Los colores se desvanecieron. La mente se volvió difusa. Todo cayó en un abismo. Octavio yacía en el mismo lugar, envuelto en sudor. El cuerpo, agotado y febril, mostró el fútil intento de resistencia. Los músculos atrofiados se rebelaron con espasmos. La cabeza, acosada por sonidos perturbadores, respondió delirante, creando siluetas errantes entre recuerdos vagos.
Pasado y presente.
Desesperación y resignación.
La falta de alimento le debilitó los pensamientos. Difuminó las líneas entre la realidad y la ensoñación. Imágenes de momentos perdidos concluyeron en la representación de aquel animal.
El cuerpo se marchitó.
La mente abrazó la locura.
Después de sesenta y nueve horas de encierro, el tiempo se deslizó como una eternidad insoportable.
La puerta, que hasta entonces había permanecido cerrada, cedió con un sonido bajo. La luz del pasillo se filtró en la habitación estancada, proyectando sombras alargadas sobre el suelo. En el umbral, dos figuras se recortaron contra la penumbra.
Uno de ellos avanzó, la silueta alta y dominante. El otro titubeó, como si la línea entre cruzar o retroceder aún no estuviera completamente definida.
Octavio parpadeó, aturdido. Su cuerpo, famélico y exhausto, apenas respondía a las órdenes más básicas.
Un segundo después, sin advertencia ni palabras previas, el hombre lo tomó entre los brazos.
El calor de ese cuerpo estaba lejos de significar la salvación esperada.
No lo habían venido a rescatar.
Sus ojos intentaron enfocar los rasgos del otro, pero la debilidad lo traicionó.
Todo se fundió en un borrón.
Pero ese aroma... ese aroma lo reconocía.
Era la presencia que lo estuvo perseguiendo en sus pesadillas.
Y ahora, lo sostenía contra sí.
No tenía fuerzas para evitarlo. Cada rincón del cuerpo le dolía, cada fibra había sido drenada de su vitalidad.
La lucha ya no era una opción.
El pasillo se extendía bajo una luz escasa y temblorosa. El parpadeo errático de los focos resaltaba las manchas de humedad en las paredes, la pintura descascarada y las puertas de metal con bisagras oxidadas que sellaban habitaciones de función incierta.
El aroma era pesado, saturado de humedad y el rastro de olores antiguos, de descomposición diluida con el tiempo. Primero, la mezcla penetrante de metal oxidado y después algo más turbio, más viejo, como la memoria de un sitio que había albergado demasiados cuerpos y demasiado sufrimiento.
Octavio no podía distinguir bien el entorno. La luz fluctuante distorsionaba su percepción, reduciendo todo a formas indefinidas que se expandían y contraían a su alrededor. No había puntos de referencia. Solo la presión asfixiante de las paredes, como una garganta abierta que lo tragaba.
Pero nada se comparaba al dolor.
Un latido insistente le golpeaba el abdomen desde adentro, cada pulsación traía consigo una ola de malestar que reverberaba en las costillas y se filtraba hasta las extremidades. Un ardor sordo se instalaba en su hígado, irradiando calor y punzadas agónicas. Sus párpados temblaban bajo el esfuerzo de mantenerse abiertos.
Instintivamente, llevó una mano al abdomen y presionó.
Un error.
El súbito espasmo lo dobló sobre sí mismo, forzándole a morderse la lengua para ahogar el quejido.
Gio registró este movimiento de inmediato. Se detuvo. Sus ojos se enfocaron en la contracción involuntaria de Octavio.
Pero el profesor ya no percibía nada más. Su cuerpo se tensó antes de ser sacudido con brusquedad. El sudor le resbalaba por la frente, escurriéndose en gotas heladas por las sienes y pegándole el cabello al rostro. La piel parecía más pálida que nunca, como si ya no existiera sangre en ese cuerpo.
Entonces, un pinchazo.
Un frío súbito le recorrió el brazo.
El alivio no fue inmediato. El efecto se extendió lentamente por las venas como una corriente helada. Los músculos se rindieron. Primero los hombros, después los brazos, por último el peso mismo del cuerpo. Su respiración, encontró una cadencia más serena. El latido del corazón, volvió a un ritmo estable. Su mente, que flotaba entre la confusión y la resistencia, comenzó a ceder.
Era un descenso inevitable.
La oscuridad lo recibió con los brazos abiertos.
Y él cayó.
