1
COMERCIANTES: […] El dominio económico de la Fundación aumentó con inexorabilidad psicohistórica. Los comerciantes se enriquecieron, y con la riqueza llegó el poder […]
A veces se olvida que Hober Mallow empezó siendo un comerciante más. Lo que no se olvida jamás es que terminó siendo el primero de los príncipes mercaderes […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Jorane Sutt juntó las puntas de unas uñas esmeradamente cuidadas y dijo:
—Es un enigma. De hecho… y esto lo digo en estricta confianza… podría tratarse de otra de las crisis de Hari Seldon.
Su interlocutor, sentado frente a él, palpó uno de los bolsillos de su chaleco smyrniano en busca de un cigarrillo.
—No sé yo, Sutt. Es habitual que los políticos empiecen todas las campañas por la alcaldía al grito de «crisis de Seldon».
Sutt esbozó una fina sonrisa.
—No estoy haciendo campaña, Mallow. Nos enfrentamos a armas atómicas, y no sabemos de dónde han salido.
Hober Mallow de Smyrno, maestro comerciante, siguió fumando tranquilamente, casi con indiferencia.
—Continúa. Si tienes algo más que decir, dilo. —Mallow no cometía nunca el error de mostrarse demasiado diplomático con alguien de la Fundación. Por muy extranjero que fuese, no era menos persona por ello.
Sutt indicó el mapa estelar tridimensional que había encima de la mesa. Una luz roja resaltó un racimo de una media docena de sistemas cuando ajustó los controles.
—Ésa —dijo en voz baja— es la República Korelliana.
El comerciante asintió con la cabeza.
—He estado allí. Una ratonera infecta. Supongo que se puede calificar de república, aunque siempre salga elegido comodoro alguien de la familia Argo. Y al que no le guste… le pasará algo. —Torció los labios y repitió—: He estado allí.
—Pero has regresado, lo que no puede decir todo el mundo. Tres naves comerciales, inviolables según todos los tratados, han desaparecido en territorio de la República a lo largo del último año. Y estamos hablando de naves equipadas con todos los explosivos nucleares y campos de fuerza que cabría esperar.
—¿Qué fue lo último que se supo de ellas?
—Informes de rutina. Nada más.
—¿Qué ha dicho Korell?
Un destello sarcástico relampagueó en los ojos de Sutt.
—No hubo manera de preguntar nada. La principal baza de la Fundación en toda la Periferia es la reputación de poder que se le atribuye. ¿Crees que podemos perder tres naves y preguntar por ellas?
—Bueno, en tal caso, supongo que ahora me explicarás qué quieres de mí.
Perder el tiempo irritándose era un lujo que Jorane Sutt no se podía permitir. Como secretario de la alcaldía estaba acostumbrado a vérselas con consejeros de la oposición, oportunistas en busca de empleo, reformistas y chiflados de diversa índole que aseguraban haber resuelto en su totalidad el curso de la historia futura cuyas bases sentara Hari Seldon en su día. Su historial explicaba que no se alterara fácilmente.
—Enseguida —fue la metódica respuesta—. Verás, tres naves no se pueden perder en el mismo sector por accidente, y la energía atómica solo puede combatirse con más energía atómica. De este modo surge automáticamente la pregunta: si Korell posee armas nucleares, ¿de dónde las saca?
—¿Y la respuesta?
—Hay dos alternativas. O bien los korellianos las han construido por sus propios medios…
—¡Harto improbable!
—Sin duda. Pero la otra posibilidad apuntaría a un caso de traición.
—¿Eso crees? —preguntó con voz glacial Mallow.
—No sería tan descabellado —continuó plácidamente el secretario—. Desde que los Cuatro Reinos aceptaron el tratado de la Fundación, hemos tenido que hacer frente a un considerable grupo de poblaciones disidentes en todas las naciones. Cada antiguo reino cuenta con sus propios aspirantes y antiguos nobles, cuyo afecto por la Fundación muy bien pudiera ser fingido. Quizá algunos de ellos hayan decidido pasar a la acción.
El rubor se propagó por las mejillas de Mallow.
—Ya veo. Puesto que soy smyrniano, ¿hay algo que me quieras decir a mí personalmente?
—Lo sé, eres smyrniano: nacido en Smyrno, uno de los Cuatro Reinos originales. Si perteneces a la Fundación es únicamente por haberte educado allí. Tu linaje es extranjero. Sin duda tu abuelo era barón en tiempos de las guerras con Anacreonte y Loris, y sin duda tu familia perdió sus tierras durante la redistribución de Sef Sermak.
—No, por el negro vacío, nada de eso. Mi abuelo era un humilde hijo del espacio que falleció acarreando carbón por una miseria antes de la Fundación. No le debo nada al antiguo régimen. Pero sí es cierto que nací en Smyrno, y por la Galaxia que no me avergüenzo de mi patria ni de mis compatriotas. No pienso lamer las botas de la Fundación atemorizado por tus veladas amenazas de traición. Y ahora, dame alguna orden o expón tus acusaciones, lo que prefieras.
—Estimado maestro comerciante, me importa un electrón que tu abuelo fuera rey de Smyrno o el mayor pordiosero del planeta. Si he recitado esa cantinela sobre tu cuna y tu linaje es tan sólo para demostrarte que no me interesan. Es evidente que no has sabido entenderlo. Retrocedamos un poco. Eres smyrniano. Conoces a los extranjeros. También eres comerciante, uno de los mejores. Has estado en Korell y tienes experiencia con los korellianos. Ahí es adonde quiero que vayas.
Mallow respiró hondo.
