El insistente trinar del teléfono cortó a través del inquieto sueño y sueños de Amy. No era un sueño lleno de risas y sol, sino uno inquieto, perseguido por el silencio resonante de la ausencia de Miley. Manoteó buscando el teléfono, parpadeando para deshacerse de los restos del sueño y el dolor sordo en su pecho que se había convertido en su constante compañero estos últimos cuatro días.
—¿Hola? —dijo, con la voz ronca de sueño y dolor.
—Amy, soy mamá —llegó la voz de su madre, entrecortada por un temblor que reflejaba la inquietud que florecía en el estómago de Amy.
Amy se sentó, ahora completamente despierta. —Oye, mamá. ¿Todo bien? ¿Por qué la llamada temprano? —preguntó mientras entrecerraba los ojos hacia el reloj despertador en la mesita de noche. Apenas eran las seis de un martes por la mañana.
Hubo un latido de silencio al otro lado de la línea, luego un suspiro. —Acabo de recibir un mensaje de texto inesperado.
El estómago de Amy se tensó. —¿Inesperado? ¿De quién?
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