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Segunda parte: El Mulo » La caída de la Fundación

Sus junglas amansadas, sus playas finamente modeladas y sus alegres y clamorosas ciudades vibraron al paso de mercenarios importados y ciudadanos curiosos. Los mundos de su provincia habían sido armados y su dinero invertido en naves de guerra y no en sobornos, por primera vez en su historia. Su gobernante probó sin duda alguna que estaba decidido a defender lo que era suyo, y ansioso por conquistar lo que era de otros.

Era un hombre grande de la Galaxia, hacedor de la paz y la guerra, constructor de un imperio y establecedor de una dinastía.

Y un desconocido que llevaba un ridículo apodo le había conquistado a él, a sus armas, a su naciente imperio, y ni siquiera había librado una sola batalla.

Así pues, Kalgan volvió a ser lo que era, y sus ciudadanos uniformados se apresuraron a reanudar su antigua vida, mientras los extranjeros profesionales de la guerra se fusionaban con las nuevas bandas recién llegadas.

De nuevo, como siempre, se organizaron las elaboradas cacerías de lujo de la cultivada vida animal de las junglas que nunca se cobraban una vida humana; y las cacerías de pájaros en veloces naves, lo cual era fatal sólo para las grandes aves.

En las ciudades, los vividores de la Galaxia podían elegir la variedad de placer que más convenía a sus bolsas, desde los etéreos palacios del espectáculo y la fantasía, que abrían sus puertas a las masas por el módico precio de medio crédito, hasta los anónimos y discretos antros entre cuyos clientes habituales sólo se contaban los millonarios.

En la vasta población, Toran y Bayta cayeron como dos gotas insignificantes. Registraron su nave en el gigantesco hangar común de la Península Oriental, y se dirigieron hacia el ambiente intermedio de la clase media, el mar interior, donde los placeres aún eran legales, e incluso respetables, y las multitudes no estaban demasiado amontonadas.

Bayta llevaba gafas oscuras contra la luz, y un ligero vestido blanco contra el calor. Se abrazó las rodillas con los brazos morenos, apenas más dorados por el sol natural, y contempló con la mirada firme y abstraída el cuerpo de su marido tendido a su lado, que casi centelleaba bajo el esplendor del sol.

—No te excedas —le había dicho al principio, ya que Toran procedía de una moribunda estrella roja. Pese a haber pasado tres años en la Fundación, la luz del sol era un lujo para él; y desde hacía cuatro días su piel, tratada previamente para resistir la fuerza de los rayos, no conocía otra prenda que los pantalones cortos.

Bayta se acurrucó junto a él sobre la arena y empezaron a hablar en susurros.

La voz de Toran tenía un tono de desaliento cuando habló sin cambiar de posición:

—Admito que no hemos conseguido nada. ¿Pero dónde está? ¿Quién es? Este mundo demente no dice nada de él. Quizá ni siquiera existe.

—Existe —replicó Bayta sin mover los labios—. Es inteligente, eso es todo. Y tu tío tiene razón. Es un hombre que podríamos utilizar… si aún hay tiempo.

Tras una corta pausa, Toran murmuró:

—¿Sabes qué estaba haciendo, Bay? Sumiéndome en un estupor solar. Las cosas se ven con tanta nitidez… tanta dulzura. —Su voz casi se extinguió, y luego volvió a oírse—: Recuerda lo que decía en la universidad el doctor Amann, Bay. La Fundación no puede perder nunca, pero esto no significa que no puedan perder sus dirigentes. ¿Acaso no empezó la verdadera historia de la Fundación cuando Salvor Hardin expulsó a los enciclopedistas y conquistó el planeta Terminus como el primer alcalde? Y al siglo siguiente, ¿no obtuvo el poder Hober Mallow con métodos casi igualmente drásticos? Los dirigentes fueron vencidos dos veces, de modo que puede conseguirse. ¿Por qué no hemos de hacerlo nosotros?

—Es el más viejo argumento de los libros, Torie. Tu sueño es una pérdida de tiempo.

—¿Tú crees? Piénsalo. ¿Qué es Haven? ¿No es parte de la Fundación? Es sencillamente parte del proletariado externo, por decirlo así. Si nosotros llegamos a ser dominantes, será todavía la Fundación quien venza, y sólo perderán los dirigentes actuales.

—Hay mucha diferencia entre «podemos y «haremos». Sólo estás soñando despierto.

Toran torció el gesto.

—Vamos, Bay, estás en uno de tus momentos malos. ¿Por qué quieres estropearme la diversión? Voy a dormitar un rato, si no te importa.

Bayta levantó la cabeza, y de improviso, se echó a reír y se quitó las gafas para mirar hacia la playa, con la palma de la mano protegiéndose los ojos.

Toran levantó la vista, se incorporó y siguió la mirada de ella.

Al parecer contemplaba una escuálida figura que, con los pies en el aire, se paseaba sobre sus manos para divertir a un grupo de curiosos. Era uno de los numerosos mendigos acróbatas de la playa, cuyas flexibles articulaciones se doblaban y contorsionaban para ganar unas monedas.

Un guarda de la playa le hacía señas para que siguiera su camino, y con sorprendente equilibrio sobre una sola mano, el bufón se llevó un pulgar a la nariz. El guarda avanzó amenazadoramente, y fue derribado por un pie que le golpeó en el estómago. El bufón se enderezó sin interrumpir el ritmo de sus contorsiones iniciales y se alejó, mientras el enfurecido guarda era obstaculizado por una muchedumbre que no le agradecía su intervención.

El bufón siguió su torpe paseo por la playa. Rozó a mucha gente, vaciló a menudo, pero no se detuvo en ninguna parte. La muchedumbre se dispersó. El guarda se había ido.