—¿En calidad de espía?
—Nada de eso. Como comerciante… pero con los ojos bien abiertos. Si consigues descubrir de dónde sale la energía… Permite que te recuerde, puesto que eres smyrniano, que dos de los cargueros perdidos estaban tripulados por compatriotas tuyos.
—¿Cuándo empiezo?
—¿Cuándo estará lista tu nave?
—Dentro de seis días.
—Empezarás entonces. En el almirantazgo te proporcionarán todos los detalles.
—De acuerdo. —El comerciante se puso de pie y, tras un brusco apretón de manos, salió de la estancia a grandes zancadas.
Sutt esperó, extendiendo los dedos con cuidado y frotándoselos para aliviar la tensión, antes de encogerse de hombros y entrar en el despacho del alcalde.
Éste apagó la visiplaca y se reclinó en la silla.
—¿Qué opinas, Sutt?
—Sería un actor de primera —respondió el secretario, mirando fijamente al frente, contemplativo.
2
Aquel mismo día, por la noche, en el piso de soltero que poseía Jorane Sutt en la vigésimo primera planta del Edificio Hardin, Publis Manlio paladeaba pausadamente una copa de vino.
La cimbreña y añeja figura de Publis Manlio encarnaba dos de los principales cargos públicos de la Fundación. Era secretario de Asuntos Exteriores en el gabinete de la alcaldía, y para el resto de sistemas solares, a excepción hecha de la misma Fundación, era además primado de la Iglesia, proveedor del Alimento Sagrado, maestro de los Templos, y así sucesivamente en una cadena de sílabas tan rimbombantes como confusas.
Estaba diciendo:
—Pero accedió a permitir que enviara a ese comerciante. Algo es algo.
—Ese algo es muy poca cosa —replicó Sutt—. No nos reporta ningún beneficio inmediato. Todo este asunto es una burda estratagema de resultado impredecible. Lo único que estamos haciendo es soltar sedal con la esperanza de que al otro extremo haya un anzuelo.
—Cierto. Y este Mallow es una persona capaz. ¿Qué haremos si no se deja engañar fácilmente?
—Debemos correr ese riesgo. En caso de traición, los implicados siempre son las personas más capaces. Si no, necesitaremos a alguien capaz para averiguar la verdad. Y Mallow estará protegido. Tiene usted la copa vacía.
—No, gracias. Ya he bebido bastante.
Sutt llenó su vaso y soportó pacientemente el incómodo silencio fruto de las cavilaciones de su interlocutor.
Cualquiera que fuese el motivo del ensimismamiento del primado, terminó de golpe cuando éste espetó explosivamente:
—Sutt, ¿en qué está pensando?
—Se lo diré, Manlio. —Sus finos labios se entreabrieron—. Nos hallamos en plena crisis de Seldon.
Manlio se lo quedó mirando fijamente antes de preguntar:
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso ha vuelto a aparecer Seldon en la Bóveda del Tiempo?
—Eso, mi estimado amigo, no es necesario. Mire, razónelo. Desde que el Imperio Galáctico abandonó la Periferia y nos abandonó a nuestra suerte, jamás nos hemos enfrentado a un adversario que poseyera energía atómica. Ahora, por primera vez, nos encontramos con uno. Eso, por sí solo, ya sería significativo. Pero no se trata de un hecho aislado. Por primera vez en más de setenta años debemos hacer frente a una grave crisis política dentro de nuestras fronteras. Creo que la sincronización de ambos trances, interior y exterior, basta para despejar cualquier duda.
Manlio entornó los párpados.
—Si eso es todo, no me parece suficiente. Hasta la fecha se han producido dos crisis de Seldon, y en ambas ocasiones la Fundación corrió peligro de desaparecer. La tercera crisis no podría estar exenta de ese peligro.
Sin mostrar la menor impaciencia, Sutt respondió:
—El peligro es inminente. Hasta un ciego podría ver una crisis si la tuviera delante. La verdadera función del estado es detectarla en su fase embrionaria. Mire, Manlio, vivimos una historia planificada. Sabemos que Hari Seldon desentrañó las probabilidades históricas del futuro. Sabemos que tarde o temprano deberemos reconstruir el Imperio Galáctico. Sabemos que esa labor durará alrededor de mil años. Y sabemos que en ese intervalo nos enfrentaremos a varias crisis concretas.
»Ahora bien, la primera crisis se produjo cincuenta años después de la creación de la Fundación, y la segunda, treinta años después de eso. Desde entonces han transcurrido casi setenta y cinco años. Es la hora, Manlio, ha llegado el momento.
Manlio se acarició la nariz, dubitativo.
—¿Y ha hecho usted planes para afrontar esta crisis?
Sutt asintió con la cabeza.
—¿Y a mí —continuó Manlio— me corresponde representar algún papel?
De nuevo asintió Sutt.
—Antes de hacer frente a la amenaza de la energía atómica proveniente del extranjero tendremos que poner en orden la casa. Estos comerciantes…
—¡Ah! —El primado enderezó la espalda al tiempo que se endurecía su mirada.
—Correcto. Estos comerciantes. Son útiles, pero también son demasiado poderosos… e incontrolables. Son extranjeros, se han educado al margen de la religión. Por una parte, les proporcionamos conocimientos, y por otra, renunciamos a nuestro control sobre ellos.
—¿Y si pudiéramos demostrar que ha habido traición?
