Muchos dicen que hay tanto oro en esas montañas que haría sonrojar a un Lannister, pero el oro nos importa poco a nosotros, los norteños.

Benjen lo miró fijamente, como si buscara algo más profundo en los ojos grises de Jon. —¿Qué crees que les importa a estas personas?

Jon reflexionó antes de responder. —La tierra es estéril. No pueden sembrar ni cultivar su comida. El oro no tiene valor para ellos si no pueden usarlo para comprar comida en los puertos.

Benjen asintió lentamente, una sonrisa breve curvando sus labios. —Exactamente. Setenta por ciento del oro y el hierro que se extrae de estas minas es enviado a Winterfell cada mes. Ese oro ha financiado los proyectos de tu padre: la reconstrucción de Foso Cailin, los canales, los jardines de cristal, la construcción de flotas de guerra y comerciales, y la compra de granos para el Norte. Todo ello depende del oro de los Colmillos Helados. Pero tu verdadero deber será asegurarte de que esos recursos lleguen a los clanes y casas cuando más los necesiten. Si fallas, Jon, no lo olvidarán. Y si los clanes se sienten abandonados, se alzarán en tu contra.

Jon sintió el peso de esas palabras como si fueran una losa sobre sus hombros. El oro no debía malgastarse. Si no protegía a estas personas, muchos morirían, y el descontento podría volverse contra él. Sus ojos se posaron de nuevo en el mapa improvisado, contemplando lo que significaba gobernar un territorio tan vasto y hostil.

Benjen se permitió un breve descanso antes de continuar. —Luego están los clanes de los Valles. Son los más fáciles de manejar. Cuidan rebaños durante la mayor parte del año y son autosuficientes en gran medida. Pero no te confíes. Son guerreros feroces. Cuando el frío y la nieve azotan con fuerza, llevan sus rebaños al otro lado del Muro. Pagan un impuesto a la Guardia de la Noche y a las casas donde asientan sus rebaños, ofreciendo animales, pieles o leche a cambio.

Jon levantó una ceja, mostrando una pizca de interés. —He oído que algunos de esos hombres montan alces como caballos.

Benjen rió por lo bajo, un destello de diversión iluminando su rostro. —Lo hacen. Y no me sorprendería que algún día te inviten a cabalgar con ellos. Pero no olvides que, al igual que sus alces, ellos son impredecibles. Aprende a tratarlos, Jon. Aprende a conocerlos. Porque el Norte es más que sus montañas, sus clanes y sus minas. El Norte es su gente, y si no entiendes a su gente, nunca serás su señor.

El mayor no pudo evitar reírse con fuerza ante esa declaración, aunque no era falsa no era realmente lo que esperaba que le fuera preguntado, solo le asintió en silencio mientras le indicaba a su sobrino que regresara su atención a su explicación.

—¿Dónde están los gigantes? —preguntó Jon, su voz cargada de una mezcla de curiosidad infantil y un deseo creciente de comprender más sobre la tierra que algún día gobernaría. Había oído historias de ellos, de sus colosales mamuts y de cómo su paso hacía temblar la tierra misma, pero las palabras de los bardos siempre parecían más mito que realidad. Tal vez Benjen, que había viajado más allá del Muro, tendría respuestas más tangibles.

Benjen arqueó una ceja, claramente sorprendido por la pregunta. Su expresión era pensativa, como si buscara las palabras adecuadas. —Eso, muchacho, es más difícil de responder de lo que imaginas. Los gigantes no son exactamente hombres. Algunos hablan la lengua de los Primeros Hombres, sí, pero son nómadas. Siguen a sus mamuts allá donde estos los guíen. Tienen líderes, o al menos eso se dice, pero no son como los señores que conocemos. En teoría, responden ante la autoridad de Winterfell, aunque lograr que entiendan algo como marcaciones territoriales o convocatorias es otra historia.

—¿Han ayudado alguna vez al Norte? —insistió Jon, intrigado. 

Benjen asintió lentamente, con una sonrisa amarga. —Cuando los clanes han intentado rebelarse, los gigantes han apoyado la causa Stark. No porque sean especialmente leales, sino porque saben que fueron los Stark quienes prohibieron su caza y persecución. Sin embargo, son impredecibles. Llegan cuando quieren y se van igual de rápido. No son fáciles de manejar, Jon. Tu padre incluso logró que algunos vinieran al sur del Muro para ayudar en la construcción del canal, pero no estoy seguro de cuánto entendieron realmente de lo que estaban haciendo.

Jon suspiró profundamente, una señal clara de su frustración. No era esto lo que había imaginado cuando decidió pasar el día con su tío. Benjen lo notó y lo observó con cierta curiosidad.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó con suavidad, aunque su tono no carecía de autoridad.