—Es un tipo cómico —dijo Bayta, divertida, y Toran asintió con indiferencia. Ahora el bufón estaba lo bastante cerca como para ser visto con claridad. En su rostro delgado destacaba una voluminosa nariz cuyo extremo carnoso casi se antojaba prensil. Sus largos y esbeltos miembros y su cuerpo huesudo, acentuado por el traje, se movían con agilidad y gracia, pero daba la impresión de que estaban descoyuntados.

Era imposible mirarlo sin reírse.

El bufón pareció repentinamente consciente de sus miradas, porque se detuvo después de haber pasado y, con un rápido giro, se acercó. Sus grandes ojos marrones se clavaron en Bayta.

Ésta se sintió desconcertada.

El bufón sonrió, lo cual aumentó la tristeza de su rostro delgado, y cuando habló de nuevo fue con las suaves y elaboradas frases de los sectores centrales.

—Si utilizara el ingenio que los buenos espíritus me dieron —dijo—, entonces diría que esta dama no puede existir, pues, ¿qué hombre en su sano juicio llamaría al sueño realidad? Sin embargo, yo preferiría no ser cuerdo y prestar crédito a mis ojos hechizados.

Bayta abrió mucho los suyos, exclamando:

—¡Vaya!

Toran se rio.

—¡Conque eres una hechicera! Adelante, Bay, eso merece una moneda de cinco créditos.

—Dásela.

Pero el bufón se adelantó con un salto.

—No, señora mía, no me juzguéis mal. No he hablado por dinero, sino por unos ojos brillantes y un rostro bello.

—Vaya, gracias. —Y dijo a Toran—: ¿No crees que el sol habrá ofuscado su vista?

—Pero no sólo por ojos y rostro —continuó el bufón, hablando con rapidez creciente—, sino también por una mente clara y firme… y bondadosa, por añadidura.

Toran se puso en pie, cogió la bata blanca que había llevado colgada del brazo durante cuatro días y se cubrió con ella.

—Veamos, compañero —dijo—, será mejor que me digas lo que quieres y dejes de importunar a la señora.

El bufón retrocedió un paso, asustado, encorvando su huesudo cuerpo.

—No ha sido mi intención ofenderla. Soy un extraño aquí, y dicen que mi mente no rige bien; pero puedo leer en los rostros. Tras la belleza de esta dama hay un corazón bondadoso, y él me ayudaría en mi zozobra. Por eso hablo con tanta osadía.

—¿Se aliviará tu zozobra con cinco créditos? —preguntó Toran con sequedad, alargando la moneda. Pero el bufón no se movió para tomarla, y Bayta dijo:

—Deja que hable con él, Torie. —Se apresuró a añadir, en voz baja—: No hay por qué ofenderse ante su tonta manera de hablar. Es su dialecto; y lo más probable es que nuestra lengua también le resulte extraña a él.

Preguntó al bufón:

—¿Cuál es tu congoja? No estarás preocupado por el guarda, ¿verdad? No te molestará.

—¡Oh, no! No se trata de él. No es más que un viento ligero que levanta el polvo a mis pies. Huyo de otro, que es una tormenta capaz de barrer los mundos y lanzarlos uno contra otro. Me escapé hace una semana, duermo en las calles de la ciudad y me oculto entre las multitudes. He buscado en muchos rostros la ayuda que necesito, y la encuentro aquí. —Repitió la última frase en tono más suave y ansioso, y en sus ojos se leía la agitación—: La encuentro aquí.

—Verás —explicó serenamente Bayta—, me gustaría ayudarte, pero lo cierto es, amigo, que no puedo protegerte contra una tormenta que barre los mundos. Si he de serte sincera, yo también…

Oyeron muy cerca una voz fuerte y estridente.

—¡Ah!, estás ahí, harapiento bribón…

Era el guarda de la playa, que se aproximaba corriendo, con el rostro enrojecido y la boca abierta. Empuñaba una pistola aturdidora.

—Sujétenlo ustedes dos. No le dejen escapar. —Posó su pesada mano sobre el flaco hombro del bufón, que emitió un gemido lastimero.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Toran.

—¡Qué ha hecho, qué ha hecho! ¡Eso si que es bueno! —El guarda rebuscó en la bolsa que llevaba sujeta al cinturón, y extrajo un pañuelo violeta con el que se secó el cuello. Añadió con deleite—: Les diré lo que ha hecho. Se ha escapado. Por todo Kalgan corre el rumor, y lo habría reconocido antes si le hubiera visto la cara en vez de los pies.

Dicho lo cual, zarandeó a su presa con salvaje buen humor. Bayta inquirió con una sonrisa:

—Dígame, ¿de dónde se ha escapado?

El guarda levantó la voz. Se estaba formando un corro, curioso e inquieto, y el aumento de público provocó que el sentido de la importancia del guarda aumentara en proporción directa.

—¿Que de dónde se ha escapado? —declaró con sarcasmo—. Supongo que ya han oído hablar del Mulo.

Cesaron los murmullos, y Bayta sintió un escalofrío. El bufón sólo tenía ojos para ella, y seguía temblando bajo la enorme mano del guarda.

—¿Y quién creen que es este desecho infernal —continuó el guarda—, sino el bufón de corte de su señoría, que ha huido de él? —Sacudió de nuevo a su cautivo—. ¿Lo admites, desgraciado?

La respuesta fue una ostensible mueca de terror, y el inaudible silbido de la voz de Bayta junto al oído de Toran.

Toran se aproximó al guarda con actitud amistosa.

—Vamos, amigo, ¿por qué no deja de agarrarlo por un momento? Este bufón al que tiene sujeto estaba bailando para nosotros y aún no se ha ganado su dinero.

