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01: Tómalo, rómpelo, destrúyelo

Un hombre yacía en el suelo, una gruesa cadena mordiendo la piel desnuda de su tobillo. La cabeza colgaba hacia adelante, mientras los hombros permanecían rígidos hacia atrás.Aún respiraba.O al menos eso parecía.La habitación era pequeña, el tipo de lugar que hacía que la locura se filtrara en los huesos. Una luz amarillenta parpadeaba en el techo, apenas suficiente para revelar los rastros de violencia sobre la piel: un labio partido, un pómulo amoratado, un hilo de sangre seca serpenteando por el cuello.Las paredes, grises y sucias, apestaban a encierro. A la izquierda, un inodoro oxidado acumulaba suciedad en los bordes. A la derecha, una cama individual con sábanas revueltas y manchadas de fluidos cuya procedencia era mejor no preguntar.Permanecía inmóvil, atrapado en algún punto entre la inconsciencia y un sueño del que no quería despertar.Los golpes de la noche anterior le habían dejado secuelas visibles. La camisa blanca, empapada de sangre seca, se pegaba a su piel. El pantalón de vestir, que solía realzar la elegancia de sus largas piernas, ahora estaba cubierto de polvo y suciedad.Octavio Montés, a lo largo de sus treinta y siete años de existencia, nunca habría imaginado terminar así.El silencio en la habitación era sofocante, solo interrumpido por el resonar de pasos en el pasillo. Estos se detuvieron frente a la puerta.La perilla giró lentamente y un hombre ingresó al cuarto.Quedó inmóvil en la entrada.Detuvo a mirada en la figura en el suelo; una mezcla de incredulidad y algo más oscuro titiló en el fondo de sus ojos.Observó a quien alguna vez pareció intocable. Y esa persona inalcanzable, ahora estaba retenida como un bulto de basura, despojada por completo de esa exquisita superioridad que lo caracterizaba.Pasaron varios segundos antes de que el recién llegado se moviera.Se agachó con parsimonia y atrapó entre los dedos unas hebras de cabello negro, sedoso, enmarañados por la humedad.Una venda negra cubría los ojos del que fue su antiguo profesor. Recorrió el borde de la tela con el pulgar, absorto en pensamientos imposibles de dosificar. Un suspiro pesado escapó de sus labios mientras escaneaba la habitación en busca de algo.Nada.Los lentes de marcos redondos que solían darle a Octavio un aire intelectual y refinado no estaban por ninguna parte.Volvió la vista al hombre inconsciente. Bajo la tenue luz, la piel pálida resaltaba con los hematomas oscuros, pero sus labios finos aún conservaban algo de color. Por instinto, frotó la boca ajena con el pulgar, deslizándose sobre la curva inferior.La habitación hedía a humedad, encierro y sangre. Pero, contra toda lógica, la fragancia amaderada de Octavio persistía.Aliento contra aliento, él recorrió las líneas del rostro ajeno con la punta de la nariz. La piel, aún tibia, desprendía un calor tenue, casi imperceptible.Diminutas gotas de sudor se acumulaban en la frente del hombre, siguiendo un camino lento hasta deslizarse por la quijada.Esa fragancia adictiva.El perfume amaderado con notas de sándalo, entrelazándose con la esencia misma del profesor.Esa frescura natural.Esa masculinidad.Ese aroma único.Un cosquilleo ambiguo le recorrió la columna y se le instaló en el pecho. Algo hirviente se extendió quemándolo desde adentro.Recuerdos, anhelos y resentimientos se entrelazaron en un dolor insoportable. Removiendo emociones y deseos que no debería sentir en ese momento.—Mierda... —rechistó entre dientes, frunciendo el ceño.Desvió la mirada hacia la esquina del cuarto. Allí, la lente negra de la cámara de vigilancia brillaba. La observó fijamente, como si intentara atravesarla con un mensaje.Después de un largo segundo, regresó la atención a Octavio. Sus dedos atraparon el rostro del profesor y la otra mano descendió, recorriendo el cuello con una caricia que apenas rozaba la piel.Buscaba algo.Un temblor.Una reacción.Pero, Octavio no despertó.Él exhaló, y con el pulgar separó la boca del inconsciente. Sin pensarlo, se inclinó más.Primero, un roce.Apenas un contacto.Delineó el borde del labio inferior con la lengua y la introdujo con cautela, sintiendo la leve calidez que aún persistía en el interior.Los sabores se entremezclaban y, a pesar de la incomodidad, los instintos comenzaron a aflorar. La suavidad y la humedad exaltaron su pecho; un color rojizo invadió sus mejillas.El beso se prolongó, lento, exploratorio. Pasaron segundos, quizás minutos, hasta que se retiró. Hilos translúcidos aún los conectaban. Su respiración era irregular cuando bajó la cabeza, apoyando la frente contra la de Octavio.Cerró los ojos.Exhaló.Como si intentara comunicar algo que las palabras no podían expresar.Lamentablemente, ya no tenía más tiempo.Con cuidado, recogió el cuerpo inconsciente entre los brazos. El trato era delicado, como si intentara evitar causarle algún daño adicional. Aferrado al profesor, se dirigió hacia la cama; la extensa cadena acompañó los pasos.Entonces las vio.Las sábanas.Manchadas.Desgarradas.El asco le subió por la garganta.Miró a Octavio.Miró la cama.—Maldición... —murmuró, mientras lo acostaba lentamente.꧁╭⊱❦⊱╮꧂Una voz se filtró en la mente de Octavio, una voz que lo llamaba. Era como un susurro, bajo, que se enredaba en el subconsciente.No era solo el sonido, había una brisa tibia que avivaba las brasas de algo confuso en su propio cuerpo, algo que no debería estar ahí.Cada vez que decía su nombre, parecía haber encendido destellos fugaces en su mente, como luciérnagas atrapadas en la negrura, titilando y buscando un camino de regreso a la consciencia.Frente a él, con las piernas dobladas y las rodillas presionando contra las suyas, el hombre se inclinó. Los dedos se deslizaron sobre los botones de la camisa de Octavio. Uno a uno, fueron cediendo. A cada desprender, una corriente de cosquilleo reptaba por el abdomen del hombre. La humedad de sus labios trazó cada poro del amplio pecho del profesor y fue a causa de ese suave contacto que, finalmente, él despertó.Poco a poco, Octavio se desprendió del letargo. Los ojos se encontraron con la penumbra de la tela que los envolvía. Los brazos estaban cruzados y sujetos con cinta adhesiva desde los codos hasta las muñecas, inmovilizados a la espalda. La respiración del profesor se volvió más profunda de golpe. La conciencia recobró cada rincón del cuerpo y un pequeño quejido escapó de sus labios.