Más y más profundo.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Había un aroma sutil que se filtraba por sus fosas nasales, era una mezcla de frescura y fragancias limpias que parecían provenir de las telas, tal vez de las sábanas o de la vestimenta que llevaba puesta.
No era un olor que reconociera en la memoria reciente.
Los párpados de Octavio temblaron antes de abrirse. La luz no era tan intensa, pero su cerebro tardó en ajustar la imagen.
No era la misma habitación.
Parpadeó.
La boca ya no estaba reseca. La bruma que le envolvía los pensamientos se disipó poco a poco, permitiéndole hilar una secuencia lógica en la mente. No fue un despertar abrupto, sino una transición gradual, como un mecanismo que volvía a funcionar tras un largo período de inactividad.
Su piel...
limpia.
Los dedos se movieron con cautela, explorando la textura de la tela sobre su cuerpo. El roce le resultó extraño. No llevaba la misma ropa que antes.
Algo... no estaba bien.
Ese pensamiento irrumpió en el cerebro y su corazón aceleró el ritmo.
¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas?
Él no sabía que durante cinco horas lo habían tratado con H.R.Nova, la solución intravenosa creada por Gio.
Se incorporó lentamente y un sonido casi imperceptible escapó de sus labios.
La reacción del joven que lo vigilaba fue inmediata.
—¿Octavio, cierto?
Él no le contestó.
Solo intentó mirarlo.
El joven no se inquietó por la falta de respuesta. Desenrolló una gasa estéril, sin apresurarse; el tono con el que le habló fue educado, casi inocente.
—Lamento tutearlo; en este lugar nos llamamos por nuestros nombres o apodos. Me disculpo si no es de su agrado.
Octavio no se molestó en siquiera articular una respuesta. No porque no pudiera, sino porque aún no comprendía del todo la extrañeza de su propio cuerpo.
El joven empapó la gasa en antiséptico, girándola entre los dedos. Tenía una sonrisa ligera, intencionadamente tranquilizadora. Al inclinarse sobre Octavio, el cuerpo del profesor se tensó. Fue una reacción instintiva, breve pero imposible de ignorar. El joven se detuvo un momento, sin retirar la sonrisa.
—Me llamo Alan, no voy a hacerle daño. Solo quiero ayudarlo.
Alzó una mano y señaló su propio cuello, indicando el área afectada.
Los párpados de Octavio cayeron brevemente mientras comprendía a lo que se refería está persona. Finalmente, asintió, con un movimiento de la cabeza.
La mordedura seguía fresca.
Aún podía sentir el ardor intermitente de la herida y el calor que se acumulaba en la zona afectada.
Alan deslizó la yema de los dedos cerca de la marca sin presionarla, como si trazara los bordes con la mirada antes de hacerlo con el tacto. La impresión de los dientes era clara, una línea irregular que revelaba la naturaleza violenta del ataque. Los moretones oscilaban entre el azul profundo y un púrpura turbio, colores que destacaban de manera grotesca sobre la piel pálida. Deslizó la gasa sobre la herida.
El cuerpo del profesor tembló por el dolor, pero se obligó a permanecer inmóvil.
El joven exhaló.
—Existen perros rabiosos que merecen ser sacrificados —susurró con calidez—. Créame, no debería generalizar debido a una mala experiencia; hay otros que son leales y no le causarán el mismo daño.
Los dedos de Alan se detuvieron en el borde del apósito. Lo presionó con una suavidad innecesaria, apenas un roce, como si quisiera asegurarse de que Octavio sintiera la textura de su piel contra la suya. Entonces, una voz grave irrumpió desde atrás.
—¿Qué estás haciendo?
Alan no se sobresaltó, pero la presión de los dedos sobre la cinta hipoalergénica se intensificó un segundo antes de apartarse. La mano descendió con parsimonia y sus labios dibujaron una sonrisa fugaz. Lentamente, giró la cabeza para mirar por encima del hombro.
—Ah, lo siento... solo estaba ayudándolo —dijo con un tono relajado, alargando las palabras de una manera que les confería un matiz extraño.
Se alejó y tomó la carpeta que había dejado a los pies de la cama.
—El jefe me mandó a corroborar esto.
El hombre en la entrada lo miró fijamente y, con un gesto de la mano, le indicó que se retirara.
El joven salió de la habitación y, una vez que la puerta se cerró, Gio desvió la mirada hacia la cama. La expresión que tenía era difícil de leer: algo fría, algo molesta, algo confusa. Tras un breve momento, solo indicó:
—A su derecha va a encontrar una muda de ropa. Cuando finalice, lo espero afuera.