—Verá —replicó el guarda con ansiedad—, hay una recompensa…

—La tendrá usted, si puede probar que es el hombre a quien busca. ¿Por qué no se retira hasta entonces? Sabe que está molestando a un invitado, y eso podría costarle caro…

—Pero usted está obstaculizando los planes de su señoría, y eso también podría costarle caro. —Volvió a zarandear al bufón—. Devuelve el dinero al señor, carroña.

La mano de Toran se movió con celeridad, arrebatando la pistola al guarda con tal fuerza que casi se le llevó un dedo. El guarda chilló de dolor y de rabia. Toran lo empujó a un lado sin contemplaciones, y el bufón, una vez libre, se refugió detrás de él.

Los curiosos, que ya lo eran en número considerable, apenas dedicaron atención al último incidente. Todos tenían los cuellos estirados hacia otra parte, como si hubiesen decidido aumentar la distancia entre ellos y el centro de actividad.

Entonces se oyó un murmullo y una orden brusca proferida desde lejos. Se formó un pasillo, y dos hombres se acercaron por él, con sus látigos eléctricos preparados. En sus blusas purpúreas había dibujado un rayo angular con un planeta debajo, partido en dos.

Les seguía un gigante moreno, con uniforme de teniente, cabellos negros y expresión adusta.

El gigante habló con peligrosa suavidad, indicio de que no tenía necesidad de gritar para imponer sus caprichos.

—¿Es usted el hombre que ha notificado el suceso?

El guarda seguía sujetándose la mano torcida y contestó con el rostro contraído por el dolor:

—Reclamo la recompensa, su grandeza, y acuso a este hombre…

—Recibirá su recompensa —dijo el teniente, sin mirarlo, mientras hacía una seña a sus hombres—: Lleváoslo.

Toran sintió que el bufón tiraba de su bata con fuerza desesperada. Levantó la voz y se esforzó para que no temblara:

—Lo siento, teniente pero este… hombre me pertenece.

Los soldados escucharon la frase sin pestañear. Uno levantó casualmente su látigo, pero una áspera orden del teniente le obligó a bajarlo. El gigante moreno se adelantó y plantó su robusto cuerpo frente a Toran.

—¿Quién es usted?

—Un ciudadano de la Fundación —fue la respuesta.

Dio resultado, al menos con la muchedumbre. El tenso silencio se convirtió en un apasionado murmullo. El nombre del Mulo podía inspirar temor, pero al fin y al cabo era un nombre nuevo y no ahondaba tan profundamente en la consciencia de la gente como el antiguo nombre de la Fundación —que había destruido al Imperio— y cuyo temor gobernaba un cuadrante de la Galaxia con implacable despotismo.

El teniente no se inmutó. Preguntó:

—¿Conoce usted la identidad del hombre que ahora se oculta tras su espalda?

—Me han dicho que ha huido de la corte del líder de ustedes, pero lo único que sé seguro es que es mi amigo, y va a necesitar usted una buena prueba de su identidad para llevárselo.

Entre el gentío se elevaron comentarios suspicaces, pero el teniente hizo oídos sordos.

—¿Tiene usted su documentos de ciudadanía de la Fundación?

—Están en mi nave.

—¿Se da cuenta de que sus acciones son ilegales? Puedo ordenar que lo maten.

—No me cabe la menor duda. Pero mataría a un ciudadano de la Fundación, y es muy probable que su cuerpo fuese enviado a ella, descuartizado, como compensación parcial. Ya lo han hecho otros caudillos.

El teniente se humedeció los labios. La afirmación era cierta. Preguntó:

—¿Su nombre?

Toran aprovechó su ventaja.

—Contestaré a más preguntas en mi nave. En el hangar le dirán el número de mi aparcamiento; la nave está registrada bajo el nombre de Bayta.

—¿No entregará al fugitivo?

—Al Mulo tal vez. ¡Envíemelo!

La conversación había ido degenerando en un murmullo, y el teniente dio media vuelta con brusquedad.

—¡Dispersad al gentío! —ordenó a sus hombres, con reprimida ferocidad.

Restallaron los látigos eléctricos. Los curiosos se desbandaron entre alaridos.

Toran interrumpió una sola vez su ensoñación mientras volvían al hangar. Exclamó, casi para sus adentros:

—¡Por la Galaxia, Bay, qué mal lo he pasado! Tenía tanto miedo…

—Lo sé —repuso ella con voz temblorosa y algo parecido a la adoración en su mirada—. Ha sido algo insólito en ti.

—Bueno, aún no sé lo que ocurrió. Hablé con la pistola en la mano, sin saber siquiera cómo usarla, y le convencí. Ignoro por qué lo hice.

Miró hacia el pasillo de transporte que les llevaba lejos del área de la playa, vio al bufón del Mulo dormido en su asiento, y dijo con extrañeza:

—Es lo más difícil que he hecho en mi vida.

El teniente estaba cuadrado respetuosamente ante el coronel de la guarnición, y éste lo miró y dijo:

—Bien hecho. Ya ha terminado su misión.

Pero el teniente no se retiró enseguida. Observó:

—El Mulo ha perdido prestigio ante la gente, señor. Será necesario llevar a cabo una acción disciplinaria para restaurar la debida atmósfera de respeto.

—Esa medida ya ha sido tomada.

El teniente se volvió a medias, y entonces dijo con resentimiento:

—Estoy dispuesto a admitir, señor, que órdenes son órdenes, pero estar ante aquel hombre con la pistola y tragarme su insolencia sin replicar ha sido lo más duro que he hecho en mi vida.