—Si pudiéramos demostrar tal cosa, la acción directa sería la solución más sencilla y eficaz. Pero no se da esa circunstancia. Aunque la insubordinación no anidara en su seno, seguirían constituyendo un elemento desestabilizador dentro de nuestra sociedad al no estar ligados a nosotros por el patriotismo o por una estirpe en común, ni siquiera por el fervor religioso. Bajo su liderazgo secular, las provincias exteriores que, desde tiempos de Hardin, nos consideran el planeta sagrado por excelencia, podrían hacerse añicos.
—Me doy cuenta de todo eso, pero la cura…
—La cura debe llegar deprisa, antes de que la crisis de Seldon se recrudezca. La combinación de armas atómicas en el exterior y descontento en el interior podría ser explosiva. —Sutt dejó la copa vacía con la que estaba jugando—. Es evidente que se trata de un trabajo hecho a su medida.
—¿A mi medida?
—Yo no puedo encargarme. Los cargos que se cubren por nombramiento, como el mío, carecen de autoridad legislativa.
—El alcalde…
—Imposible. Su carácter es por completo reactivo. Lo único que hace voluntariamente es eludir responsabilidades. Sin embargo, si su reelección se viera amenazada por el surgimiento de un partido independiente, es posible que se dejara aconsejar.
—Pero, Sutt, no tengo talento para la política práctica.
—Eso déjemelo a mí. Quién sabe, Manlio, la primacía y la alcaldía no han vuelto a confluir en una sola persona desde los tiempos de Salvor Hardin. Pero ahora podría ser el momento propicio… siempre y cuando haga bien su trabajo.
3
En la otra punta de la ciudad, en un entorno más acogedor, Hober Mallow acudía a su segunda cita. Tras escuchar largo y tendido, dijo con voz precavida:
—Sí, he oído hablar de tus campañas para que los comerciantes obtengan una representación directa en el consejo. ¿Pero por qué yo, Twer?
Jaim Twer, siempre dispuesto a recordarle a todo el que se lo preguntara, y al que no también, que pertenecía a la primera promoción de extranjeros que había recibido una educación laica en la Fundación, esbozó una sonrisa radiante.
—Sé lo que me hago —dijo—. ¿Recuerdas cuando nos vimos por primera vez, el año pasado?
—Fue en la feria de comercio.
—Exacto. Tú presidías la reunión. Cogiste a aquellos cabestros que estaban plantados en sus asientos, te los metiste en el bolsillo e hiciste que comieran de la palma de tu mano. También tienes razón acerca de las masas de la Fundación. Posees glamour… o, cuando menos, una sólida fama de aventurero, lo que vendría a ser lo mismo.
—Ya —replicó secamente Mallow—. ¿Pero por qué ahora?
—Porque ésta es nuestra oportunidad. ¿Sabías que el secretario de Educación ha presentado su dimisión? Aún no ha salido a la luz, pero lo hará.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Pues… eso da igual. —Twer torció el gesto y abanicó el aire con una mano—. Así están las cosas. El Partido Accionista se tambalea, y podríamos darle el golpe de gracia ahora mismo si planteáramos directamente la cuestión de la igualdad de derechos para los comerciantes; o, mejor dicho, de la democracia, a favor y en contra…
Mallow se repantigó en la silla y clavó la mirada en sus gruesos dedos.
—Ajá. Lo siento, Twer. Parto en viaje de negocios la semana que viene. Tendrás que buscar a otro.
Twer lo observó fijamente.
—¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?
—Se trata de algo supermegasecreto. Prioridad triple A. Todo eso, ya sabes. He estado hablando con el secretario de la alcaldía.
—¿Con esa serpiente de Sutt? —Jaim Twer no pudo disimular su turbación—. Es un ardid. Ese hijo de un vagabundo estelar quiere librarse de ti. Mallow…
—Tranquilo. —Mallow apoyó una mano en el puño apretado de Twer—. No te subas por las paredes. Si es un ardid, volveré algún día para ajustar cuentas con él. Si no, tu serpiente, Sutt, estará poniéndose en nuestras manos. Escucha, se avecina una crisis de Seldon.
Mallow se quedó esperando una reacción que no llegó a producirse. Twer se limitó a observarlo fijamente, desconcertado.
—¿Qué es una crisis de Seldon?
—¡Por la Galaxia! —El anticlímax hizo que Mallow estallara de rabia—. ¿Qué diablos siderales te enseñaron en la escuela? Esa pregunta es de memos.
Su veterano interlocutor frunció el ceño.
—Si me explicaras…
Se produjo un prolongado silencio antes de que Mallow bajara las cejas que había arqueado y empezara con parsimonia:
—Te lo explicaré. Cuando el Imperio Galáctico empezó a desmoronarse, y cuando los confines de la Galaxia revirtieron a la barbarie y se escindieron, Hari Seldon y su banda de psicólogos crearon una colonia, la Fundación, aquí mismo, en el centro de todo el meollo, para que pudiéramos incubar las artes, las ciencias y la tecnología, y formar así el núcleo del Segundo Imperio.
—Ah, si, ya recuerdo…
—No he terminado —lo atajó sin piedad el comerciante—. El devenir de la Fundación se planteó obedeciendo los dictados de la ciencia de la psicohistoria, por aquel entonces en pleno apogeo, y se estipularon las condiciones necesarias para desencadenar una serie de crisis que habrían de impulsarnos en nuestro camino hacia el Imperio futuro. Cada una de estas crisis, denominadas «de Seldon», señala una época en nuestra historia. Ahora nos acercamos a otra: la tercera.
—Por supuesto. —Twer se encogió de hombros—. No sé cómo lo había olvidado. Claro que hace mucho que terminé los estudios… mucho más que tú.