Octavio frunció el ceño con disgusto al ver la espalda del hombre retirarse. Sus dedos se enredaron en la tela de las sábanas antes de apartarlas con un gesto brusco.
La parte inferior de su cuerpo estaba...
La habitación aún impregnada con el aroma de antiséptico y flores, de golpe se sintió repugnante.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
A corta distancia de la habitación, la sala donde se encontraba Alan tenía un sillón de tres cuerpos y otro individual, ambos forrados en cuero negro. En el centro, una mesa de té de madera maciza sostenía algunos archivos y objetos personales del nuevo inquilino.
Pero Alan no veía nada de eso. Con la espalda recta y las manos firmemente entrelazadas, toda su atención estaba enfocada en el sonido de los pasos que se acercaban. Él joven se puso de pie de inmediato cuando la figura de Gio apareció en su campo de visión.
—Eh, eh, yo... lo siento, solo estaba curando la herida en el cuello.
—Alan, tomá asiento.
Él obedeció y la mirada de Gio lo recorrió de arriba abajo. Después, sin apuro, se sentó sobre la mesa de té y se inclinó ligeramente hacia el joven.
—Acabo de llevar la muestra a Vargas —dijo con naturalidad—. Entonces, ¿cuál es el motivo de tu presencia?
Alan abrió la boca y la cerró. La garganta seca le hizo carraspear antes de responder.
—¡Oh no! En serio, Dantez, te juro que el jefe me envió. Yo... si querés, podés preguntarle a él mismo.
Sacó el celular con un movimiento torpe y se lo mostró como si fuera una prueba irrefutable. Pero Gio no miró la pantalla. Sus ojos se oscurecieron, fríos e inquisitivos.
—Supongo que me adelanté —murmuró, inclinando la cabeza hacia atrás y moviendo el cuello de un lado al otro. Tras apaciguar la tensión, se volvió hacia el joven con una falsa sonrisa—. La próxima vez, si no me encontrás, volvé en otro momento.
—Sí, sí... en serio, te prometo que no volverá a suceder.
Gio entrecerró los ojos, evaluándolo por un momento antes de continuar.
—Hace años ocurrió un evento fascinante.
El tono de voz no era agresivo, pero algo en él le indicaba a Alan que no era una verdadera invitación. Una sensación en su estómago le decía que, fuera lo que fuera, no quería escucharlo.
—Creo que es una historia que merece un análisis profundo —dijo el hombre con una sonrisa agradable, como si fuera una conversación casual y no el relato de un cuento infantil deformado—. Y sería interesante conocer tu perspectiva.
Alan no alcanzó a negarse antes de que las palabras comenzaran a salir.
—Cuando estaba en el jardín de infantes, pasó algo entre dos niños. Uno de ellos no quería relacionarse con sus compañeros. No le gustaba jugar con ellos, los encontraba ruidosos, molestos... innecesarios. Odiaba ir a ese lugar. Pero un día, algo le llamó la atención. Un auto. Nadie lo usaba, así que lo agarró. Se volvió suyo. Las semanas pasaron y él esperaba con ansias los días de jardín para jugar con ese viejo juguete. Todo iba bien, pero lamentablemente el niño enfermó. Fue solo una semana, pero al regresar, descubrió algo desagradable: otro niño estaba jugando con su juguete.
Los dedos de Alan se cerraron sobre la carpeta que tenía en las manos. No sabía por qué, pero la historia le incomodaba.
—El primer día lo dejó pasar. Después de todo, él era el único que entendía el valor real del auto. Pero el segundo día, el mismo niño volvió a tomarlo. Siguiendo el consejo de su madre, intentó resolver la situación hablando, pero el otro no lo escuchó ni entendió el cariño que sentía por ese viejo juguete. Fue el tercer día cuando todo cambió. Al dirigirse a la sala de juegos, vio que el niño estaba jugando con otra cosa.
Gio se detuvo, y por primera vez, como si hubiera recordado algo, el brillo en sus ojos pareció apagarse. Fue breve, un instante. Hizo una ligera mueca con los labios, una sonrisa irónica.
—El muy idiota corrió emocionado y lo buscó por todas partes. Cuando lo encontró, en ese momento, entendió muchas cosas. El niño con el que intentó dialogar le devolvió las palabras con violencia. El auto había sido destrozado.
El hombre interrumpió la narración y estalló en una carcajada.