—¡Augh!

El hombre alzó la mano y apartó los mechones de cabello que se pegaban a la frente ajena. Los dedos se deslizaron con lentitud, como si estuviera estudiando las finas líneas que contorneaban el rostro del profesor.—Al fin despertó —dijo, con una sonrisa en los labios.Octavio parpadeó con dificultad, intentando asimilar la situación.—No te acerqués —advirtió instintivamente.Se apartó, girando la cabeza en un intento de esquivar el contacto. Desorientado, la mente luchaba por recomponer los fragmentos dispersos de lo ocurrido. Recordó el instante en que lo sacaron del laboratorio, la discusión y los golpes. Un dolor punzante le atravesó la cabeza, como si cada pensamiento le lacerara las neuronas. Una única pregunta resonaba con insistencia: «¿EVA? ¿La encontraron?» Y, como un eco, la propia respuesta volvía una y otra vez: «No, no creo... no estaría acá si la hubieran encontrado».Después de darle varias vueltas a estos pensamientos, el instinto de alerta ante el peligro se activó cuando se dio cuenta de que tenía el pecho expuesto, la piel húmeda y, por alguna razón desconocida, sus labios ardían.Un escalofrío gélido lo recorrió hasta la médula al sentir una mano masculina acariciando y presionándole el muslo. Con incredulidad, frunció el ceño y logró articular entre dientes:—¿Qué estás haciendo?—Estaba disfrutando de su encanto, ¿no es evidente?La respuesta sonó como una burla que le drenó la sangre. Sin embargo, esa misma sangre volvió y se convirtió en furia en cuestión de segundos.—Será mejor que no continúes con esto.Aun así, las palabras no surtieron efecto.El hombre no le respondió.Con el corazón ahogándose en ira y, la adrenalina quemandole cada fibra del cuerpo, Octavio hizo lo único que podía en ese momento: luchar.Comenzó a patear con fuerza, lanzando las piernas al aire en una serie de movimientos erráticos y frenéticos. El sonido de las cadenas en los tobillos se mezclaba con su respiración agitada. No obstante, los esfuerzos fueron en vano.—¡Hijo de puta! —gritó, su voz llena de frustración—. ¡Si me tocás, te mato!Está vez, el hombre sí le contestó.—¡Qué sorpresa! Jamás imaginé que usted, profesor O., pudiera usar palabras tan vulgares.La mente de Octavio se tambaleó y la confusión se disparó.¿Cómo lo había llamado este bastardo?Nadie lo había llamado así en años.No... peor aún, solo sus mejores alumnos le decían de esa forma.El hombre sonrió al ver ese hermoso rostro revuelto en curiosidad y desorientación.—No me juzgue, profesor. Debo decir que su forma de manejar el estrés es... admirable —dijo mientras deslizaba la punta de los dedos por la línea del abdomen de Octavio. La mirada se fijó en el inquieto subir y bajar de ese pecho—. Tan refinada y... llena de color.El roce, cálido y provocador, fue como un veneno que se extendió lentamente, encendiendo cada nervio en el cuerpo de Octavio con una mezcla de indignación y pánico. Los puños se apretaron hasta clavar las uñas en las palmas.—¡Basta! No te atrevás, pedazo de mierda... —amenazó.Lejos de intimidarse, el hombre dejó escapar una risa baja que llevaba consigo una pizca de molestia.—Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad? —Presionó el pecho del profesor, obligándolo a permanecer inmóvil bajo su control. Tras un breve momento, se inclinó sobre él. La respiración rozó el costado del rostro de Octavio mientras la punta de la nariz ascendía lentamente hacia su oído—. ¿No me reconoce? ¿No me recuerda? —susurró con una voz baja cargada de seducción.Por supuesto que Octavio no respondió, porque en realidad no sabía qué decir.Ante el silencio, el hombre se enderezó y cambió el tono a uno frío.—Soy Gio, profesor.El nombre, pronunciado con tanta seguridad, le resultó completamente desconocido.Octavio rara vez prestaba atención a las personas. Aquellos que despertaban su interés no eran más que apellidos archivados en un rincón funcional de la mente. Este hábito, sumado a su natural frialdad, le había ganado la reputación de ser arrogante y prepotente, etiquetas que aceptaba sin objeciones.—No tiene idea de quién soy. —Aquel tono frío del hombre se mezcló con reproche—. No me sorprende en absoluto, viniendo de usted.Octavio tragó saliva al oírlo. Trató de retroceder en el tiempo y hurgar entre los escombros de su memoria en busca de algún rastro de aquel tal "Gio".Fue inútil.