14 El mutante

El hangar de Kalgan es una institución peculiar, nacida de la necesidad de albergar el vasto número de naves de visitantes extranjeros, y de la necesidad simultánea de ofrecerles alojamiento. El hombre a quien se le ocurrió la solución obvia no había tardado en convertirse en millonario, y sus herederos, familiares o financieros se contaban entre las personas más ricas de Kalgan.

El hangar ocupa muchos kilómetros cuadrados de territorio, y la palabra hangar no lo describe suficientemente. En esencia es un hotel para naves. El viajero paga por anticipado, y su nave es colocada en una plataforma desde la que puede despegar hacia el espacio en el momento deseado. El visitante se aloja, como siempre, en su propia nave. Todos los servicios hoteleros están a su entera disposición, por supuesto, como el suministro de alimentos y medicinas a un precio especial, el mantenimiento de la nave y el transporte interior por Kalgan por un módico precio.

Como resultado, el viajero paga al mismo tiempo el espacio del hangar y el hotel, lo cual le ahorra dinero. Los propietarios venden el uso temporal de solares con amplios beneficios. El gobierno recauda enormes impuestos. Todo el mundo está contento; nadie pierde. ¡Sencillo!

El hombre que bajaba por los sombreados bordes de los anchos corredores que conectaban las múltiples alas del hangar había especulado en el pasado sobre la novedad y utilidad de este sistema, pero éstas eran reflexiones para momentos de ocio, y no convenían en absoluto al momento presente.

Las naves se alineaban en largas hileras de plataformas, y el hombre pasaba de largo hilera tras hilera. Era un experto en lo que estaba haciendo en aquel momento, y aunque su estudio preliminar del registro del hangar no le había procurado información específica aparte de la dudosa indicación de un ala determinada, que contenía cientos de naves, su conocimiento especializado le permitiría reconocer a una sola entre aquellos centenares.

En el silencio sonó un suspiro casi inaudible cuando el hombre se detuvo y desapareció junto a una de las hileras, como un insecto trepador, a la sombra de los arrogantes monstruos metálicos aparcados en ella.

Aquí y allí resplandecía la luz de alguna escotilla, indicando la presencia de alguien que había vuelto temprano de los placeres organizados para entregarse a los suyos propios, más sencillos, o más privados.

El hombre se detuvo, y hubiera sonreído de haberlo sabido hacer. Lo cierto es que las circunvoluciones de su cerebro ejecutaron el equivalente mental de una sonrisa.

La nave junto a la que se había detenido era brillante y evidentemente veloz. La peculiaridad de su diseño era lo que él buscaba. No se trataba de un modelo corriente, y, en la actualidad, la mayoría de naves de aquel cuadrante de la Galaxia o bien imitaban el diseño de la Fundación o estaban construidas por técnicos de la Fundación. Pero aquélla era especial. Era una verdadera nave de la Fundación, aunque sólo fuera por las diminutas protuberancias que se veían en la cubierta exterior y que eran los nódulos de la pantalla protectora que únicamente podía poseer una nave de la Fundación. También había, no obstante, otras indicaciones.

El hombre no sintió la menor vacilación.

La barrera electrónica extendida a lo largo de la línea de naves, como una concesión a la intimidad por parte de la dirección, no revestía el menor interés para él. Se separó con facilidad, sin activar la alarma, cuando activó la fuerza neutralizadora tan especial que tenía a su disposición.

De este modo, la primera señal de la presencia de un intruso ante la escotilla de entrada de la nave sería la breve y casi amistosa señal del zumbador con sordina colocado en la cabina, que sonaba posando la palma de la mano sobre la pequeña fotocélula que había junto a la escotilla principal.

Y mientras el intruso iniciaba su búsqueda, Toran y Bayta sentían la más precaria seguridad entre las paredes de acero de la Bayta. El bufón del Mulo, que había declarado ostentar el majestuoso nombre de Magnífico Gigánticus, se hallaba sentado ante la mesa, devorando la comida que le habían ofrecido.

Sólo levantaba sus tristes ojos marrones para seguir los movimientos de Bayta en el compartimiento donde comía, que era a la vez cocina y despensa.

—La gratitud de un débil tiene poco valor —murmuró—, pero ustedes cuentan con ella, pues en verdad durante la última semana sólo había comido mendrugos, y, aunque mi cuerpo es pequeño, mi apetito es desmesurado.

—Entonces, ¡come! —dijo Bayta con una sonrisa—. No pierdas el tiempo manifestando tu gratitud. ¿No existe un proverbio de la Galaxia central sobre la gratitud?

—Ciertamente que sí, mi señora, pues me dijeron que un hombre sabio dijo una vez: «La gratitud mejor y más efectiva es la que no se evapora en frases vacías». Pero, ¡ay, mi señora!, al parecer yo no soy más que una masa de frases vacías. Cuando estas frases agradaron al Mulo, me regaló un traje de corte y un espléndido nombre, porque originalmente era Bobo, un nombre que no le complacía, y cuando estas mismas frases le desagradaron, regaló a mi pobre cuerpo palizas y latigazos.

Toran entró desde la cabina del piloto.

—Ahora sólo podemos esperar, Bay. Confío que el Mulo sea capaz de comprender que una nave de la Fundación es territorio de la Fundación.

Magnífico Gigánticus, antes Bobo, abrió mucho los ojos y exclamó:

—¡Qué grande es la Fundación, cuando hace temblar incluso a los crueles servidores del Mulo!

—¿Tú también has oído hablar de la Fundación? —preguntó Bayta con una leve sonrisa.

—¿Y quién no? —La voz de Magnífico era un susurro misterioso—. Hay personas que dicen que es un mundo de gran magia, de fuegos que pueden consumir planetas, y secretos de poderosa fuerza. Dicen que ni la más alta nobleza de la Galaxia podría alcanzar el honor y la deferencia considerados normales en un hombre que pueda decir: «Soy ciudadano de la Fundación», aunque sólo sea un bárbaro minero del espacio o un don nadie como yo.