—¿Cómo demonios destruyen un auto de madera? —preguntó, aún riendo.
Aunque la risa le duró poco. Su expresión cambió de inmediato, como si la emoción nunca hubiera existido.
—En fin, ¿te imaginás lo que hizo el otro niño?
Alan parpadeó. No esperaba la pregunta. El cambio de tono lo tomó por sorpresa. Pero Gio lo miraba con la expectativa de alguien que ya conocía la respuesta, como si solo estuviera esperando que él dijera lo correcto.
Siguiendo con la actuación, Alan respondió lo mejor que pudo, con la voz un poco insegura:
—Yo... eh, ¿llorar?
—Ah, sí, claro. Por supuesto que lloró ese día. Sin embargo, las lágrimas no resolvían nada. Después de eso, se sintió vacío. Así que esperó. Esperó el momento justo y atacó. Primero, rompió los juguetes que ese niño más apreciaba. Luego, le cerró la puerta del baño sobre los dedos con todas sus fuerzas. Ni sus gritos, ni su dolor lograron calmar esa sensación extraña que sentía en el pecho. Y entonces —prosiguió con una sonrisa ladeada—, llegó el día en que dejó de planificar. Fue después de una función escolar, cuando bajaban por las escaleras. Solo extendió la mano y empujó. Lo vio caer. Lo escuchó gritar. Y al final, el pequeño bastardo rodó y se rompió el cráneo.
Los ojos de Gio se posaron en el joven frente a él.
—¿Qué te pareció la historia?
El muchacho, que hasta hace un momento temblaba, se enderezó lentamente. No demasiado, pero fue lo suficiente para que el gesto no pasara desapercibido para un ojo que estaba buscando algo. Las pupilas se alzaron, y la fragilidad de antes se disipó en un instante.
—Creo que esa reacción fue un exceso.
Gio sonrió, satisfecho.
—Las mentes simples suelen percibirlo de esa manera.
Alan no respondió. Su propio cuerpo delató lo que intentaba ocultar. Demasiado rápido. Había reaccionado demasiado rápido. Parpadeó, y de inmediato bajó la mirada. La postura se encogió levemente, y la vacilación regresó a sus manos.
Gio lo vio todo.
—Uno debe entender que la naturaleza humana se desenvuelve en un delicado desequilibrio entre fuertes y débiles —continuó el hombre, con un tono casi didáctico, como si estuviera impartiendo una lección en lugar de justificar una atrocidad—. Al final, somos criaturas que pretenden tener raciocinio, envueltas en el halo de la moralidad. ¿Acaso experimentaste empatía? Pero claro, solo hacia aquel que sufrió las consecuencias de sus acciones.
Pausó, inclinando apenas la cabeza. Sus ojos no parpadearon ni una sola vez.
—Ahora bien, ¿podía afirmarse con certeza que el otro niño se excedió? La sociedad tiende a ponderar el dolor físico sobre el emocional. No obstante, la situación era bastante clara y simple: no debió destruir lo que él amaba.
Había una lógica retorcida en sus palabras, un razonamiento que sonaba perverso a la vez. Era evidente que la explicación carecía de lógica; solo alguien perturbado psicológicamente consideraría ese desenlace como correcto.
Alan lo sabía.
Lo supo desde la primera palabra. Desde la forma en que Gio hablaba con la serenidad de quien exponía un principio irrefutable. Desde el modo en que sus ojos lo escudriñaban, buscando grietas en su reacción.
El instinto lo impulsó a irse.
Lo estaban midiendo.
Se puso de pie con calma, manteniendo su personaje tanto como pudo.
—Bueno, es cierto... lo analizaré con comodidad más tarde. Me retiro... debo ir con el jefe.
La voz no tenía firmeza, pero tampoco temblaba. No tanto como habría querido para mantener su papel. Él no esperó respuesta por parte de Gio y se despidió a la ligera. Necesitaba abandonar cuanto antes el espacio que compartía con ese lunático. Antes de que su mano tocara la perilla, sintió algo.
No un sonido.
No un roce.
La presencia de Gio desplazándose. Alan no pudo evitarlo y giró la cabeza hacia atrás.
Y ahí estaba.
Gio no había dicho nada. No lo había tocado. Solo estaba ahí, demasiado cerca.
Alan tragó saliva.
—¿Algo más? —preguntó, esforzándose por sonar casual.
El hombre sonrió, apenas un leve movimiento en la comisura de los labios.
—Nada en especial —respondió Gio suavemente, con un tono casi amable, casi indiferente—. Solo que...