«¡Maldición! ¿Quién demonios es este lunático?» Se aferró a la voz y trató de analizarla. Era joven y cada palabra estaba impregnada de una ironía que lo irritaba. Calculó que debía tener entre veinticinco y treinta años, pero esa deducción no le servía de nada. Tuvo cientos de alumnos, asistió a innumerables seminarios y trabajó en decenas de proyectos. Su mente no podía abarcar todas las posibilidades. «Dice que se llama Gio... Gio... es un apodo, ¿Giovanni?» Una punzada en el corazón interrumpió ese pensamiento, haciendo que sus labios se contrajeran.—Es simpático, hasta cierto punto, ver cómo intenta recordarme.Antes de poder articular una réplica a las palabras de Gio, sintió unas manos deslizándose por su cadera. Octavio ignoró el miedo que quería instalarse en su pecho y alzó la voz. Cada palabra buscaba resonar en el sentido común de aquel hombre.—Bien, bien, no sé quién sos, pero esto es demasiado. Sea cual sea el malentendido que tengas conmigo, creéme, este no es el camino para resolverlo.Gio detuvo las caricias de golpe y su rostro se iluminó con una sonrisa sardónica, de esas que siempre dejan un rastro de desdén en el aire.—No hay malentendido alguno —aclaró con tono condescendiente—. Esto puede terminar ahora mismo. Usted sabe muy bien qué hacer para que eso ocurra.Octavio rió al escuchar esto. No había otra forma de reaccionar a palabras tan estúpidas.—Esto es ridículo. No va a pasar.El hombre no perdió el control; al contrario, parecía deleitarse con la resistencia del profesor. Presionó los pulgares con más fuerza contra el abdomen y los deslizó hacia arriba.—Entonces, tendrá que enfrentar las consecuencias de sus decisiones.Por un breve instante, aflojó el agarre, pero no fue más que un juego. En un parpadeo, retomó el control con una carcajada áspera, atrapando la cintura de Octavio con rudeza.—Sabe, solía llenarse la boca con palabras pueriles. Sermones aburridos que repetía hasta el cansancio. No me he olvidado de ninguno, absolutamente de ninguno de ellos. ¿Usted lo hizo? Decía más o menos así —impostó la voz como conferencista frente a un gran auditorio—: En nuestra profesión, la ética y la moral deben estar fuertemente arraigadas. Es esencial mantenernos firmes en el principio de no causar daño alguno. Debemos comprender que cualquier acción que potencialmente perjudique a otros, ya sea directa o indirectamente, no es aceptable. Este principio debe reflejarse tanto en nuestra investigación científica, donde tenemos que buscar el avance y el beneficio sin comprometer la integridad y el bienestar de las personas, como en nuestra práctica profesional, en la cual debemos priorizar el cuidado y el respeto por la salud y la seguridad de la comunidad.Gio hizo una pausa, la sonrisa en su rostro ensanchándose aún más.—Asimismo, es fundamental asumir la responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones, siendo plenamente conscientes del impacto negativo que puedan generar. Recomiendo a todos mis colegas que, en cada paso que den, mantengan siempre presente este compromiso con la ética y el bienestar común, para que nuestras contribuciones científicas no solo avancen el conocimiento, sino que también mejoren la vida de todos. Profesor... si reflexiona detenidamente, no solo faltó a sus propias palabras: al crear a EVA, usted mismo pecó en la arrogancia de creerse Dios.El rostro de Octavio se contorsionó ante la acusación y decidió mantenerse en silencio. Era consciente de cada oración que alguna vez pronunció, cada pecado que cometió y cada causa que lo empujó hacia donde estaba hoy. Sin embargo, esas verdades no cruzarían sus labios.No delante de esta persona.Ni de otra.No. Nunca lo haría.Gio observó la figura desordenada bajo su cuerpo. Un tono violáceo resaltaba bajo la piel translúcida de Octavio cada vez que las venas del cuello se tensaban. En cada intento por liberarse, la camisa se deslizaba por sus hombros rectos y varoniles, dejando un tramo de piel libre. Aunque la mirada estaba cubierta, Gio podía imaginar el enrojecimiento que los envolvía y el asco que emanaba de aquellos hermosos ojos. La nuez de Adán de Gio subió y descendió, bajo el éxtasis en aumento. Cerró los ojos y, al abrirlos, solo se vislumbró un deseo profundo. Agarró a Octavio del cabello y lo besó.Para su infortunio, solo fue un golpe seco; el profesor no cedió.Con la mano libre, Gio presionó la mandíbula con tal violencia que, de forma automática, los dientes se abrieron.Introduciendose con fuerza, lo invadió sin remordimiento. Un beso profundo. Largo. Entremezcló las lenguas y jugó sin piedad alguna. La escasa racionalidad de Gio se iba desvaneciendo.Enviciado.Perdido.Sin importar la confusa situación de ahora, las disculpas no servirían de nada. Viejas palabras se arraigaron en su inconsciente como justificación."Si no lo hace uno mismo, alguien más lo hará".