—Me lo figuro. Olvídalo. Lo importante es que van a enviarme al centro del desarrollo de la crisis. Qué habré conseguido cuando regrese es un misterio, y todos los años hay elecciones al consejo.
Twer levantó la cabeza.
—¿Tienes alguna pista?
—Ninguna.
—¿Algún plan en concreto?
—Ni por asomo.
—Entonces…
—Entonces, nada. Hardin dijo una vez: «Para tener éxito no basta con planificar. También hay que saber improvisar». Improvisaré.
Twer meneó la cabeza, dubitativo, y ambos se levantaron y quedaron frente a frente.
De improviso, pero con aplomo, Mallow dijo:
—Te propongo una cosa, ¿por qué no vienes conmigo? No pongas esa cara, hombre. Fuiste comerciante antes de decidir que la política era más emocionante. O eso tengo entendido.
—¿Adónde te diriges? Dime eso al menos.
—A la Fisura Whassalliana. No puedo entrar en detalles antes de salir al espacio. ¿Qué me dices?
—Supongamos que Sutt decide que me quiere donde pueda verme.
—Poco probable. Si tiene tantas ganas de librarse de mí, ¿por qué no de ti también? Además, ningún comerciante aceptaría salir al espacio si no le dejaran elegir personalmente a su tripulación. Escogeré a quien me plazca.
Un extraño destello relampagueó en los ojos del veterano Twer.
—De acuerdo. Iré contigo. —Alargó un brazo—. Será mi primer viaje en tres años.
Mallow estrechó la mano extendida.
—¡Estupendo! Me alegro un montón. Y ahora, tengo que recoger a los muchachos. Sabes dónde está atracada la Estrella Lejana, ¿verdad? Preséntate allí mañana. Hasta entonces.
4
Korell ejemplifica ese fenómeno histórico tan recurrente que es la república cuyo gobernante posee todos los atributos propios de un monarca absoluto menos el nombre. Como tal, hacía gala del habitual despotismo que ni siquiera eran capaces de refrenar las dos influencias moderadoras propias de las monarquías legítimas: el «honor» de la realeza y la etiqueta de la corte.
En términos materiales, su prosperidad era exigua. Los días del Imperio Galáctico quedaban ya lejos, atestiguados tan sólo por monumentos mudos y estructuras derruidas. Los días de la Fundación estaban aún por llegar, obstaculizados principalmente por la feroz determinación del regente de Korell, el comodoro Asper Argo, quien había decretado una estricta regulación de los comerciantes y control aún más riguroso sobre los misioneros.
Como la tripulación de la Estrella Lejana pronto tuvo ocasión de constatar, el espaciopuerto propiamente dicho era un lugar decrépito e inhóspito. En los destartalados hangares reinaba un ambiente igualmente destartalado en el que Jaim Twer intentaba calmar los nervios concentrándose en un solitario.
—Hay mercancías interesantes aquí —dijo Hober Mallow, pensativo, mientras miraba por la escotilla.
Hasta ahora, poco más se podía decir de Korell. El viaje había transcurrido sin contratiempos. El escuadrón de naves korellianas que había salido al paso de la Estrella Lejana se componía de diminutas reliquias vapuleadas y enormes bañeras renqueantes cuyos días de gloria eran apenas un recuerdo. Habían guardado las distancias con timidez, y continuaban guardándolas, desde hacía ya una semana, sin responder a las peticiones de Mallow de reunirse con el gobierno local.
—Hay mercancías interesantes —repitió Mallow—. Se podría decir que es territorio virgen.
Jaim Twer levantó la cabeza, impaciente, y tiró las cartas a un lado.
—¿Qué diablos te propones, Mallow? La tripulación está nerviosa, los oficiales están preocupados, y yo pienso…
—¿Piensas? ¿En qué?
—En la situación. Y en ti. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Esperar.
El veterano comerciante resopló, se ruborizó y gruñó:
—Actúas a ciegas, Mallow. Hay guardias alrededor de las pistas y naves sobre nuestras cabezas. ¿Quién te asegura que no están preparándose para hacernos saltar por los aires?
—Han tenido una semana.
—A lo mejor están aguardando refuerzos. —Un destello implacable centelló en los ojos de Twer.
Mallow se sentó de improviso.
—Sí, ya lo había pensado. Pero verás, eso plantea un dilema. Para empezar, hemos llegado hasta aquí sin encontrar oposición. Puede que eso no quiera decir nada, sin embargo, dado que entre más de trescientas naves, sólo tres fueron abatidas el año pasado. Lo reducido del porcentaje podría deberse a que disponen de muy pocas naves equipadas con arsenal atómico, y quizá no se atrevan a correr riesgos innecesarios a menos que aumente su proporción.
»Por otra parte, podría significar también que no disponen de energía atómica en absoluto. O que disponen de ella pero es algo que desean mantener en secreto, por miedo a que averigüemos algo. Después de todo, una cosa es asaltar cargueros prácticamente desarmados con escasa capacidad de maniobra, y otra muy distinta tontear con una delegación acreditada de la Fundación cuando su mera presencia podría indicar que ésta sospecha algo.
»Sumemos esto a…
—Un momento, Mallow, un momento. —Twer levantó las manos—. Empieza a dolerme la cabeza con tanta palabrería. ¿Adónde quieres ir a parar? Prescinde de los detalles.