Se movió.
No hubo advertencia. Un parpadeo, y ya estaba demasiado cerca.
—La próxima vez, no te excedas en tus funciones. A menos que tengas intenciones de verme de mal humor.
Aunque hubiera querido, no le dieron tiempo de responder. El hombre inclinó la cabeza, acercándose a su oído.
—Entre perros, créeme que el perdedor no sería el rabioso.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Alan no necesitaba pensar demasiado para entender el mensaje. Había acuerdos y beneficios en juego. Nadie debía tocar el viejo juguete recién adquirido por este sujeto. Demasiado riesgo, y alterar el estado de ánimo de este tipo no era una opción. Por ahora, esa era una de las órdenes de Vargas.
Sin decir una palabra más, el joven se retiró.
Gio lo observó un momento y, cuando desapareció de su visión, cerró la puerta y se sentó en uno de los sofás.
Unos minutos después, Octavio abandonó la otra habitación y apareció. Lo siguió con la mirada. Los ojos de Gio se entrecerraron y una ligera sonrisa surgió en sus labios.
Los movimientos del profesor eran fluidos y sin esfuerzo, pero cada uno dejaba en claro que la arrogancia no necesita ser ostentosa para ser cautivadora. Incluso bajo la ropa casual que ocultaba su figura, la elegancia que emanaba de su presencia era incuestionable.
Como había anticipado, Octavio se acomodó en el sillón frente a él. La distancia entre ambos era la justa para evitar cualquier sensación de cercanía.
Ninguno de los dos dijo palabra alguna. Gio solo se recostó con languidez, la postura deliberadamente relajada. La mirada recorrió la figura del profesor, deteniéndose en los pliegues de la tela que cubrían el cuerpo, en la manera en que la luz resbalaba sobre el contorno de la clavícula, en la línea elegante del cuello. Un placer visual en sí mismo.
Octavio por su parte no se movió, no desvió la mirada, no cedió. La expresión era neutra, como la de alguien que ya había medido el peligro y cálculo que, por el momento, no debía reaccionar.
Intentar escapar ahora no era una opción. Lo sabía. Antes de huir, debía evaluar la mejor oportunidad, asegurarse de que el primer intento fuera el único. Un movimiento precipitado podría ser un error fatal.
Gio también lo sabía.
Lo observaba, no solo con los ojos, sino con la mente, como si estuviera desnudando a la persona frente a él, quitándole capa por capa hasta llegar al núcleo más profundo. Concluyó que sabía lo que Octavio estaba pensando, lo que estaba evaluando.
Fue por ello que un destello de satisfacción brillo en sus ojos, el tipo que solo aparecía cuando algo salía exactamente como se había planeado. H.R.Nova funcionaba. No había necesidad de florituras: nanoalimentos que se arrastraban por la sangre como pequeños parásitos hambrientos, devorando la debilidad y escupiendo vitalidad. La matriz hidratante se infiltraba en las células, abriéndolas a la fuerza si era necesario. Activadores neuronales que chispeaban en la mente, devolviendo claridad donde antes solo había oscuridad. Debido a circunstancias excepcionales, esa nueva tecnología pasó de un pequeño conejito blanco a un conejo de metro ochenta.
Gracias a ello, en pocas horas, Octavio respiraba, parpadeaba, volvía a ser él. El cuerpo se curaba. La mente, también. Y Gio, con un leve destello en la mirada, sabía que el experimento era un éxito.
Octavio ya no era el hombre medio muerto de hacía unas horas. Aunque un cuerpo reparado no significaba un alma intacta. Por lo que podía ver, este no sería el caso. O eso suponía.
—Profesor, ¿no siente curiosidad por la recuperación de su cuerpo? —rompió finalmente el silencio.
Por supuesto que no hubo respuesta. De hecho, dejó que el silencio demostrara que lo estaba ignorando.
—Realmente me desconcierta, viniendo de alguien tan apasionado como usted.
Octavio siguió con la misma actitud. Inmóvil.
Ese mutismo, ese desprecio silencioso, era un pequeño acto de rebeldía pasiva que irritaba a Gio. No era el tipo de ira que estalla, sino esa que se acumula lentamente.
¿No debería estar agradecido? ¿O al menos fascinado por el milagro científico que lo había traído de vuelta del borde?
El hombre cruzó las piernas y luego levantó la mano, señalando la mesa.
—Oh, casi lo olvido. Justo frente a usted hay un estuche; le ruego que lo tome.