Bayta le reconvino.

—Vamos, Magnífico, nunca terminarás si haces discursos. Te traeré un vaso de leche aromatizada. Es buena.

Colocó sobre la mesa una jarra de leche y, con un gesto, indicó a Toran que abandonase la habitación.

—Torie, ¿qué haremos ahora con él? —preguntó señalando la puerta de la cocina.

—¿Qué quieres decir?

—Si viene el Mulo, ¿se lo entregaremos?

—Bueno, ¿qué podemos hacer si no, Bay? —Parecía preocupado, y el gesto con que se retiró el mechón de la frente lo demostró bien a las claras… Continuó con impaciencia—: Antes de venir aquí tuve la vaga idea de que todo cuanto debíamos hacer era pedir por el Mulo y luego hablarle de negocios… sólo de negocios; ya sabes, nada determinado.

—Sé lo que quieres decir, Torie. Yo no tenia esperanzas de ver al Mulo, pero pensaba que podríamos obtener alguna información de primera mano sobre este lío, y después repetírselo a la gente que sabe un poco más de esta intriga interestelar. No soy una espía de novela de aventuras.

—Tampoco yo, Bay. —Cruzó los brazos y suspiró—. ¡Vaya situación! Ya hubiera pensado que no existe el Mulo, de no ser por este extraño incidente. ¿Supones que vendrá a buscar a su bufón?

Bayta le miro a los ojos.

—No sé si deseo que venga. No sé qué hacer ni qué decir. ¿Y tú?

El zumbador interior sonó con su ruido apagado e intermitente. Los labios de Bayta se movieron inaudiblemente.

—¡El Mulo!

Magnífico estaba en el umbral, con los ojos muy abiertos y la voz lastimera:

—¿Será el Mulo?

—Abriré —murmuró Toran.

Un contacto abrió la escotilla, y la puerta exterior se cerró tras el recién llegado. El visor sólo mostró una figura en la sombra.

—Es una persona sola —dijo Toran con evidente alivio, y su voz era casi temblorosa cuando se inclinó sobre el tubo de señales—: ¿Quién es usted?

—Sería mejor que me dejase entrar y lo averiguase, ¿no cree? —Las palabras llegaron débiles por el receptor.

—Debo informarle de que ésta es una nave de la Fundación y, en consecuencia, territorio de la Fundación por tratado internacional.

—Lo sé.

—Entre con las manos en alto o dispararé. Estoy bien armado.

—¡De acuerdo!

Toran abrió la puerta interior y apretó la culata de su pistola de rayos, con el pulgar situado encima del punto de presión. Se oyeron unos pasos y la puerta se abrió.

Magnífico exclamó:

—No es el Mulo; es sólo un hombre.

El «hombre» se inclinó severamente ante el payaso.

—Exacto. No soy el Mulo. —Extendió los brazos—. No estoy armado y he venido en misión de paz. Puede descansar y apartar la pistola. Su mano no es lo bastante firme para mi tranquilidad de espíritu.

—¿Quién es usted? —preguntó bruscamente Toran.

—Soy yo quien debería preguntarle eso —dijo el extraño con frialdad—, ya que es usted, y no yo, quien pretende ser lo que no es.

—¿A qué se refiere?

—Proclama que es ciudadano de la Fundación cuando no hay un solo comerciante autorizado en el planeta.

—No es cierto. ¿Cómo puede usted saberlo?

—Porque yo sí soy ciudadano de la Fundación, y tengo documentos que lo prueban. ¿Dónde están los suyos?

—Creo que será mejor que se vaya.

—Yo no lo creo. Si sabe algo sobre los métodos de la Fundación, sabrá que si no vuelvo vivo a mi nave a una hora determinada sonará una señal en el cuartel general más próximo de la Fundación, por lo que dudo que sus armas sean muy eficaces en la práctica.

—Guarda la pistola, Toran —rogó Bayta, con calma, tras un momento de indecisión—, y presta atención a sus palabras. Creo que dice la verdad.

—Gracias —dijo el desconocido. Toran dejó la pistola sobre una silla.

—Y ahora, explíquenos qué significa todo esto.

El recién llegado permaneció en pie. Era más bien alargado y de miembros grandes. Su rostro consistía en planos lisos, y era evidente que nunca sonreía. Pero sus ojos carecían de dureza. Habló:

—Las noticias vuelan, en especial cuando parecen inverosímiles. No creo que haya una sola persona en Kalgan que no sepa que hoy dos turistas de la Fundación se han burlado de los hombres del Mulo. Yo me enteré de los detalles importantes antes del atardecer, y, como ya he dicho, no hay en el planeta turistas de la Fundación, aparte de mí mismo. Sabemos estas cosas.

—¿Quiénes son ustedes?

—«Nosotros» somos «nosotros». ¡Y yo soy uno de ellos! Sabía que estaban en el hangar; les oyeron decirlo. He usado mis métodos para comprobarlo en el registro y para encontrar la nave. —Se volvió hacia Bayta de improviso—: Usted ha nacido en la Fundación, ¿verdad?

—¿Usted cree?

—Es miembro de la oposición demócrata, a la que llaman «la resistencia». No recuerdo su nombre, pero sí el rostro. Salió recientemente, y no lo hubiera hecho de haber sido más importante.

—Sabe usted mucho —repuso Bayta, encogiéndose de hombros.

—Sí. Escapó con un hombre. ¿Es éste?

—¿Acaso importa lo que yo diga?