—Los detalles son necesarios para que lo entiendas, Twer. Todos estamos a la espera. Ellos no saben qué hago aquí y yo no sé qué ocultan. Pero la ventaja está de su parte, porque yo soy uno solo y ellos son un planeta entero… posiblemente equipado con energía atómica. No puedo permitirme el lujo de dar muestras de flaqueza. Claro que es peligroso. Claro que podríamos estar metiéndonos en una trampa. Pero eso lo sabíamos desde el principio. ¿Qué alternativa tenemos?
—No lo… ¿Quién llama ahora?
Mallow levantó la cabeza pacientemente y activó el receptor. La visiplaca se iluminó para revelar las abruptas facciones del sargento de la guardia.
—Hable, sargento.
—Con permiso, señor. Los hombres han dejado entrar a un misionero de la Fundación.
—¿Un qué? —Mallow palideció.
—Un misionero, señor. Necesita atención médica, señor…
—No será el único que la necesite, sargento. Menuda chapuza. Que los hombres ocupen sus puestos de combate.
La sala de la tripulación estaba prácticamente desierta. Cinco minutos después de que se impartiera la orden, hasta los hombres de permiso se encontraban a los mandos de sus cañones. La rapidez era la principal virtud en las anárquicas regiones del espacio interestelar de la Periferia, y los tripulantes de un maestro comerciante eran los más veloces de todos.
Mallow entró despacio en la estancia y observó al misionero de arriba abajo. Su mirada se deslizó hacia el teniente Tinter, que se hizo a un lado, nervioso, y hacia el sargento de la guardia Demen, cuyo rostro impertérrito y estólida figura flanqueaban a su compañero.
El maestro comerciante se giró hacia Twer y se quedó pensativo un momento.
—Bueno, Twer, que todos los oficiales se reúnan aquí discretamente, menos los coordinadores y el trayector. Que la tripulación permanezca en sus puestos hasta nueva orden.
En el subsiguiente hiato de cinco minutos, Mallow se dedicó a abrir a patadas las puertas de los lavabos, a mirar detrás de la barra del bar y a correr las cortinas de las gruesas ventanas. Durante treinta segundos se ausentó por completo de la sala, y cuando regresó lo hizo tarareando distraídamente.
Empezó a llegar un desfile de hombres. Twer entró el último y cerró la puerta en silencio.
—Para empezar —dijo Mallow en voz baja—, ¿quién ha dejado pasar a este desconocido sin consultármelo?
El sargento de la guardia dio un paso al frente. Todas las miradas confluyeron en él.
—Lo siento, señor. No fue nadie en concreto, sino más bien de mutuo acuerdo. Era uno de nosotros, se podría decir, y esos extranjeros iban…
Mallow lo interrumpió sin miramientos.
—Comprendo sus sentimientos, sargento, créame. Estos hombres, ¿estaban a su mando?
—Sí, señor.
—Cuando termine esta reunión, deberán pasar una semana confinados en habitaciones separadas. Durante ese tiempo usted será relevado de todas las labores de supervisión. ¿Entendido?
Aunque la expresión del sargento no se alteró, sus hombros parecieron hundirse ligeramente.
—Sí, señor —respondió alto y claro.
—Puede usted retirarse. Regrese a su torreta.
La puerta se cerró al paso del sargento y todos comenzaron a hablar a la vez.
—¿A qué viene ese castigo, Mallow? —intercedió Twer—. Sabes perfectamente que los korellianos asesinan a los misioneros capturados.
—Desobedecer una orden siempre es motivo de castigo, con independencia de los motivos que haya detrás del desacato. Nadie debía entrar ni salir de la nave sin permiso.
—Siete días de inactividad —murmuró con rebeldía el teniente Tinter—. Nadie puede imponer disciplina de esa manera.
—Yo si —fue la glacial respuesta de Mallow—. La disciplina en circunstancias normales no tiene mérito. No sirve de nada si no es capaz de mantenerse cuando hay vidas en juego. ¿Dónde está el misionero? Traedlo ante mi.
El comerciante se sentó mientras la figura embozada de escarlata era conducida con delicadeza a su presencia.
—¿Cómo se llama, venerable?
—¿Eh? —El cuerpo del desconocido giró en redondo hacia Mallow como si estuviera hecho de una sola pieza. Tenía la mirada extraviada y un moratón en la sien. Que Mallow supiera, era la primera vez que hablaba o se movía desde su llegada.
—Su nombre, venerable.
Una actividad febril se apoderó inesperadamente del misionero, que extendió los brazos como si se propusiera abarcarlos a todos.
—Hijo… hijos míos. Que el abrazo protector del espíritu galáctico os rodee siempre.
Con expresión preocupada, Twer se adelantó y declaró con voz ronca:
—Ese hombre está enfermo. Que alguien se lo lleve a su cama. Ordena que lo acuesten, Mallow, y que le presten atención médica. Está malherido.
El fuerte brazo de Mallow lo apartó de un empujón.
—No te entrometas, Twer, o haré que te saquen de la habitación. ¿Cómo se llama, venerable?
El misionero entrelazó las manos de repente, en actitud implorante.
—Como personas de fe que sois, salvadme de los herejes —farfulló—. Salvadme de esos bárbaros siniestros que me persiguen y pretenden afligir al espíritu galáctico con sus crímenes. Me llamo Jord Parma y vengo de los mundos anacreontes. Me eduqué en la Fundación; en la mismísima Fundación, hijos míos. Soy un sacerdote del espíritu, versado en todos los misterios, que llegó aquí atendiendo a la llamada de una voz interior. —Jadeando, concluyó—: He sufrido a manos de los herejes. Como hijos del espíritu que sois, en su nombre os pido que me protejáis de ellos.