Octavio bajó la mirada. Ahí estaba el estuche. Simple. Inofensivo. Pero en esas circunstancias, incluso lo trivial generaba desconfianza.
—Por favor, ábralo. Le garantizo que no es algo que le cause algún tipo de molestia.
Mentira.
No podía creerle. Sin embargo, Octavio obedeció, porque a veces la resistencia es más agotadora que la sumisión. Primero debía evaluar todo. Extendió la mano. Los dedos le temblaban ligeramente, un eco residual de algo que H.R.Nova aún no había corregido del todo. O tal vez era algo que la solución nunca podría tocar. Examinó el estuche con escepticismo antes de abrirlo.
Dentro, unos anteojos de marco plateado. Un diseño simple, casi anticuado, el tipo de cosa que solía evitar por razones tan triviales como el juicio de una esposa. Natalia odiaba ese color. Decía que le sumaba años, que apagaba el brillo de sus ojos, que lo hacía parecer un hombre mayor.
—Confío en que estos son los adecuados. En caso contrario, estaré encantado de enviarlos para su modificación.
La amabilidad en ese tono le daba náuseas.
¿Cómo podía un ser humano ser tan detestable sin que se le notara el esfuerzo?
Las manos volvieron a temblar al tomar los lentes, no por un eco residual, sino por la furia que le agitaba el pecho. Quería incrustárlos en los ojos de ese hombre, perforar esa falsa máscara de cortesía hasta ver qué había debajo. Pero no podía.
Los necesitaba.
Cuando se los puso, la claridad fue un castigo. Ver con nitidez solo empeoraba las cosas. La definición de los bordes, la precisión de los detalles... todo gritaba verdades que preferiría mantener borrosas.
Las personas creen que el olvido es simple, que basta con el paso del tiempo para enterrar lo que duele. Pero el pasado no es tierra que pueda cubrirse con una pala. Estaba allí, sentado frente a él, con una sonrisa perfectamente alineada, trayendo de regreso errores que pensaba haber dejado atrás.
—Curioso, ¿no? —murmuró Gio inclinando la cabeza como si de verdad estuviera reflexionando—. A veces lo que descartamos termina regresando cuando menos lo esperamos.
Octavio no respondió y el hombre tampoco esperaba que lo hiciera.
—Ese color le sienta bien, pero me gustaría que respondiera, profesor, ¿me recuerda?
Octavio clavó la mirada en ese rostro que ya no necesitaba presentación.
—No.
Una mentira tan descarada que casi sonaba a verdad. Aceptarlo traería consecuencias que no estaba dispuesto a enfrentar. Mantener el equilibrio entre la mente y el cuerpo era una prioridad. No podía permitirse perder estabilidad. Sabía quién era ese hombre y cómo era, aunque no entendía el porqué.
Gio se levantó con calma y se aproximó a Octavio sin apuro. Al estar frente a él, la necesidad de provocarlo lo impulsó. Sus dedos rozaron la piel del profesor con suavidad. Un roce que se deslizó lentamente desde la frente hasta la barbilla.
—Considérelo un regalo por su arduo trabajo del otro día —susurró, con una perversidad exquisitamente provocadora.
El efecto fue inmediato.
El rubor que tiñó el rostro de Octavio no tenía nada de tímido ni complacido. Era ira, pura y ardiente, desbordándose en sus pupilas inyectadas de sangre. El deseo de cerrarle la boca con un golpe se volvió casi insoportable. Con un solo movimiento, apartó la mano insolente.
—No me toques.
Gio sonrió.
Oh, sí.
El frío y recto profesor tenía tres formas de reaccionar. Primero, ignoraba. Si la situación se volvía insostenible, recurría al insulto. Y finalmente, cuando el autocontrol alcanzaba el límite, cruzaba la línea de la violencia.
Claro, eso solo había sucedido una vez en su pasado. No era alguien que se rindiera fácilmente a las pasiones.
Pero Gio lo conocía demasiado bien, y en ese preciso instante, el pulso agitado de Octavio lo delató.
Un estremecimiento de excitación recorrió el vientre de Gio.
Tomó la mano que rechazó su afecto y la presionó entre sus dedos. Con la rodilla, inmovilizó la muñeca restante contra el apoyabrazos del sillón.
La sombra de su cuerpo devoró a Octavio por completo.
—Profesor —dijo con una cadencia lenta y peligrosa—, tengo una propuesta interesante que debe escuchar.
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