—No. Sólo pretendo un entendimiento mutuo. Creo que la contraseña durante la semana en que salieron tan apresuradamente era «Seldon, Hardin y la Libertad». Porfirat Hart era su jefe de sección.

—¿Cómo ha sabido eso? —Bayta se enfureció de repente—. ¿Le ha cogido la policía? —Toran la sujetó, pero ella se desasió y avanzó unos pasos.

El hombre de la Fundación dijo tranquilamente:

—Nadie le ha cogido. Es sólo que la resistencia se extiende mucho y por lugares muy extraños. Soy el capitán Han Pritcher de Información, y también soy jefe de sección, no importa bajo qué nombre. —Esperó, y después agregó—: No, no tienen por qué creerme. En nuestra profesión es preferible exagerar la suspicacia que descuidarla. Pero será mejor que termine con los preliminares.

—Sí —dijo Toran—, será mejor.

—¿Puedo sentarme? Gracias. —El capitán Pritcher cruzó sus largas piernas y descansó un brazo sobre el respaldo de la silla—. Empezaré diciendo que no entiendo este asunto; desde el punto de vista de ustedes, claro. No son de la Fundación, pero no es difícil adivinar que proceden de uno de los mundos comerciantes independientes. Esto no me preocupa gran cosa. Pero, por curiosidad, ¿para qué quieren a este sujeto, a este bufón que se han empeñado en salvar? Están arriesgando su vida al protegerlo.

—No puedo responder a eso.

—Hmm. Bueno, tampoco esperaba que lo hiciera. Pero si creen que el Mulo acudirá con una fanfarria de cuernos, tambores y órganos eléctricos… ¡olvídenlo! El Mulo no trabaja de este modo.

—¿Cómo? —exclamaron a la vez Toran y Bayta; y desde el rincón donde se acurrucaba Magnifico, con los oídos casi visiblemente aguzados, llegó un grito de alegría.

—Es cierto. Yo mismo he intentado ponerme en contacto con él, y lo he hecho mucho mejor que dos aficionados. No se puede conseguir. Ese hombre no se presenta personalmente, no se deja fotografiar ni dibujar de memoria, y sólo lo ven sus colaboradores más íntimos.

—¿He de deducir que esto explica su interés por nosotros, capitán? —inquirió Toran.

—No. Ese bufón es la clave. El bufón es uno de los pocos que le han visto. Quiero llevármelo conmigo. Puede ser la prueba que necesito, y bien sabe la Galaxia que necesito algo para despertar a la Fundación.

—¿Necesita que la despierten? —intervino Bayta con repentina ansiedad—. ¿Para defenderla de qué? ¿Y en calidad de qué actúa usted como alarma, en la de un demócrata rebelde o en la de policía secreto y agente provocador?

El rostro del capitán endureció sus rasgos.

—Cuando la Fundación entera es amenazada, mi querida señora revolucionaria, perecen tanto los demócratas como los tiranos. Salvemos a los tiranos de un tirano mayor para poder derrotarlos a ellos cuando llegue el momento.

—¿Quién es ese tirano mayor al que alude? —preguntó Bayta con ardor.

—¡El Mulo! Sé algo de él, lo bastante como para que signifique mi muerte varias veces, si me hubiera movido con menos agilidad. Haga salir al bufón de la habitación. De esto hay que hablar en privado.

—Magnífico —dijo Bayta, haciendo una señal, y el bufón se fue sin rechistar.

La voz del capitán era grave e intensa, y de tono tan bajo que Toran y Bayta tuvieron que acercarse.

—El Mulo es un intrigante astuto… lo bastante astuto como para comprender la ventaja del magnetismo y la atracción de la jefatura personal. Si renuncia a ella, es por una razón. Esa razón ha de ser el hecho de que el contacto personal revelaría algo que es de la máxima importancia que no trascienda. —Ignoró las preguntas y continuó con mayor rapidez—: Volví al lugar de su nacimiento e interrogué a las personas que, a causa de sus conocimientos, no vivirán mucho. Ya son muy pocas, dicho sea de paso, las que viven. Recuerdan al niño nacido hace treinta años, la muerte de su madre, y su extraña juventud. ¡El Mulo no es un ser humano!

Sus dos interlocutores retrocedieron con horror ante aquella implicación. Ninguno de los dos comprendió total o claramente, pero la amenaza de la frase era concluyente. El capitán prosiguió:

—Es un mutante, y de facultades extraordinarias, según ha puesto de manifiesto su carrera. Ignoro sus poderes y hasta qué punto es lo que nuestras películas de aventuras llaman un «superhombre», pero el ascenso desde la nada a la conquista de Kalgan en dos años es revelador. ¿Verdad que ven el peligro? ¿Puede incluirse en el plan de Seldon un accidente genético de imprevisibles propiedades biológicas?

—Lo dudo —replicó Bayta, meditando sus palabras—. Debe de ser una especie de truco complicado. ¿Por qué no nos mataron los hombres del Mulo cuando podrían haberlo hecho, si es que en realidad se trata de un superhombre?

—Ya les he dicho que desconozco el grado de su mutación. Tal vez aún no está dispuesto para la conquista de la Fundación, y sería una señal de gran sabiduría resistir las provocaciones hasta que lo esté. Permítanme hablar con el bufón.

El capitán se enfrentó al tembloroso Magnifico, que evidentemente no se fiaba de aquel hombre gigantesco y duro.

El capitán empezó con lentitud:

—¿Has visto al Mulo con tus propios ojos?

—Ya lo creo que sí, respetable señor. Y también he sentido el peso de su brazo en todo mi cuerpo.

—No me cabe la menor duda. ¿Puedes describirlo?