Jon intentó ocultar su expresión derrotada, pero no lo logró del todo. Finalmente, se permitió hablar, aunque sus palabras salieron entrecortadas. —Siempre quise ser un Stark... Si te soy sincero, creo que soy tan soñador como Sansa con sus historias de leyendas y cuentos. Cuando padre me dijo que iba a ser legitimado, lloré. Era todo lo que quería. Tendría mi feudo, mi gente. Sería el vasallo de Robb y el mejor señor que el Norte podría tener. Incluso soñé, de niño, con ser lord de Winterfell. Pero cuando entendí que solo era un Snow, reprimí esos pensamientos. No los merecía. No era el legítimo dueño de nada. 

Jon hizo una pausa, limpiándose las lágrimas que comenzaban a surgir de sus ojos. Su voz temblaba, pero continuó hablando, forzándose a mantenerse firme. —Hubo un tiempo en que resentí a mi padre por eso. Siempre me he sentido inseguro, odiaba ser un bastardo. A veces tenía deseos... deseos de tenerlo todo. Ser temido, respetado. De tener ambición. De ser un hijo legítimo, un Stark. De casarme, de construir algo mío. Ahora lo tengo. Soy el señor de Winterfell. Soy Guardián del Norte. Pero ya no tengo a mi hermano, a mi gemelo, ni a mi padre. Le prometí a mi padre que protegería a mis hermanas, que protegería el Norte, que sería Lord Stark. Pero, ¿cómo puedo hacerlo si no sé nada de estas tierras ni de su gente? ¿No debería ser Sansa quien tomara el mando? No sé nada, tío. No sé cómo ayudar a esta gente ni cómo esperan que no destruya el Norte. Sólo soy un bastardo.

Benjen lo miró con intensidad, y cuando habló, su voz fue firme y cargada de reproche. —Jon, no quiero que vuelvas a mencionar que eres un bastardo enfrente de mí. ¿Entendido? No hay vergüenza en lo que sientes o sentiste. Eres humano, no un héroe de canciones. Pero déjame decirte algo: eres Lord Stark ahora. Y dime, ¿sabes por qué tu padre te eligió sobre tus hermanas?

—Por las leyes de Brandon el Incendiario —respondió Jon, repitiendo lo que había aprendido del maestre Luwin.

—En parte —admitió Benjen—, pero hay más que eso. El Norte no aceptaría el liderazgo de una niña apenas crecida, menos cuando las últimas Stark serían ambas niñas. Su descendencia llevaría el apellido de sus maridos. ¿Entiendes lo que eso significa? Sería el fin de la Casa Stark. Una nueva casa regiría Winterfell y, con ella, el Norte. Aquellos que se casaran con Sansa o Arya, ante la falta de un heredero masculino, tomarían el poder. 

Benjen se detuvo un momento, como si estuviera evaluando cuánto debía decir. Finalmente, continuó. —Pero no se trata solo de eso. Tu padre vio algo en ti, Jon. Algo que tal vez tú mismo no ves aún.

No era justo, y Jon lo sabía, pero no podía callar. —Mis hermanas no merecen ser apartadas por algo tan absurdo —dijo con una mezcla de furia y tristeza, su voz alzándose más de lo que pretendía.

Benjen lo observó con una calma severa, como si midiera cada palabra que diría a continuación. —No, no era justo —admitió finalmente, su tono grave y resignado—. Pero el mundo no es un lugar donde la justicia florezca. Si lo fuera, muchas de las tragedias que conocemos nunca habrían ocurrido. Justo o no, es la ley del Norte. Este no es el sur, y menos aún Dorne. Algún día, Jon, si Sansa o Arya sienten que les has usurpado algo, recuérdales que el Norte se despedazaría a sí mismo por decidir quién ocuparía la cama de ambas. Aun así, incluso con tu nombramiento, habrá quienes conspiran, pero tú les das tiempo. Tiempo para crecer, tiempo para ser felices. 

Jon escuchó en silencio, sintiendo cómo las palabras de su tío se hundían en su pecho como dagas heladas. —¿Tiempo? —repitió en un susurro—. ¿A qué costo? ¿Qué felicidad puede haber en este peso que ahora llevo yo? 

Benjen lo miró con una mezcla de comprensión y firmeza. —Será tu carga, Jon. Tu responsabilidad. Y llegará un día en que podrías llegar a odiar a tu padre por haberte puesto en esta posición. Pero no fue una decisión tomada a la ligera. Hay razones, y no todas tienen que ver con las leyes o con el linaje. Jon, hay partes de la historia de los Stark que no conoces. Es hora de que las escuches, para que comprendas por qué las mujeres de nuestra familia no gobiernan el Norte.

