La noche caía lenta, extendiendo su manto oscuro sobre la ciudad y filtrándose por las ventanas del pequeño estudio de Nyvenia. Las paredes, cubiertas de lienzos y esbozos inacabados, parecían susurrar secretos que solo ella podía oír. Entre las sombras, la figura de una madre y un niño se dibujaba, una presencia tan real como etérea. Nyvenia alargó una mano, casi en un acto reflejo, como si pudiera tocar aquello que su corazón no lograba soltar. Pero el aire frío fue lo único que rozó sus dedos, devolviéndola al silencio.
Desde la pérdida de su hijo, los días se habían convertido en una sucesión de momentos difusos, envueltos en una niebla espesa que se colaba en sus pensamientos. No recordaba cuándo había comenzado a trabajar en el cuadro que ahora se encontraba frente a ella, un retrato inacabado que parecía mirarla con reproche. Allí estaban los ojos de su hijo, tristes y profundos, mirándola desde el lienzo. Eran los mismos ojos que la habían visto derrumbarse en mil pedazos el día que él se fue, y ahora la juzgaban, exigiéndole respuestas que ella no sabía dar.
Gadriel había intentado comprenderla, pero Nyvenia sabía que él solo veía una parte de su dolor, aquella que le permitía ver. En su interior, donde las palabras no llegaban, se libraba una batalla silenciosa entre el amor que aún sentía por él y el resentimiento que, como una sombra, se había instalado en su pecho. No podía mirarlo sin recordar lo que ambos habían perdido, y el silencio que seguía a esos pensamientos era un abismo que ni siquiera el amor lograba llenar.
La puerta del estudio se abrió con suavidad, y Gadriel apareció en el umbral, con la misma expresión serena e inescrutable que llevaba desde aquel día. Nyvenia lo miró un instante, intentando desentrañar el enigma en su rostro, pero su mirada la evadía, como si ambos temieran que las palabras rompieran el frágil equilibrio que los mantenía juntos.
—¿Te quedarás trabajando hasta tarde? —preguntó Gadriel, con una voz tan baja que apenas rompió el silencio.
Ella asintió, incapaz de decirle que el trabajo era su única forma de mantenerse en pie, su refugio para no pensar, para no sentir. Sin embargo, una parte de ella deseaba que él lo entendiera sin necesidad de palabras, que pudiera ver más allá de su fachada y reconociera las grietas que la componían.
Él dudó un instante, pero al final dio un paso hacia atrás y cerró la puerta con suavidad, dejándola de nuevo sola en su mundo de sombras y recuerdos. El eco de sus pasos desapareció en el pasillo, y Nyvenia sintió que, una vez más, había dejado escapar algo importante, algo que quizá no recuperaría jamás.
Con un suspiro, volvió la mirada al lienzo. Allí estaban los ojos de su hijo, expectantes, juzgándola, amándola. En su pecho, el vacío se expandió, y sintió cómo la tristeza la envolvía, oscura y densa, como un manto imposible de levantar. No podía permitirse olvidar, no mientras esos ojos siguieran mirándola.
La noche parecía haberse detenido, atrapada entre los susurros de la ciudad y el silencio del estudio de Nyvenia. Había algo abrumador en esa quietud, algo que le hacía sentir que el tiempo no avanzaba, que estaba anclada en un momento perpetuo de pérdida. Con un lento movimiento, deslizó su mano sobre el lienzo, como si al tocar las pinceladas pudiera resucitar un fragmento de lo que había sido.
Sus pensamientos se desvanecieron en un abismo, un lugar oscuro y solitario donde los recuerdos de su hijo la envolvían, a veces suaves como una caricia, otras como espinas que se clavaban en su piel. Era un duelo que la desgarraba en silencio, una pena que crecía con cada intento fallido de avanzar.
Con los ojos cerrados, trató de recordar la última vez que había sido verdaderamente feliz junto a Gadriel, cuando el peso de la pérdida aún no los había convertido en extraños. Recordaba su risa, su mirada cálida y la promesa de un amor eterno. Pero esa imagen, antes tan vívida, ahora se desdibujaba como el reflejo de un sueño. Había días en los que se preguntaba si acaso esa felicidad había sido real o solo un espejismo que el dolor borró.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el crujido suave de la puerta abriéndose de nuevo. Gadriel había regresado, sosteniendo una taza de té en sus manos. Sus ojos parecían estudiar el espacio entre ambos, como si intentara comprender cómo el amor podía convertirse en distancia. La dejó sobre una mesa junto a ella, y por un instante, sus manos rozaron las de Nyvenia, un contacto tan leve que parecía un accidente.
Ella sintió un escalofrío, pero no levantó la mirada. Sentía que, si lo hacía, él vería el vacío en sus ojos, y tal vez eso sería peor que el silencio que compartían.
—Nyvenia... —murmuró Gadriel, con una voz que temblaba apenas, un eco de las palabras no dichas que se acumulaban en su pecho.