Una voz metálica resonó de pronto cuando la alarma de emergencia anunció:
—¡Enemigo a la vista! ¡Solicitamos instrucciones!
Todas las miradas convergieron automáticamente sobre el altavoz.
Mallow profirió una maldición. Abrió el canal de comunicación, chilló: —¡Manténgase alerta! ¡Eso es todo! —y lo apagó.
Se acercó a las pesadas cortinas, las apartó y se asomó al exterior con gesto sombrío.
El enemigo consistía en una marabunta compuesta por miles de korellianos. La marea de individuos se extendía de un extremo a otro del costado de la nave. El frío resplandor de las bengalas de magnesio iluminaba a los rezagados.
—¡Tinter! —exclamó el comerciante, sin girarse, con la piel de la nuca encendida—. Active los altavoces externos y averigüe qué quieren. Pregunte si los acompaña algún representante de la ley. No prometa nada ni amenace a nadie, o lo mato.
Tinter giró sobre los talones y se fue.
Una mano cayó con fuerza sobre el hombro de Mallow, que la apartó de un golpe. Un Twer encolerizado siseó al oído del comerciante:
—Mallow, estás obligado a proteger a este hombre. Así lo dictan la decencia y el honor. Es de la Fundación, después de todo, y además… es sacerdote. Esos salvajes de ahí fuera… ¿Me oyes?
—Te oigo, Twer —fue la mordaz respuesta de Mallow—. Tengo más asuntos que atender aparte de vigilar misioneros. Haré lo que me plazca, si no te importa, y por Seldon y toda la Galaxia que te aplastaré esa tráquea apestosa como intentes detenerme. No te pongas en mi camino, Twer, o será lo último que hagas.
Dio media vuelta y empezó a caminar a largas zancadas.
—¡Usted! ¡Venerable Parma! ¿Sabía que está estipulado que ningún misionero de la Fundación puede entrar en territorio korelliano?
El misionero temblaba de pies a cabeza.
—No puedo evitar ir adonde me conduce el espíritu, hijo mío. Si los herejes rechazan la luz, ¿no es señal eso de cuánto la necesitan?
—Eso ahora no viene al caso, venerable. Su presencia aquí atenta contra las leyes de Korell y de la Fundación. Protegerlo no está en mi mano.
El misionero había vuelto a levantar los brazos. De su perplejidad inicial no quedaba ni rastro. El sistema de comunicación externo de la nave se activó con estrépito, acompañado del tenue ulular ininteligible de la turba enfurecida.
—¿Oís eso? —preguntó el misionero, con la mirada enloquecida—. ¿Por qué me habláis de leyes inventadas por el hombre? Hay otras que están por encima de ellas. ¿No dijo acaso el espíritu galáctico: No permanecerás impasible ante el sufrimiento de tus semejantes? ¿No dijo acaso: Tratarás a los humildes y a los desvalidos como quieras que te traten a ti?
»¿Es que no tenéis armas? ¿No tenéis una nave? ¿Acaso no os respalda la Fundación? ¿No os acompaña y envuelve el espíritu que gobierna el universo? —Hizo una pausa para recuperar el aliento.
La voz que atronaba fuera de la Estrella Lejana cesó y el teniente Tinter regresó con expresión preocupada.
—¡Habla! —ordenó secamente Mallow.
—Señor, exigen que les entreguemos a Jord Parma.
—¿De lo contrario?
—Las amenazas son variopintas, señor. Es complicado quedarse con una sola. Son muchos… y parece que están muy enfadados. Alguien afirma dirigir el distrito y tener autoridad policial, pero es evidente que no actúa por iniciativa propia.
—Con iniciativa o sin ella —Mallow se encogió de hombros—, es un representante de la ley. Diles que si ese gobernador, o policía, o lo que sea, se acerca solo a la nave, podrá llevarse al venerable Jord Parma.
Una pistola se materializó en su mano mientras añadía:
—No sé qué es la insubordinación. Nunca la he vivido. Pero si a alguno de vosotros se le ocurre hacerme una demostración práctica, estaré encantado de enseñarle el antídoto.
El cañón se movió lentamente hasta apuntar a Twer. Con esfuerzo, el veterano comerciante adoptó una expresión menos crispada, abrió las manos y las bajó mientras respiraba entrecortadamente por la nariz.
Tinter se fue, y una figura menuda se separó de la multitud cinco minutos más tarde. Su paso era lento y titubeante, visiblemente atenazado por el temor y la desconfianza. En dos ocasiones se dio la vuelta, y en ambas lo impelieron a continuar las amenazas de la embravecida marea humana.
—Bueno. —Mallow hizo un gesto con el desintegrador, que seguía sin regresar a su funda—. Grun y Upshur, sacadlo de aquí.
El misionero profirió un alarido. Levantó los brazos y extendió los dedos rígidos como lanzas mientras las voluminosas mangas caían para revelar unos brazos enclenques donde se translucían todas las venas. Se produjo un diminuto destello fugaz que duró apenas un suspiro. Mallow pestañeó y repitió su ademán, desdeñoso.
La voz del misionero brotó de sus labios mientras se debatía en la doble presa:
—Maldito sea el traidor que abandona a su semejante para enfrentarse solo al mal y a la muerte. Que ensordezcan los oídos insensibles a las súplicas del indefenso. Que se apaguen los ojos ciegos a la inocencia. Que sufra eternamente el alma aliada de la oscuridad…
Twer se aplastó las orejas con las manos.
Mallow hizo girar el desintegrador y lo enfundó.
