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EL COMIENZO DEL DESASTRE

Aquella tarde de marzo el viento soplaba tan fuerte que movía las flores con gran furor. El aura del ambiente era perfecta, me sentí muy feliz. Esa vista que estaba frente a mis ojos llenaba el fondo de mi corazón. Jamás me iré de aquí, jamás. Aquí moriré. No existe un lugar en el mundo donde la paz se pueda tocar con los dedos —me decía a mi misma. A veces soy una chica filosófica, pienso muchas cosas de la vida y la energía que envuelve el universo. Yo quería estar unos minutos más apreciando la magia furtiva de ese encuentro con la naturaleza, pero escuchaba a lo lejos; ¡Ximena, Ximena!— los gritos de mi padrastro ya estaban fastidiando mi paciencia. Siempre me hago la perdida porque me encanta dar sustos. Digamos que me gustan los dramas cómicos, de esos negros, donde simulas estar muerto y tu madre llora en tu regazo y luego sonríes.Ya voyyyyy —respondí al rato. El olor de las flores penetraba con suavidad mis fosas nasales. El mejor recuerdo de mi infancia semi feliz, sin duda ese. Mi padrasto y yo nos detuvimos en el camino para tomarnos unas cuantas fotos rápidas. Pero la Ximena que llevo en mi interior deseó dar el susto de la chica perdida por millonésima vez. Luego de 30 minutos de exploración, corrió hasta el borde de la carretera donde estaba mi padrastro, le dije: Aquí estoy, me acaba de morir una araña. A juzgar por su apariencia presumo que era una Eratigena agrestis. Me empiezo asfixiar, me muero, me muero, dame oxigeno ¡ayyyyyyyyyyyyy!Niña del demonio, pensé que te habías convertido en las proteínas de un oso hambriento. Deja de hacer eso —comentó Gilbert arrugando la frente—. Me estoy empezando a cansar de ti. Deberías amarrar tus pies a una piedra grande, abrir un agujero en el hielo, dejarte caer al agua y cuando te estés hundiendo, colocar el pedazo de hielo al agujero, para asegurarme que no vuelvas a salir.¡OYEEE TE PASASTE!, para tu información me sé cuidar sola. Así que descuida. ¡Ah! y es broma lo de la araña —mascullé—. Puse mi cara de chica seria y me monté en el auto, pegando la cabeza al vidrio. Gilbert encendió la radio viejo de su bronco blanca del 92 —un cacharro de auto que por su manera brusca de manejar le sonaba hasta el alma.—¿ ¿Qué quieres escuchar?—Nada. Quiero silencio. Colabora.—Ya sé, esto te encantará.Lo miré seriamente, y al instante comenzó a sonar: Vengaboys -Boom, Boom. Ridículamente colocaba a bailar sus cejas. Ese maldito bailecillo juro por Dios que hacía reír hasta la persona más seria del mundo. Al final seguí el juego y entre carcajadas llegamos a la vieja cabaña. Mi madre estaba preparando la cena. Stuart, mi hermano de 11 años, travieso desde nacimiento. Practicaba con un arco sus tiros a un oso de peluche que había en la sala. Para su desgracia todos los tiros iban fuera del blanco. Gilbert, ¿Dónde dejaste mi libro de los poetas africanos?—preguntó mi madre mientras lavaba la losa—, tú siempre hurgando entre mi biblioteca y dejando todo echo un desastre. Para nada, porque nunca terminas un libro.Escucha bien, Rose de Gilbert Miller. Mandé a coser las páginas de tu querido libro ya pegar la portada, porque estaban como los dientes de tu padre: a punto de caerse por completo. Gilbert tenía el truco preciso para hacer reír a mi madre. Creo que eso siempre la mantuvo enamorada. Al contrario de mi padre, que aunque nunca lo conocí, los cuentos de mi madre relatan que era un hombre serio y de procedimientos dictatoriales. La atormentó hasta decir ya no más, la hizo creer indeseable y durante mucho tiempo engendró en su interior un mundo de inseguridades. Por eso creo, que nunca nunca quise ir de vacaciones con él ni conocerlo. Stuart salió de caza con Gilbert. Hablé con mi madre durante horas. Hija —con seriedad pronunció esa palabra—, estoy pensando en mudarnos de Alaska para que estudies segundaria en una buena escuela.