Al entrar al hospital, el olor estéril del desinfectante y los susurros apagados del personal y visitantes nos envuelven. Selene, siempre sintonizada con mis emociones, se presiona contra mi pierna, ofreciéndome su apoyo silencioso. Bajo la mano y paso mis dedos por su pelaje, tomando fuerzas de su presencia.
A unos pasos de la entrada, un guardia de seguridad se da cuenta de Selene y frunce el ceño. —Lo siento, pero no se permiten perros dentro del hospital.
Vanessa da un paso al frente, su voz calma y autoritaria. —Este es un perro de servicio. Está con nosotros.
El guardia me mira a mí, luego a nuestros guardaespaldas—vestidos en trajes, con gafas de sol, y esencialmente un cliché andante. Su expresión se vuelve cautelosa y nos da paso. —Por supuesto, mis disculpas. Adelante.
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