—Que todo el mundo retome sus posiciones —dijo con voz sosegada—. Cuando la multitud se haya dispersado, quiero seis horas de vigilancia exhaustiva. Después de eso, se doblará la guarnición en los puestos de guardia durante cuarenta y ocho horas. En ese momento daré más instrucciones. Twer, acompáñame.
Una vez a solas en los aposentos privados de Mallow, éste indicó una silla y Twer se sentó. Su fornida figura parecía encogida.
Mallow lo contempló fijamente, con sarcasmo.
—Twer —dijo—, me decepcionas. Parece que los tres años que llevas en la política han acabado con tus costumbres de comerciante. Recuerda, aunque en la Fundación sea demócrata, a bordo de mi nave debo recurrir a la tiranía para que las cosas funcionen. Nunca antes había tenido que amenazar a mis hombres con una pistola, ni habría tenido que hacerlo ahora si no te hubieses extralimitado.
»Twer, aunque tu cargo no sea oficial, estás aquí por invitación mía, por lo que te dispensaré todas las cortesías debidas… en privado. A partir de ahora, sin embargo, delante de la tripulación, me llamarás «señor» y no «Mallow». Y cuando te dé una orden, te apresurarás a cumplirla como si fueras un recluta de tercera por si las moscas, o te verás entre rejas en el nivel inferior en menos que canta un gallo. ¿Entendido?
El líder político tragó saliva con dificultad y, a regañadientes, respondió:
—Perdona.
—Estás perdonado. ¿Amigos?
Los dedos inermes de Twer desaparecieron engullidos por la manaza de Mallow.
—Mis intenciones eran nobles —dijo Twer—. No es fácil enviar a alguien a su linchamiento. Ese gobernador o como se llame es un mequetrefe incapaz de salvarlo. Lo asesinarán.
—Yo no puedo hacer nada. Sinceramente, todo este asunto me olía mal desde el principio. ¿No te fijaste?
—¿En qué?
—El espaciopuerto donde nos encontramos está en medio de una sección remota donde nunca pasa nada, y de repente aparece un misionero fugitivo. ¿De quién huye? Y viene a parar aquí. ¿Casualidad? Se reúne una muchedumbre enfervorizada. ¿Procedente de dónde? La población más cercana debe de estar a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí. Pero la turba no tardó ni media hora en manifestarse. ¿Cómo?
—¿Cómo? —repitió Twer.
—Bueno, ¿y si alguien hubiera transportado al misionero hasta aquí para liberarlo a modo de cebo? Nuestro amigo el venerable Parma parecía considerablemente confuso. En ningún momento me dio la impresión de estar actuando en pleno uso de sus facultades.
—Las torturas… —murmuró con acritud Twer.
—Es una posibilidad. Otra sería que se tratara de un plan para apelar a nuestra caballerosidad y galantería, y obligarnos así a cometer la estupidez de salir en su defensa. Su presencia aquí atenta contra las leyes de Korell y de la Fundación. Si le doy cobijo, Korell podría tomárselo como una declaración de guerra, y por ley la Fundación no tendría ningún derecho a interceder por nosotros.
—Eso es… descabellado.
El altavoz acalló la respuesta de Mallow.
—Señor, hemos recibido un comunicado oficial.
—¡A qué esperan para entregármelo!
El resplandeciente cilindro apareció en su ranura con un chasquido. Mallow lo abrió y extrajo la hoja impregnada de plata que contenía. Mientras acariciaba el papel entre el índice y el pulgar, pensativo, dijo:
—Teletransportado directamente desde la capital. Procedente del despacho del comodoro.
Echó un vistazo al mensaje y soltó una carcajada.
—Conque mi idea era descabellada, ¿verdad?
Lanzó el comunicado a Twer y añadió:
—Media hora después de entregar al misionero recibimos por fin una cortés invitación a personarnos ante el augusto comodoro… tras siete días de espera. Yo diría que hemos superado la prueba.
5
El comodoro Asper era, según él mismo afirmaba, un hombre del pueblo. Lo que quedaba de su cabellera gris caía sobre sus hombros, su camisa pedía a gritos que alguien le diera un buen planchado, y hablaba sorbiendo por la nariz.
—Comerciante Mallow —dijo—, no verá en mí ostentación ni falsas apariencias, únicamente al primer ciudadano del estado. Eso es lo que significa ser comodoro, y ése es el único título que ostento.
Parecía inusitadamente complacido con la situación.
—A decir verdad, considero que ese hecho es uno de los lazos más fuertes que existen entre Korell y su nación. Tengo entendido que su pueblo goza de las mismas bendiciones republicanas que nosotros.
—Precisamente, comodoro —replicó solemne Mallow, tomando nota mental de la comparación—, ese argumento refuerza la perpetuación de la paz y la amistad entre nuestros respectivos gobiernos.
—¡Ah, la paz! —La rala barba entrecana del comodoro se plegó al rictus enternecido que adoptaron sus rasgos—. No creo que haya nadie en toda la Periferia con el corazón más predispuesto para la paz que yo. Puedo afirmar sin temor a faltar a la verdad que, desde que sucedí a mi ilustre progenitor al frente del estado, la paz ha reinado de forma ininterrumpida. Quizá esté mal que yo lo diga —carraspeó delicadamente—, pero tengo entendido que mi pueblo, o mis conciudadanos más bien, me llaman Asper el Bienamado.
La mirada de Mallow se paseó por el esmerado jardín. Cabía la posibilidad de que los fornidos guardaespaldas y las armas de extraño diseño pero indudable eficacia que portaban apostados en las esquinas estuvieran allí para evitar que el comodoro se autolesionara. Sería comprensible. Pero los altos muros revestidos de acero que ceñían el lugar era evidente que se habían reforzado hacía poco, circunstancia harto curiosa si Asper era tan «bienamado» como afirmaba.