—No quiero irme de Alaska mamá —repliqué molesta—. Me encanta la gente de aquí, las vistas, las auroras, el frío... Esa decisión no la tomas tú. Cada vez estás más gruñona, duérmete mejor.—No tengo sueño —giré mi globo ocular de derecha a izquierda—. Es mejor que se duerman rápido —dijo Gilbert, desde afuera de la cabaña—. Traía un venado encima de sus hombros. Y atrás de él venía Stuart con la lengua afuera y su arco de tiros errados.¡Le di, le di en el cuello con mis flechas hermana! Llegó hablando a los 4 vientos. Sus ojos lucían brillantes de entusiasmo. Aunque miré el cuello del animal y no vi indicios de alguna flecha. Estás loco hombre —le dijo mi madre a Gilbert—, ni siquiera preparaste este animal antes de traerlo aquí. El viejo respondió: No hay osos cerca, comprobó la zona y te puedo asegurar que mate a los peligrosos. Todos sabemos que un venado se devisera lejos de la cabaña donde duermes, porque un oso es capaz de oler la sangre a 30 kilómetros de distancia. Gilbert despresó el animal y lo guardó. A todos se nos había evaporado el sueño, nos sentamos en unos troncos afuera de la cabaña. Stuart buscó unos cuantos trozos de leña y yo me encargué de encender la fogata. El mejor cielo estrellado es el de Alaska, tantas estrellas titilantes se roban tu corazón. A las 2 am, el frío nos corrió a nuestros dormitorios. Y a las 4 am sucedió la tragedia. Los cálculos de Gilbert fallaron. Un oso gigantesco rojinegro entró a la cabaña. Fue feroz la escena, sus garras se clavaron en el esternón de mi madre del cual salía la sangre a borbollones. Gilbert cogió el rifle, disparó en la cabeza del oso pero no le hizo nada, lo escuché murmurar: Joder, no tengo de oro. El oso aprovechó ese diminuto espacio para abalanzarse contra él, puso sus patas gigantes en su abdomen, mordisqueó su cuello en las carótidas. Pensé en Stuart... Yo estaba congelada del miedo y el dolor. Justo frente a mis ojos una bestia me estaba arrebatando el centro gravitacional de mi vida—mi mamá—. Cuando se dio cuenta que estaba ahí, me embistió, mordió mi pantorrilla muy fuerte, sentí como mi tibia y peroné se hacían añicos.De pronto Stuart salió de su cuarto y cuando ve la escena rompe en cólera y llanto. Cogió su arco y flecha y apuntó. ¡Estuardo no, Estuardo no! —Grité. El oso tenía sus dientes en mi pantorrilla. Y escuchó los gritos de Stuart. Volteó la cabeza. Yo encarecidamente, dije, ey, ey, aquí estoy cómeme a mí. Soy más grande, más deliciosa. Pero Stuart siguió apuntándolo con su arco y flecha. El animal se volvió verme algo desconcertado. Pash sonó la flecha al caer en el piso de la cabaña luego de rebotar en su lomo —Stuart finalmente la había lanzado. Rompió mi tibia, y se fue con mi pie derecho en su hocico, dirigiéndose hacia donde estaba Stuart. ¡Ey, ey, ey maldito! ¿hacia dónde vas?¡Regresa aquí! ¿No me escuchas estúpido? ¡Ven, aquí desgraciado! Mis ojos se fueron apagando poco a poco. No, no te duermas —me decía. En cada segundo que pasaba sentía desmayarme más. Lo último que vi fue al oso mirarme y luego levantarse sobre dos patas frente a Stuart...

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