—Su recuerdo me infunde pavor, señor. Es un hombre de enormes proporciones; junto a él, incluso usted sería un enano. Sus cabellos son de un llameante carmesí, y ni siquiera con todo mi peso y fuerza podía bajarle el brazo que tenia extendido, ni tan sólo un milímetro. —La delgadez de Magnífico daba la impresión de que todo él se trataba únicamente de un montón de brazos y piernas—. A menudo, para divertir a sus generales, o a sí mismo solamente, me suspendía en el aire a una tremenda altura, con un solo dedo, mientras yo recitaba poesías. Solo me liberaba al vigésimo verso si eran improvisados y de ritmo perfecto; de lo contrario, me dejaba suspendido. Es un hombre de fuerza excepcional, respetable señor, y cruel en el uso de su poder… y sus ojos no los ha visto nadie.

—¿Qué? ¿Qué es lo último que has dicho?

—Lleva gafas, señor, de un tipo muy peculiar. Dicen que son opacas y que ve por medio de una poderosa magia que sobrepasa con mucho las facultades humanas. He oído —su voz se tornó leve y misteriosa— que verle los ojos equivale a morir; que mata con los ojos, respetable señor.

La mirada de Magnífico se posó alternativamente en los tres rostros. Añadió, temblando:

—Es cierto. Tan cierto como que estoy vivo.

Bayta aspiró profundamente.

—Parece que tiene usted razón, capitán. ¿Qué nos aconseja que hagamos?

—Bien, repasemos la situación. ¿No deben nada aquí? ¿Está libre la barrera del hangar?

—Puedo despegar cuando quiera.

—Entonces, váyanse. Puede que el Mulo no desee provocar a la Fundación, pero corre un gran riesgo dejando huir a Magnífico; lo demuestra la persecución de que ha hecho objeto al pobre diablo. Es posible que haya naves esperándole arriba. Si ustedes se pierden en el espacio, ¿a quién acusar del crimen?

—Tiene razón —asintió Toran, desabrido.

—Sin embargo, disponen de un escudo, y seguro que su nave es más veloz que las de ellos, así que, en cuanto salgan de esta atmósfera, describan un círculo en neutral hasta el otro hemisferio, y después láncense hacia fuera con el máximo de aceleración.

—Sí —asintió a su vez Bayta—; y cuando estemos de nuevo en la Fundación, ¿qué pasará, capitán?

—Ustedes dos son fieles ciudadanos de Kalgan, ¿no? Yo no sé de nada que lo desmienta, ¿verdad?

Nadie dijo nada más. Toran se volvió hacia los controles. Se produjo una sacudida sutil. Cuando Toran había dejado lo bastante atrás Kalgan como para intentar su primer salto interestelar, el rostro del capitán Pritcher se contrajo, ya que ninguna nave del Mulo había intentado en forma alguna detener su marcha.

—Parece que permite que nos llevemos a Magnifico —dijo Toran—. Esto contradice su teoría.

—A menos —corrigió el capitán— que quiera que nos lo llevemos, lo cual no es bueno para la Fundación.

Después del último salto, cuando estuvieron dentro de la zona neutral de vuelo de la Fundación, las primeras noticias radiadas por ultraondas llegaron a la nave. Hubo una en particular que se mencionó sin ningún énfasis. Al parecer, un caudillo (que el aburrido locutor olvidó identificar) había comunicado a la Fundación el secuestro de un miembro de su corte. El locutor pasó en seguida a las noticias deportivas.

El capitán Pritcher observó en tono glacial:

—Va un paso por delante de nosotros, después de todo. —Y añadió pensativamente—: Está listo para enfrentarse a la Fundación, y utiliza esto como una excusa para dar paso a la acción. El asunto hace las cosas más difíciles para nosotros. Tendremos que actuar antes de estar verdaderamente dispuestos.

15 El psicólogo

Había una razón para el hecho de que el elemento conocido como «ciencia pura» fuese la forma de vida más libre de la Fundación. En una Galaxia donde el predominio —e incluso la supervivencia— de la Fundación continuaba basándose en la superioridad de su tecnología, aun después de su acceso al poder físico un siglo y medio atrás, cierta inmunidad rodeaba al científico. Se le necesitaba, y él lo sabía.

También era natural que Ebling Mis —sólo aquéllos que no le conocían agregaban sus títulos a su nombre— representara la forma de vida más libre de la «ciencia pura» de la Fundación. En un mundo donde la ciencia era respetada, él era El Científico, con mayúsculas. Se le necesitaba, y lo sabía.

Y por eso ocurrió que cuando otros doblaron la rodilla, él se negó a hacerlo, añadiendo en voz alta que sus antepasados no habían doblado la rodilla ante ningún asqueroso alcalde. Además, en tiempos de sus antepasados, los alcaldes eran elegidos y destituidos a voluntad, y las únicas personas que heredaban algo por derecho de nacimiento eran los idiotas congénitos.

Y así ocurrió que cuando Ebling Mis decidió permitir a Indbur III que le honrase con una audiencia, no esperó a que la rígida serie de autoridades presentasen su solicitud y le transmitiesen la respuesta favorable, sino que, después de echarse sobre los hombros la menos ajada de sus dos chaquetas de gala y calarse de lado sobre la cabeza un estrambótico sombrero de peculiar diseño, encendió un cigarro, lo cual estaba prohibido, e irrumpió, pese a las airadas protestas de dos guardas vociferantes, en el palacio del alcalde.