Ella se quedó en silencio, esperando, deseando en secreto que él encontrara las palabras que lograran rescatarla, que rompieran esa barrera invisible que se alzaba entre ambos. Pero las palabras de Gadriel murieron en su boca, y el silencio volvió a llenar el espacio, denso y pesado, como una niebla que los envolvía.
Él suspiró y se alejó, sus pasos resonando en la quietud del estudio. Nyvenia cerró los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas que se acumulaban detrás de sus párpados. Sabía que había perdido algo más que un hijo; había perdido una parte de sí misma que nunca recuperaría.
Desde el pasillo, Gadriel se apoyó contra la pared, dejando que la soledad lo abrazara. Había perdido la cuenta de las veces que había intentado hablar con ella, de los gestos sutiles que se desvanecían sin efecto, como si Nyvenia fuera un fantasma que se deslizaba entre sus dedos. En algún momento, había comenzado a temer que ella prefiriera esa soledad, que su presencia fuera más una carga que un consuelo.
Pensaba en su hijo cada día, pero de una forma distinta, casi pragmática, como si su mente hubiera decidido que la única forma de sobrellevar el dolor era encapsularlo, convertirlo en algo que no perturbara su vida diaria. Pero con Nyvenia, ese método se volvía inútil. Ella le recordaba todo lo que habían perdido y todo lo que él había sido incapaz de salvar.
Apoyó la cabeza contra la pared, mirando el vacío delante de él. Sus pensamientos eran como sombras que no lograban tomar forma, y el rostro de su hijo aparecía en su mente, fragmentado, incompleto, como una fotografía rota. ¿Era este el precio que debían pagar por haber amado tanto? ¿Ese sufrimiento que parecía extenderse como un océano entre él y Nyvenia, un océano que ahogaba cualquier intento de cruzarlo?
En el silencio de su soledad, Gadriel entendió algo que siempre había temido: había partes de Nyvenia que nunca volverían a él. Partes de ella que, como los fragmentos de su corazón, estaban atrapadas en un lugar que él no podía alcanzar.
"Debería ser suficiente con solo estar aquí," se decía a sí mismo, intentando convencerse. Pero, en el fondo, sabía que su presencia ya no bastaba, que ella necesitaba algo más que él no sabía cómo darle.
Los días continuaron como una lenta sucesión de sombras, en los que el reloj parecía estar de su lado, girando en círculos sin ningún avance. Nyvenia y Gadriel coexistían en la misma casa, compartiendo los mismos espacios, pero cada vez más distantes, cada uno anclado a su propio dolor. Sin embargo, esa tarde, una carta sin remitente llegó al pequeño estudio de Nyvenia.
Al principio, no prestó mucha atención. La dejó sobre la mesa junto a sus pinceles, esperando abrirla en algún momento menos turbio de su día. Pero las horas pasaron, y la carta parecía ejercer una presencia que la perturbaba, como si sus ojos se vieran irresistiblemente atraídos hacia ese sobre cerrado, simple, pero amenazante.
Finalmente, vencida por la intriga, Nyvenia deslizó un dedo bajo el borde de papel y lo abrió con delicadeza. Dentro, una pequeña nota, escrita con una caligrafía elegante y antigua, revelaba una sola frase:
"¿Qué tan lejos estarías dispuesta a ir para dejar el pasado atrás?"
La pregunta la dejó helada. Su mente trataba de racionalizarlo, de encontrar algún sentido lógico a esa pregunta sin contexto. Miró el sobre nuevamente, buscando algún indicio de su procedencia, pero no encontró nada. Era como si esa carta hubiera aparecido de la nada, depositada allí con un propósito desconocido.
Esa noche, cuando Gadriel regresó del trabajo, Nyvenia no mencionó nada sobre la carta. Las palabras parecían no tener lugar en sus labios; sentía que eran demasiado frágiles para ser compartidas. Pero había algo en su mirada, un rastro de inquietud que no había estado allí antes, y que Gadriel captó al instante.
—¿Va todo bien? —preguntó, notando la sombra en sus ojos.
Ella dudó un instante, su mente debatiéndose entre contarle o dejar el asunto en el olvido. Sin embargo, una parte de ella, quizá la más vulnerable, deseaba que Gadriel pudiera descifrarla sin necesidad de palabras, que lograra ver la preocupación que la carcomía.
—Sí —respondió, al final—. Solo un poco cansada.
Gadriel asintió, sin hacer más preguntas. Pero en el fondo, él sabía que Nyvenia estaba ocultando algo. Podía sentirlo en el aire, en la manera en que ella evitaba su mirada y en los suspiros que quedaban atrapados entre ambos, como secretos a punto de ser revelados.
Esa noche, ambos se refugiaron en sus propias soledades, como de costumbre, sin saber que aquella carta era el inicio de algo mucho más oscuro. Lo que ellos aún no podían ver, era que alguien había comenzado a jugar con sus vidas, desatando hilos invisibles que pronto los envolverían en una red de la que sería casi imposible escapar.