Benjen tomó aire, como si lo que estaba a punto de narrar cargara con siglos de dolor y secretos. Su voz descendió a un tono más oscuro, casi reverencial, como si las palabras mismas invocaran a los fantasmas de los antiguos. —Hace muchos inviernos, durante la era de los Reyes del Invierno, hubo una Stark que cambió el curso de nuestra casa para siempre. Su nombre era Lyanna Stark, pero no la Lyanna de la que has oído en canciones o tu tía Lyanna. Esta era Lyanna, hija del Rey Brandon Espada Larga. Fue la primogénita, alta como un guerrero, más hermosa que cualquier mujer conocida, pero con un corazón frío y una inclinación siniestra. Desde joven, mostró un talento inquietante para la magia y el misticismo de los antiguos dioses, pero no era una adoración común. No, Jon. Adoraba sangre y hierro.

Los ojos de Benjen se entrecerraron, y Jon sintió un escalofrío recorrer su espalda. —Lyanna empuñaba un cuchillo de vidriagón con el que sacrificaba a los hombres que se enamoraban de ella. Hablaba con los muertos, escuchaba voces en los bosques de los dioses y, según los rumores, podía invocar a los Otros en sus sueños. Estas criaturas le aconsejaban, o la atormentaban, en una lengua que parecía el crujir de glaciares rompiéndose. Pero no era solo eso. Se decía que amaba a su hermano de un modo que desafiaba las leyes de los hombres y los dioses. Durante el día, él la despreciaba; pero en las noches, ella tomaba la apariencia de otras mujeres para escabullirse en su cama.

Jon tragó saliva, incapaz de apartar la mirada de su tío. Benjen continuó, su tono cargado de pesar. —Su padre, Brandon Espada Larga, temía tanto a su hija que, por primera vez en la historia de nuestra casa, excluyó a una mujer de la línea de sucesión. La envió lejos, pero no antes de que sus sombras dejaran cicatrices en Winterfell. Aun exiliada, continuó con sus prácticas oscuras. Danza, sangre y sacrificio eran su vida. Cuando Brandon murió, Lyanna regresó, reclamando el trono para sí. Su hermano, Benjen el Triste, fue convertido en su títere por hechicería, gobernando en apariencia, pero siempre bajo su sombra. 

Benjen hizo una pausa, como si las palabras fueran demasiado pesadas para continuar, pero lo hizo. —Eventualmente, Benjen el Triste rompió su control y desató una guerra contra su hermana. Sólo Hielo, la espada ancestral de nuestra familia, pudo herirla. Lyanna huyó al norte, más allá del Muro, pero su legado permaneció. Sus hijas fueron malditas: una nació sin lágrimas y con ojos azules como el hielo, y fue destruida por Hielo. La otra, aunque bondadosa, fue exiliada y dio origen a los Greystark. Su hijo buscó a su madre más allá de las tierras salvajes, y hay quienes dicen que la encontró. Fue ella quien coronó al primer Rey de la Noche.

El silencio cayó sobre ellos como una losa. Jon no sabía qué decir, no sabía cómo digerir lo que había oído. Su tío lo miró fijamente, con ojos duros. —Jon, las mujeres de nuestra casa no están hechas para gobernar. No lo olvides. Amo a mis sobrinas, pero llevan la sangre de Lyanna tanto como tú y yo.

Jon finalmente habló, su voz apenas un murmullo. —Tal vez... tal vez Lady Stark tenga otro hijo. En alguno de esos dos bebés... 

 Benjen se movió incómodo, la expresión de su rostro revelaba lo que no decía. —El maestre Luwin lo cree posible, pero no lo sé, Jon. Mi hermano está muerto, junto con su hijo mayor. He visto a Lady Stark, y es como un fantasma caminando por los pasillos de Winterfell. No creo que tenga fuerzas para llevar a término esos embarazos. Pero incluso si lo hiciera, Jon, ya no es Lady Stark. Ese título será para tu esposa, no para ella. Es tu deber decidir cómo proceder.

Jon lo miró con una mezcla de curiosidad y tristeza, el peso de la historia que acababa de escuchar aún colgaba en el aire. Era el tipo de relato que uno esperaría oír de la Vieja Tata, lleno de sombras y horrores que pertenecían más a las leyendas que al mundo real. Pero había algo en la forma en que Benjen lo había contado, en su gravedad y solemnidad, que le hacía saber que, al menos en parte, era verdad. O lo suficientemente cercano a la verdad como para no ignorarlo.