—En tal caso, es una suerte que pueda hablar con usted, comodoro. Los déspotas y los monarcas de los planetas vecinos, privados de un sentido de la administración tan noble como el suyo, a menudo carecen de las características que hacen que el pueblo quiera a sus gobernantes.
—¿Por ejemplo? —Había un poso de cautela en la voz del comodoro.
—Por ejemplo, su preocupación por los intereses de su pueblo. Usted, en cambio, sabría entenderlo.
El comodoro mantenía la mirada fija en el sendero de grava mientras caminaban plácidamente. Sus manos se acariciaban mutuamente a su espalda.
—Hasta la fecha —prosiguió Mallow—, las relaciones mercantiles entre nuestras naciones se han resentido por culpa de las restricciones que su gobierno impone a nuestros comerciantes. Seguro que no se le escapa el hecho de que el comercio ilimitado…
—Libre comercio —musitó el comodoro.
—De acuerdo, el libre comercio. Es fácil darse cuenta de que ambos saldríamos beneficiados. Usted tiene cosas que nos interesan, y nosotros tenemos cosas que le interesan a usted. Tan sólo el intercambio nos separa de un aumento en nuestras respectivas fortunas. No descubro nada nuevo para un regente tan sabio como usted, amigo del pueblo… parte del pueblo, podría decirse. De modo que no ofenderé su inteligencia con explicaciones.
—¡Cierto! Me doy cuenta. ¿Pero qué quiere? —La voz del comodoro adquirió un timbre quejumbroso—. Su pueblo ha sido siempre muy poco razonable. Estoy a favor de todo el comercio que pueda soportar nuestra economía, pero no con sus condiciones. Aquí no mando yo solo. —Levantó la voz—. Me limito a exponer la opinión pública. Mi pueblo se niega a comerciar con productos teñidos de carmesí y dorado.
Mallow enderezó la espalda.
—¿Temen que se imponga la religión por la fuerza?
—Así ha sido siempre, en la práctica. Seguro que recuerda lo que pasó en Askone hace veinte años. Primero ustedes les vendieron unos cuantos productos y después exigieron el pleno acceso de todos los misioneros a fin de que éstos garantizaran el funcionamiento correcto de los artículos adquiridos; se erigieron templos de la salud. Lo siguiente fue la institución de colegios religiosos, derechos especiales para todos los representantes de la fe, ¿y cuál fue el resultado? Ahora Askone forma parte integral del sistema de la Fundación y el gran maestro ni siquiera puede escoger su ropa interior sin pedir permiso antes. ¡Ah, no! ¡De ninguna manera! La dignidad de un pueblo independiente jamás podría tolerar algo así.
—Pero yo no sugiero nada de eso —acotó Mallow.
—¿No?
—No. Soy maestro comerciante. El dinero es mi religión. El misticismo y las supercherías de los misioneros me sacan de quicio, y me alegra que no dé el brazo a torcer. Me caen bien las personas como usted.
El comodoro soltó una carcajada estridente y entrecortada.
—¡Así se habla! La Fundación debería haber enviado antes a alguien de su talla.
Apoyó una mano en el abultado hombro del comerciante.
—Pero amigo, sólo me ha contado la mitad. Me ha dicho cuál no es el truco. Dígame ahora en qué consiste la pega.
—La única pega, comodoro, es que va a acumular tal cantidad de riquezas que no sabrá ni qué hacer con ellas.
—¿Usted cree? —El comodoro sorbió por la nariz—. ¿Y para qué querría yo tantas riquezas? No hay tesoro más grande que el cariño de un pueblo, y eso ya lo tengo.
—Pero podría tener las dos cosas, pues es posible sostener oro en una mano y cariño en la otra.
—Si eso fuera posible, mi joven amigo, sería un fenómeno de lo más interesante. ¿Usted cómo lo haría?
—En fin, se me ocurren varias maneras. Lo difícil es elegir sólo una. Veamos. Bueno, artículos de lujo, por ejemplo. Este objeto de aquí…
Mallow metió la mano en un bolsillo interior y extrajo una cadena plana de relucientes eslabones metálicos.
—Esto, por ejemplo.
—¿Qué es?
—Tendría que demostrárselo. ¿Me puede conseguir una chica? Cualquier mujer joven me sirve. Y un espejo, de cuerpo entero.
—Hm-m-m. Vayamos adentro.
El comodoro llamaba casa a su morada. La plebe sin duda debía de llamarlo palacio. Para la penetrante mirada de Mallow, guardaba un inusitado parecido con una fortaleza. Se levantaba sobre un promontorio que dominaba la capital. Sus muros eran gruesos y estaban reforzados. Todos los accesos estaban vigilados, y su arquitectura obedecía a una distribución defensiva. Justo la clase de refugio, pensó con acritud Mallow, que cabría esperar de Asper el Bienamado.
La muchacha que tenían enfrente saludó con una honda reverencia al comodoro, que dijo:
—Ésta es una de las doncellas de la comodora. ¿Servirá?
—A las mil maravillas.
El comodoro observó atentamente mientras Mallow ceñía la cadena alrededor del talle de la joven y daba un paso atrás.
—Bueno. —Asper sorbió por la nariz—. ¿Eso es todo?
—¿Le importaría cerrar la cortina, comodoro? Señorita, al lado del broche hay un resorte diminuto. ¿Tendría la bondad de empujarlo hacia delante? No tema, no le hará daño.