Julieta giró la llave en la cerradura y empujó la puerta del apartamento, sintiendo que la familiaridad del lugar se transformaba en una especie de refugio efímero. Los colores vibrantes y los cuadros abstractos colgados en las paredes siempre la habían tranquilizado; era su espacio, su mundo. Pero en cuanto cruzó el umbral, la presencia de Celestria, reclinada en el sofá con una sonrisa entrecortada, la desarmó. Era como si el aire se volviera denso, como si la fuerza de atracción que sentía por Celestria pudiera tragarse el silencio de aquella tarde.
—¿Tarde de nuevo, eh? —comentó Celestria con tono juguetón, alzando una copa de vino.
Julieta se encogió de hombros, lanzando su bolso a un lado mientras avanzaba hacia ella. No hubo necesidad de palabras. El roce de sus labios fue suficiente para que la tensión de la semana desapareciera, para que los pensamientos de ambos se entrelazaran en un único impulso. El deseo de Celestria era un imán, una fuerza incontrolable que la mantenía siempre regresando, aun cuando alguna sombra, apenas perceptible, a veces acechaba en los ojos de su amante.
Pero aquella noche, cuando los murmullos y risas habían cedido, Julieta se levantó de la cama para buscar agua. En la penumbra de la cocina, un sobre blanco, con sus iniciales en letras doradas, descansaba sobre el mostrador. Lo tomó, intrigada y, sin abrirlo aún, volvió a la habitación.
—¿Esto es tuyo? —preguntó, levantando el sobre.
Celestria, todavía recostada y jugando con un mechón de cabello, frunció el ceño y negó con la cabeza. La curiosidad de Julieta aumentó, y sus dedos rompieron el sello del sobre. Al desplegar la hoja, las palabras, escritas en una caligrafía elegante, la dejaron sin aliento:
"¿Qué tan bien conoces a tu pareja?"
Julieta tragó saliva, cerrando el sobre de inmediato, sintiendo cómo la duda penetraba en sus pensamientos. Celestria la observó, confundida.
—¿Qué dice?
Julieta vaciló antes de responder, forzando una sonrisa para ocultar la inquietud que se había instalado en su pecho.
—Nada importante. Solo una frase… curiosa.
Los días que siguieron a esa carta fueron una prueba para Julieta. A pesar de sus esfuerzos, no podía dejar de preguntarse quién la había dejado allí, ni de sentir cómo sus pensamientos comenzaban a enredarse en una espiral de dudas. La frase se le repetía constantemente, como un eco que iba tomando forma. No podía recordar ninguna razón para desconfiar de Celestria, pero algo en la carta la empujaba a mirar más allá de las apariencias.
A cada instante, Julieta se encontraba observando a Celestria con una mirada nueva, como si tratara de desentrañar algún misterio oculto en sus gestos, en sus palabras, en las risas compartidas que ahora parecían tintineantes, casi artificiales.
Una noche, tras una cena en la que ambas compartieron copas y risas, Julieta no pudo evitar preguntar, intentando que sonara como una broma:
—Celestria… si tuvieses un secreto, ¿me lo contarías?
Celestria levantó la vista, sus ojos destellando con una mezcla de sorpresa y diversión.
—¿Un secreto? No tengo secretos, Julieta. ¿De dónde salió eso?
—No lo sé… solo estaba pensando en lo bien que crees conocer a alguien y en cuántas cosas pueden quedarse en silencio.
La sonrisa de Celestria se tornó más fija, y por un segundo Julieta percibió una tensión sutil en sus ojos. La respuesta de Celestria fue rápida, pero Julieta no pudo evitar sentir que algo se había deslizado en el espacio entre ambas.
—Te cuento todo lo que necesitas saber, Julieta —respondió Celestria, sus palabras envueltas en una seductora calma—. Pero tal vez hay cosas que prefiero reservar para mí. ¿No crees que ese es un derecho básico?
Las palabras quedaron flotando en el aire, y Julieta sintió cómo la intranquilidad se anidaba en su mente