La primera noticia que este último tuvo de la intrusión fue una creciente algarabía de insultos y la estrepitosa respuesta en forma de maldiciones inarticuladas. Indbur, que se hallaba en el jardín, abandonó su pala, se enderezó y frunció el ceño, todo ello con idéntica lentitud. Porque Indbur III se permitía una pausa diaria en su trabajo, y durante dos horas, después del mediodía, si el tiempo era benigno, permanecía en el jardín. En él crecían las flores en parterres cuadrados y triangulares, dispuestas en rígidas hileras de rojo y amarillo, con pequeñas manchas de violeta en los extremos y verde follaje en los bordes. Cuando se hallaba en su jardín nadie osaba molestarlo… ¡nadie!

Indbur se quitó los guantes manchados de barro y avanzó hacia la pequeña puerta del jardín. Inevitablemente, preguntó:

—¿Qué significa todo esto?

Es la pregunta exacta, con las palabras exactas, que ha sido proferida en ocasiones similares por una increíble variedad de hombres desde que la humanidad fue creada. No se sabe que se haya proferido jamás con otra intención que la de causar un efecto digno.

Pero la respuesta fue contundente esta vez, puesto que el cuerpo de Mis cruzó el umbral con un rugido ensordecedor al tiempo que se desasía de las manos que aún sujetaban los restos de su capa.

Indbur, con expresión severa y disgustada, ordenó a los guardias que se fueran, y Mis se agachó para recoger su sombrero destrozado, lo sacudió para limpiarlo de tierra, se lo puso bajo el brazo y dijo:

—Escuche, Indbur, esos incalificables esbirros suyos tendrán que pagarme una capa y un sombrero nuevos. Mire cómo me los han dejado. —Resopló y se secó la frente con un gesto ligeramente teatral.

El alcalde estaba rígido por la contrariedad, y replicó con altivez:

—No se me ha comunicado, Mis, que haya usted solicitado una audiencia. Y estoy seguro de no habérsela concedido.

Ebling Mis miró al alcalde con expresión de profunda sorpresa.

—Por la Galaxia, Indbur, ¿no recibió mi nota ayer? Se la entregué hace dos días a un presumido con uniforme color púrpura. Se la hubiera entregado a usted personalmente, pero sé cuánto le gustan los formalismos.

—¡Los formalismos! —Indbur le miró con exasperación, y después añadió convincentemente—: ¿Ha oído hablar alguna vez de la necesaria organización? En ocasiones sucesivas tendrá que solicitar una audiencia, redactada por triplicado, y entregarla en la oficina gubernamental establecida a este fin. Entonces esperará hasta que le llegue el turno y se le notifique la hora de la audiencia concedida. Se presentará a ella correctamente vestido, correctamente, ¿me comprende? Y con el debido respeto, además. Ahora ya puede irse.

—¿Qué tienen de malo mis ropas? —preguntó Mis indignado—. Llevaba mi mejor capa hasta que esos incalificables maníacos clavaron sus garras en ella. Me iré en cuanto haya transmitido el mensaje por el que he venido hasta aquí. ¡Por la Galaxia!, si no se tratara de una crisis de Seldon me marcharía inmediatamente.

—¡Una crisis de Seldon! —Indbur no pudo disimular su interés.

Mis era un gran psicólogo, sin duda; un demócrata, patán y rebelde, desde luego, pero psicólogo al fin y al cabo. En su incertidumbre, el alcalde ni siquiera pudo expresar con palabras el dolor que sintió de improviso cuando Mis arrancó una flor, se la llevó a la nariz y la tiró con desagrado.

—¿Le importaría seguirme? —inquirió Indbur, inexpresivo—. El jardín no es lugar para mantener conversaciones serias.

Se sintió mejor en su butaca ante la enorme mesa, desde donde podía mirar los escasos cabellos que no lograban ocultar el cráneo rosado de Mis. Se sintió también mucho mejor cuando Mis lanzó una serie de miradas automáticas a su alrededor buscando una silla, inexistente, y tuvo que permanecer en pie. Y experimentó casi una sensación de felicidad cuando, en respuesta a una cuidadosa pulsación del contacto correcto, un funcionario con librea entró, se inclinó ante el alcalde y depositó sobre la mesa un abultado volumen encuadernado en metal.

—Ahora —dijo Indbur, una vez más dueño de la situación—, a fin de abreviar en lo posible esta entrevista no autorizada, comuníqueme su mensaje con el mínimo de palabras.

Ebling Mis contestó pausadamente:

—¿Sabe qué estoy haciendo estos días?

—Tengo sus informes aquí —replicó el alcalde con satisfacción—, junto con los resúmenes autorizados. Tengo entendido que sus investigaciones sobre las matemáticas de la psicohistoria tienen como objeto duplicar el trabajo de Hari Seldon y, eventualmente, seguir la pista del proyectado curso de la historia futura, para uso de la Fundación.

—Exacto —asintió Mis con sequedad—. Cuando Seldon estableció la Fundación fue lo bastante sabio como para no incluir a psicólogos entre los científicos aposentados aquí, de modo que la Fundación siempre ha avanzado a ciegas por el curso de la necesidad histórica. Durante mis investigaciones me he basado en gran parte en insinuaciones halladas en la Bóveda del Tiempo.

—Estoy enterado de ello, Mis. Es una pérdida de tiempo repetirlo.

—No estoy repitiendo nada —replicó Mis—, porque lo que voy a decirle no figura en ninguno de estos informes.

—¿Qué quiere decir con eso de que no está en los informes? —preguntó estúpidamente Indbur—. ¿Cómo es posible…?

—¡Por la Galaxia! Déjeme contarlo a mi manera, pequeña criatura ofensiva. No hable por mi boca ni replique a cada frase mía o saldré de aquí inmediatamente y dejaré que todo se derrumbe a su alrededor. Recuerde, incalificable necio, que la Fundación perdurará porque así ha de ser, pero si yo salgo ahora mismo de aquí, usted no perdurará.

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