Tan cierto.

El pecho del hombre se elevaba y descendía ante la estimulación de tener a esta persona entre sus brazos. Pequeños calambres en el abdomen se intensificaron y solo el sonido húmedo de la boca de ambos resonó en su cerebro."Tómalo, rómpelo, destrúyelo".

Es necesario...

Succionó y absorbió como un animal hambriento, disfrutando de una presa que, tras una larga persecución, finalmente podía saborear.Los ojos negros y profundos no desperdiciaron tiempo; grabaron en su retina cada reacción.En cambio Octavio, él no podía soportarlo más. Sintió que iba a morir asfixiado. Enfurecido, mordió los labios del hombre.Él se retiró con un gemido de dolor mientras el profesor luchaba por recuperar el aliento.Una sonrisa fría se formó en su boca. La sangre de la herida fluyó por el cuello y el penetrante olor metálico invadió sus fosas nasales. Pasó la mano por las comisuras y un brillo peculiar apareció en su mirada al ver la sangre. Se lamió la palma y rió con sorna.—Vaya, ¿así que tiene estos gustos?—dijo con una mueca entre burla y decepción, con un tono impregnado de una falsa lástima—. Sepa que esto me duele, realmente lo hace. Debería haberme avisado; me encanta jugar de esta forma.En un solo movimiento, atrapó la mitad del rostro de Octavio, dejando al descubierto solo esos labios delgados que temblaban con cada respiración.—Debería ser consciente de su situación.Se inclinó y lo atrapó en un beso cargado de arrogancia y control.Con la nariz cubierta y la invasión sin escrúpulos, las pestañas del profesor se humedecieron. El sudor tibio se desparramó por debajo de la venda. Los sabores se intensificaron y la saliva insulsa se mezcló con el matiz ferroso y salado de la sangre. Octavio clavó las uñas en la carne blanda de su mano de nuevo y varias venas aparecieron en su frente. Los músculos mandibulares y de la garganta ardían. La saliva rosada se deslizó descontroladamente por la comisura, y las arcadas no lograron liberarse.¡Se estaba ahogando!Cuando Gio decidió retirarse, él volvió a respirar. Tosió violentamente, y poco a poco, el aire llenó nuevamente sus pulmones. Sin embargo, la rabia lo devoró por completo.—¡Bastardo de mierda! ¡No vuelvas a tocarme!Lamentablemente para Octavio, ese grito resultó insignificante; la esencia humana de Gio ya se había rendido ante el anhelo.≫ ──── ≪•◦ ❦♡❦♡❦ ◦•≫ ──── ≪

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