—Será un niño —dijo Jon finalmente, rompiendo el silencio—. Los dioses no permitirán que un bastardo sea señor del Norte. Cuando llegue ese momento, entregaré el Norte a su legítimo señor.

Benjen lo fulminó con la mirada antes de soltar un gruñido de impaciencia y darle un suave golpe en la parte trasera de la cabeza. —¿Qué te dije sobre llamarte bastardo en mi presencia? —replicó con severidad, aunque su tono llevaba un deje de cansancio.

Antes de que Jon pudiera responder, algo pequeño y blanco saltó de entre la nieve, aferrándose a la pierna de Benjen con dientes tan afilados como agujas. El lobo huargo era poco más que un cachorro, pero sus gruñidos eran feroces, y Benjen maldijo mientras intentaba apartarlo. Jon no pudo evitar una sonrisa al ver cómo Fantasma defendía su honor con toda la valentía que su pequeño cuerpo podía reunir. Rápidamente, se inclinó para despegar al cachorro de la pierna de su tío.

—Mira, tío, parece que tengo un protector muy feroz —dijo Jon, con una sonrisa que no lograba ocultar del todo.

Benjen, todavía sobándose la pierna, lo miró con una ceja arqueada. —No estoy seguro de que haya sido una buena idea dártelo. —Hizo una pausa, lanzando una mirada significativa al cachorro que ahora se acurrucaba contra Jon—. Pero te lo digo, muchacho: los Antiguos Dioses no van a castigarte, ni a ti ni a nadie. Nuestros dioses no son como los Siete del sur, Jon. Nosotros no somos ándalos. Somos los Primeros Hombres. No olvides eso.

Jon asintió en silencio, procesando las palabras de su tío. Había algo reconfortante en esa afirmación, en la idea de que los dioses de los bosques oscuros y los arcianos eran más justos, más cercanos a su gente, que los dioses de los septos dorados del sur.

Benjen suspiró, como si una gran carga hubiera sido aliviada al terminar su conversación. —Bien, creo que eso es todo lo que necesitaba decirte. ¿Qué te parece si regresamos a los cálidos muros de Winterfell?

Jon sonrió débilmente y asintió. El camino de regreso fue tranquilo, con los guardias lo suficientemente lejos como para que los dos Stark pudieran hablar cómodamente sin preocuparse por ser escuchados.

—Tío, ¿qué piensas de invitar a damas del sur al Norte? —preguntó Jon de repente, rompiendo el silencio. Su tono era inseguro, como si estuviera tanteando el terreno.

Benjen se detuvo, girando para mirarlo fijamente antes de sonreír. —¿Qué? ¿Ya quieres una novia? —dijo con un tono burlón—. Tal vez deberías considerar primero a las chicas del Norte.

El comentario hizo que Jon se sonrojara visiblemente, negando con rapidez. —No es eso. Es por Sansa. Quiere ser una dama sureña, y no sé cómo complacerla en eso.

Benjen frunció el ceño ligeramente, considerando las palabras de Jon. —Tal vez podría funcionar. Invitar a algunas damas del sur podría darle una idea más realista de lo que es ser una "gran dama". Además —añadió con una sonrisa ladina—, podría ser interesante ver cómo Arya reacciona a todo esto. Dudo mucho que alguna dama del sur sobreviva a su compañía. Aunque… quizá haya excepciones. Las Manderly, las Karstark estan bien para Sansa, y las mormont y algunas chicas del Pueblo Libre tienen un carácter más acorde al de Arya. Pero para Sansa… casas del Valle, del Dominio, incluso del Occidente podrían ser una mejor opción. Tal vez algunas de el Valle, o de las tierras de las Tormentas o del Tridente también.

Jon no pudo evitar reírse al imaginar a Arya en medio de un grupo de damas sureñas, todas vestidas con sedas y perfumes, mientras ella intentaba arrastrarlas al patio para entrenar con espadas de madera. La imagen era tan absurda que no pudo contener la carcajada. —No puedo imaginar a Arya usando un vestido, tío. Es… imposible.

Benjen se unió a la risa, asintiendo. —Sí, probablemente lo es. Pero lo que no es imposible es que tú encuentres la manera de extender lazos con las grandes casas del sur. Quizás esta idea no sea solo para Sansa, Jon. Tal vez sea también para ti.

Jon asintió con entusiasmo, su mente girando con posibilidades. Por su parte, Benjen sabía que esto sería algo sin precedentes en Winterfell, especialmente considerando la postura que Lady Catelyn. Pero Jon necesitaba construir alianzas. Y esas alianzas, tanto del Norte como del sur, serían cruciales para el futuro que les esperaba.

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